«Es mentira que los jóvenes escriban cada vez peor»
El psicólogo de Harvard hace una defensa apasionada de la prosa sencilla en 'El sentido del estilo'. "Es una estupidez tratar de intimidar al lector con una prosa deliberadamente opaca", dice
Empecemos con una afirmación que complacerá a la mayoría de los lectores: los jóvenes escriben cada vez peor. Tanta red social, tanto emoticono, tanto videojuego en vez de leer un buen libro… ¡Tanta LOGSE! ¿A alguien le extraña que aterricen en la universidad sin ser capaces de bosquejar un par de folios inteligibles y libres de faltas de ortografía?
-Lo siento -replica una voz pausada al otro lado del teléfono-, pero es mentira decir que los jóvenes escriben cada vez peor.
Quien habla es Steven Pinker (Montreal, 1954), psicólogo cognitivo en la Universidad de Harvard, uno de los intelectuales más respetados del planeta y pope del movimiento de los Nuevos Optimistas. Y ahora resulta que su entusiasmo antropológico se extiende -¡sorpresa!- a la capacidad de expresión escrita de las nuevas generaciones.
«La sensación de que cada vez se escribe peor sucede porque el lenguaje cambia y la gente suele confundir los cambios con la decadencia», afirma. «Además, históricamente la gente mayor siempre piensa que los jóvenes van a arruinar la civilización. ¡Pero nada de eso es cierto!».
Así lo demuestra en uno de los fragmentos más hilarantes de su nuevo ensayo, El sentido del estilo (Capitán Swing). En él, Pinker recopila textos de numerosas épocas pasadas que denuncian el «ocaso imparable» de las letras a manos de los jóvenes iletrados. «El pánico moral por el declive del modo de escribir es tan antiguo como la propia escritura», afirma. «¡Incluso hay tablillas de arcilla de la antigua Sumeria que alertan de la decadencia en la escritura por culpa de los jóvenes!».
Lo paradójico, entonces, es que si el futuro del lenguaje no peligra, Pinker haya sentido la necesidad de apuntarse a uno de los géneros más característicos de las letras anglosajonas: los manuales de escritura. De George Orwell a Stephen King, pasando por Elmore Leonard, William Safire o Evelyn Waugh, decenas de autores han tratado de poner negro sobre blanco sus ideas sobre los secretos de algo tan inaprensible como la buena prosa.
«Soy un científico que estudia el lenguaje y, a la vez, he dado el salto de la prosa académica a la prosa popular», explica el autor del aclamado En defensa de la Ilustración (Paidós, 2018). «Este libro refleja estas dos facetas de mi vida: la de científico y la de escritor. Y hay una segunda razón: ahora entendemos el lenguaje mucho mejor que cuando se escribieron los manuales clásicos. Tenemos escáneres cerebrales, análisis de big data, infinitos experimentos sobre cómo la mente procesa el lenguaje… Todos estos avances científicos cambian la naturaleza de los consejos sobre cómo escribir. Y quise darles cabida en mi libro».
- O sea, que su aportación es añadir una base científica a los típicos manuales de escritura, que suelen estar basados en el ‘oído’ del autor.
- Cierto. Yo no pretendo que el lector memorice una lista infinita de reglas arbitrarias sobre qué hacer y qué evitar. Tampoco doy un algoritmo o una fórmula matemática para que la gente aprenda a escribir de forma impecable. Quiero que, cuando se tope con dificultades al redactar un texto, adopte una mentalidad científica para decidir qué palabras son las más adecuadas para solventarlas. Los escritores de hoy están acostumbrados a cuestionar la autoridad. Ya no se van a contentar con un «se hace así» o un «porque lo digo yo», como ocurría con los antiguos manuales: necesitan que les expliquen por qué.
- Pero, en el primer capítulo, usted dice que la mayoría de los grandes escritores jamás han leído un manual de estilo. Y añade que la mejor forma de aprender a escribir es leer mucho y bien. ¿De qué sirve entonces su manual?
- Cierto: leer mucho es imprescindible. Pero creo que se puede ir más allá. Cuando te topas con un pasaje que disfrutas, debes desmontarlo como si fueras un ingeniero para ver por qué funciona y así extraer las lecciones adecuadas. Mi libro te ayudará a hacerlo.
El estallido de los manuales de escritura se produjo a partir de los años 20 del siglo XX. Fue una reacción frente al estilo empalagoso que había dominado el siglo anterior, repleto de latinajos, adjetivos rebuscados y metáforas sobadas. De golpe, se puso de moda lo contrario: la prosa ultraseca, con palabras monosílabas, puntuación espasmódica y frases que no se aventuraban más allá del sujeto-verbo-predicado más austero.
Todos, en definitiva, debíamos convertirnos en pequeños hemingways. Y este enfoque se ha perpetuado hasta nuestros días en manuales clásicos como Los elementos del estilo, de William Strunk y E.B. White (1918), el más influyente de las letras anglosajonas.
