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Ese abismo de Felipe a Sánchez

«Pedro Sánchez nunca reconoció ser felipista, pero lo pareció durante algún momento, o quiso hacerlo creer, dando pie a la primera seña de su ser político: esa ductilidad que esconde un afán enfermizo por el engaño»

DAVID DESPAU

Pasado el verano de 2014, al poco de llegar Pedro Sánchez a la Secretaría General del PSOE, los periodistas que lo iban conociendo en conversaciones reservadas se llevaron la impresión de que estábamos ante una vuelta al supuesto socialismo clásico, o sea el felipismo, frente a los años de experimento zapateril: «Creo que el PSOE debe ser un partido centrado y de clases medias», decía; blanco y en botella, es Felipe, pensamos, visto que aquello que oliera a Rodríguez Zapatero todavía apestaba, como responsable de agravar la crisis económica mundial. En realidad, Sánchez nunca reconoció ser felipista, pero lo pareció durante algún momento, o quiso hacerlo creer, dando pie a la primera seña de su ser político: esa ductilidad que esconde un afán enfermizo por el engaño. Una pulsión temprana que perdura hasta esta misma semana, cuando ha pretendido jugar a tres bandas simultáneamente, con el PP y la renovación del Poder Judicial, con ERC y la neutralización del delito de sedición y con Félix Bolaños, al que ha usado como muñeco para el despiste.

Los felipistas fueron los primeros en percatarse de que estábamos ante una reedición empeorada de la última etapa gubernamental del PSOE. Por eso resulta hilarante celebrar los cuarenta años de la victoria del 82 como una precuela del sanchismo, un anticipo del verdadero PSOE, posterior, rebajando al fundador moderno del partido a la posición máxima de evangelista, anunciador del salvador que vendría muchos años después, un niño todavía en pantalón corto en aquella década ochentera. A estas alturas, la tesis más extrema parece la más acertada. ¿Y si ocurre que la época de González fue apenas una excepción, incluso una disfunción, en la historia del PSOE, una mera bisagra entre el PSOE precedente (un partido revolucionario desde su nacimiento y hasta la guerra civil, cargado de delitos como todas las fuerzas predemocráticas a derecha e izquierda) y el PSOE posterior, el de Zapatero en adelante? ¿Y si el socialismo centrista de González, como fue llamado por la prensa internacional, derivó en el socialismo radical de Zapatero, continuado en el sanchismo?

Hace algunos años que el veterano José García Abad publicó algunas claves personales sobre el líder del PSOE: «Hombre sólo aparentemente sencillo (…) rencoroso en lo político, el que la hace la paga (…) tiene un sentido del compromiso bastante leve, no da demasiado valor a su palabra (…) usa la técnica de enfrentar a los subordinados y de minimizar a los ministros (…) más que autoritario es mesiánico, no acepta ser segundo de nadie…». El retrato en realidad corresponde a Zapatero, pero sirve igual para su sucesor. En definitiva, entre Zapatero y Sánchez no cabe sitio para Felipe González; él y sus políticas están siendo conceptual y emocionalmente expulsadas de la organización con sólo un poco menos de humillación que la empleada por Xi Jinping para sacar a su predecesor, el anciano Hu Jintao, de un cónclave televisado en directo al mundo entero. Y con el añadido de que las nuevas generaciones de militantes (incluyendo concejales, asesores, secretarios autonómicos, apoderados de mesa o profesores universitarios), los que andan por debajo de 45 años, no se reconocen en el primer presidente socialista de la democracia, porque lo clasifican exactamente como un ensayo centrista, contenido y limitado, fruto de la necesidad y las circunstancias posfranquistas, el prólogo social-liberal previo al verdadero PSOE, considerando a Felipe algo ajeno al espectro auténtico de la izquierda. Y quizá tengan razón, porque objetivamente el PSOE posterior ha cedido todo el espacio del centro político al orden liberal-conservador, y caben serias dudas de que esto vaya a cambiar en el futuro.

Los años de González, vistos con la experiencia del tiempo, son indiscutiblemente prósperos e iniciadores de una modernización crucial. FG pecó dejando crecer el cáncer del nacionalismo (como todos los que vinieron detrás) y con la corrupción, los amigos enriquecidos de la ‘biutiful’ y los GAL, pero fue el timonel de la España contemporánea y europea. Obligó a su partido a abandonar el marxismo, se rectificó para aceptar la pertenencia a la OTAN, se hizo utilitarista monárquico, impulsó las reconversiones sectoriales odiadas por los sindicatos, aupó un liderazgo moderado y consciente, transformó España sin fracturarla sólo siete años después de la muerte del dictador, extendió las coberturas sociales, y presumió lo justo porque estaba convencido de unas líneas maestras coincidentes con las del izquierdista Mitterrand en Francia o el derechista Kohl en Alemania. Y, aparte de la disputa y el rencor inevitable, asumió íntimamente que la oposición le acabaría desplazando del poder con «una dulce derrota».

Un socialismo de centro, en definitiva, que se quiebra con la llegada del alumbrado Zapatero. Quien enseguida rompe el consenso civilizado, borra casi tres décadas de convivencia y decide reescribir la historia y volver a las guerras civiles, al enfrentamiento fratricida, a los buenos y malos, se cree moralmente superior a Carrillo o a Alberti porque tuvo un abuelo mártir (como si fuera el único) que le valida una leyenda adolescente, alimenta las fuerzas antiespañolas, cambia las interlocuciones naturales y todo eso que sabemos hace tiempo y está de más repetir. Inventa el partido socialista radical, abierto al sentimentalismo iluminista y sus falsedades, ajeno al centro y la socialdemocracia europea, y abre la compuerta al populismo posterior, al 15-M, a Podemos, a la exasperación de las bases y a la detonación de Cataluña. Él solito y en pocos años; si no llegó más lejos fue porque se lo impidió la crisis económica de 2008 (acrecentada por sus errores) que le acabó arrojando del poder. El epitafio al personaje lo escribió sin preverlo el irónico Josep Pla muchos años antes, pero encaja, porque ya conocía el paño tóxico de los años oscuros del siglo pasado: «Cuando me encuentro a una persona que me quiere salvar, me abrocho la americana y me ando con mucho cuidado para no ser arrastrado a la destrucción y a la ruina».

España relajó su fibra con Zapatero, aunque por fortuna salió a tiempo por la puerta de atrás; ahora anda de amistades ambiguas por Venezuela, Cuba y Marruecos, cada uno en su sitio. Tras la tirita precaria de Pérez Rubalcaba, llegó Sánchez, pero para el PSOE ya era demasiado tarde. Eso lo supimos después. El felipismo, viendo la tumoración, lo desbancó de malas maneras de la Secretaría General hasta que retornó gracias a su victoria en las primarias. Triunfo peronista. Fue la certificación definitiva de la defunción del centro socialista. Volvía Zapatero corregido y aumentado, quien lejos de ser un accidente histórico se configuró como el mentor de Frankestein. Sánchez siguió la estela; se apropió de la agenda ideológica del podemismo y convirtió a los herederos de ETA y a los partidos catalanes del golpe anticonstitucional en las muletas que lo sustentan en el poder hasta hoy mismo. Bien, ya está demasiado contado, lo conocemos y en efecto es tarde; por eso en todo este cirio a González sólo le quedaba ayer lamentar la ausencia de la mano que levantaba la suya en la ventana del Palace. Hace cuarenta años.

 

 

 

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