El dilema entre someterse o rebelarse es universal y se manifiesta ante las leyes de la naturaleza, las imposiciones familiares y los dictámenes políticos, religiosos o sociales de cada nación, de cada época. Queda también el acomodo.
Los humanos nos hemos sometido a la ley de la gravedad, pero como expresión de rebeldía inventamos los aviones, cohetes y drones. Siendo niños, nuestros padres nos impidieron fumar y beber alcohol, pero al llegar a la adolescencia nos dimos cuenta de que podíamos hacerlo a escondidas. Todas las prohibiciones legales, las reglas que etiquetan lo «mal visto» en la cultura que nos tocó vivir, se acatan sumisamente por los obedientes, son resistidas desafiantemente por los más rebeldes y resultan aceptadas, solo en apariencia, por los simuladores que las transgreden con su correspondiente máscara de docilidad.
A lo largo de más de seis décadas estas tradicionales respuestas humanas han tenido en Cuba una evolución digna de estudio. Cada cual ha asumido con diferentes gradaciones alguna de estas posturas, las ha mezclado o migrado de una a otra.
Poco después vino la disciplina y se nos explicó que «este no [era] el momento» para hacer críticas y que no podíamos «hacerle el juego al enemigo»
Hubo un momento en que para muchos cubanos sentirse revolucionario e identificarse como tal se entendía como la más pura demostración de rebeldía. Era cuando nos entusiasmaba aquel himno del 26 de julio: «limpiando con fuego que arrase con esta plaga infernal de gobernantes indeseables y de tiranos insaciables…». Poco después vino la disciplina y se nos explicó que «este no [era] el momento» para hacer críticas y que no podíamos «hacerle el juego al enemigo», y entonces apareció en otra canción aquello de «la mordazamor de un juramento».
Aquel sometimiento voluntario surgido de ideales se encorsetó en el reducido espacio de la militancia partidista, que no solo rechazaba señalar «las manchas en el sol» sino que, en casos extremos, impedía verlas.
Pero las manchas comenzaron a hacerse visibles a medida que dejaron de ser una metáfora de alusiones siderales para convertirse en el magro desayuno de nuestros hijos, el hacinamiento de nuestros hogares, el colapsado transporte público, los comercios desabastecidos y el colérico tapabocas que se recibía por cualquier protesta.
En respuesta ante la intolerancia de quienes no aceptan crítica alguna, no solo contra el proceso,sino tampoco contra las propuestas para mejorarlo, los ríos de la inconformidad se bifurcaron, unos hacia la rebeldía, armada o pacífica; otros hacia las sinuosidades del acomodo.
La rebeldía armada se anuló con un número mayor de armas regaladas por los soviéticos y la pacífica se enfrentó –se enfrenta– a garrotazos y encarcelamientos desproporcionados.
Pero quedaba el acomodo, y por ese innoble afluente se despeñaron las virtudes cívicas, las ilusiones sobre el futuro y, desde luego, las ambiciones políticas.
Desde el poder nos invitan al acomodo cuando se nos exhorta a practicar «la resistencia creativa». Cuando en el mercado vuela el aceite de cocina, aparecen casualmente numerosas recetas para prescindir de él. Cuando a los niños mayores de 7 años, en lugar de leche, les entregan en el mercado racionado un sirope saborizado, asoman en las redes sociales controladas por el Gobierno, las fórmulas para prepararlo de forma apetecible. Cuando el Banco Central de Cuba impone la bancarización, no ya de la economía, sino de la vida misma, que en la práctica limita las extracciones del dinero que recibimos como salarios o pensiones por falta de billetes, emergen de la nada los nuevos cambistas que nos dan 1.000 pesos en efectivo si le traspasamos 1.050 a su cuenta bancaria a través de la plataforma Transfermovil.
Una sentencia atribuida a Enmanuel Kant dice: «¡Es tan cómodo no estar emancipado!». A lo que podríamos apostillar: «¡Y qué incómodo es estar preso!»
Nos acomodamos cuando nos dejan participar en el debate del Código de las Familias pero no nos dejan opinar sobre el Código Penal, cuando vemos una puerta abierta a la emigración en la libre entrada sin visa a Nicaragua y aún más, cuando desde el exilio aceptamos la regla no escrita de que mantenernos callados allá afuera es la garantía de poder entrar a la Isla sin problemas. Peor aún, cuando acá adentro aceptamos la sugerencia del agente de la Seguridad del Estado que «nos atiende» de que no debemos hablar con la prensa independiente sobre nuestro familiar preso porque eso perjudica su caso.
Una sentencia atribuida a Enmanuel Kant dice: «¡Es tan cómodo no estar emancipado!». A lo que podríamos apostillar: «¡Y qué incómodo es estar preso!»
Presos están en Cuba unos rebeldes como José Daniel Ferrer, Félix Navarro, Luis Manuel Otero Alcántara, Maykel Osorbo y un millar de cubanos y cubanas solo porque se han negado a someterse, porque han dejado pasar la oportunidad de acomodarse.