Un siglo después, Steven Pinker aboga por una solución intermedia. Sí, la claridad es la base de la buena escritura. Por supuesto, el estilo no debe interponerse en lo esencial: la transmisión de información. «Pero la austeridad ha ido demasiado lejos y creo que ya hemos evitado el peligro de que la gente use una prosa demasiado florida», añade. «Al leer los antiguos manuales, te sientes como un soldado en un campamento de entrenamiento militar, con un sargento que te insulta cada vez que metes la pata. ¿Por qué no pensar, en cambio, que aprender a escribir puede ser un placer, igual que aprender cocina o fotografía?».
Su solución se llama estilo clásico. Se trata, como toda escritura, de un simulacro. En este caso, el escritor se pone en el papel de alguien que puede ver algo que el lector aún no ha detectado y decide orientar su mirada para que pueda percibirlo por sí mismo. El lenguaje no es un objeto en sí mismo, sino una ventana al mundo, y este proceso de orientar la mitad del lector adquiere la forma de una conversación implícita.
Pinker atribuye los orígenes de este estilo a escritores franceses del siglo XVII como Descartes y La Rochefoucauld. Y su efecto secundario es paradójico: cuanto más eficaz sea el escritor, menos se percibirá la presencia de su estilo. «Por supuesto, todo es una ilusión: el estilo clásico requiere una enorme cantidad de esfuerzo y planificación, pero su principal objetivo es ocultar su propia presencia», afirma Pinker.
De ahí que los principales enemigos del estilo clásico sean la ampulosidad, la impostura y, en general, cualquier pretensión del escritor de hacerse notar sobre el folio. «Los escritores que intentan lucirse suelen producir la peor prosa», dice. «Y, al revés, los que mejor escriben apenas se dejan notar: si todo va bien, el lector no percibe la escritura, sino que percibe el mundo. Ese es el objetivo del estilo clásico: generar la ilusión de que vemos el mundo de forma directa».
- Vayamos a ejemplos concretos. ¿Quiénes serían los ejemplos a seguir?
- El científico Richard Dawkins, por ejemplo, es un escritor fascinante. También grandes filósofos como Bertrand Russell o Hilary Putnam. Y William James, claro, es otro de mis héroes.
- ¿Se atreve a señalar a los malos de la película?
- Muchos escritores académicos, sobre todo en los departamentos universitarios de Lingüística, lo que no deja de resultar paradójico. Luego están los franceses: Derrida, Foucault, Sartre, los postmodernos, los deconstruccionistas…
- ¿Por qué le molestan?
- Porque usan un lenguaje deliberadamente retorcido para lucirse. De hecho, están orgullosos de ello: sostienen que escribir con claridad es convertir el lenguaje en un simple producto de consumo, en algo para las masas. Es una tremenda estupidez tratar de intimidar al lector escribiendo de forma opaca.
Pinker repite en su libro, casi a modo de mantra, la siguiente consigna: «La escritura clásica, con su idea fundamental de igualdad de escritor y lector, consigue que el lector se sienta como un genio. La mala escritura consigue que el lector se sienta como un idiota».
¿Por qué, entonces, la escritura farragosa sigue siendo omnipresente?
Para algunos expertos, la prosa opaca cumple una función social imprescindible. Los intelectuales de segunda la usan para ocultar que apenas tienen nada que decir. Los burócratas, para cubrirse las espaldas ante cualquier error. Los escritores tecnológicos, para dar una pátina de sofisticación a sus escritos… Y así sucesivamente.
Pinker no niega que esta tesis tenga su parte de razón. Sin embargo, él prefiere explicar la supervivencia de la mala prosa mediante el célebre principio de Hanlon: «Nunca atribuyas a la malicia lo que puede explicarse perfectamente por la pura estupidez».
En puridad este caso, sus víctimas no son estúpidos en este caso, sino demasiado inteligentes para su propio bien. Se trata de la maldición del conocimiento: la dificultad de concebir que el receptor de nuestros escritos pueda ignorar algo que nosotros sí sabemos. «Cuando uno es lo suficientemente experto en una materia para tener algo que decir, probablemente use conceptos y agrupaciones funcionales que le parecen obvios, pero son completamente desconocidos para sus lectores… y uno es el último en darse cuenta de ello», señala Pinker.
Su antídoto es tan sencillo que parece ingenuo: enseñar un boceto de nuestro escrito a alguien parecido al público al que nos dirigimos. Y, lo más difícil, tener la suficiente humildad para hacer caso de sus sugerencias. Hasta los premios Nobel tienen un editor: ellos también necesitan amortiguar la maldición del conocimiento que todos sufrimos.
Por eso, antes de llegar a usted, querido lector, este texto ha pasado por las manos de cuatro editores, que lo han analizado, diseccionado y despedazado hasta que, esperemos, el resultado haya resultado más o menos comprensible.
Porque, como dice Steven Pinker, existen al menos tres buenas razones para escribir con claridad (o, al menos intentarlo): «Difundir las buenas ideas, prestar atención a los detalles y añadir un poco de belleza al mundo».