Ese parrafito
Remarque, Eco, Ramírez y Del Paso son algunos escritores que han transitado entre la literatura y la gastronomía, dejando páginas llenas de banquetes apetitosos.

De vez en cuando aparecen algunos banquetes envidiables en las novelas. Por ejemplo, en Arco de Triunfo, de Erich María Remarque, se describe esta comilona en un burdel:
El aperitivo fue excelente. Foie gras de Estrasburgo, pâté maison, con jerez añejo. A Ravic le pusieron una botella de vodka. Aborrecía el jerez. Siguió después una vichyssoise, de primerísima calidad. Luego turbot con Meursault 1933. El turbot era de la clase del que servían en el Maxim. El vino era ligero y bastante joven. Sirvieron después espárragos verdes, delgados. Vinieron luego los pollos asados y tiernos, una ensalada con un toque de ajo y, para acompañar todo ello, Château St. Emilion. En el extremo principal de la mesa bebieron una botella de Romanée Conti 1921… Le trajeron una segunda botella… Acompañando al vino, comió con Madame un brie, bien cremoso, con pan blanco fresco, sin mantequilla.
Esto me hizo recordar Linda 67. Historia de un crimen, de Fernando del Paso. Los protagonistas llegan a un restaurante francés en San Francisco, llamado Fleur de Lys, que solía ser bueno para los estándares gringos, pero ya cerró.
De modo que después de la botella del soberbio Château Lafleur Petrus 82 que eligió Dave para acompañar la terrine de cordero, la ensalada perigourdine, la cocotte de ternera aux fines herbes y los quesos –reblochon, roquefort, brie de Meaux–, Linda ordenó una botella de Bollinger R.D., también del 82, para rociar el postre.
No se aclara qué fue el postre. Aquí “rociar” es sinónimo de “acompañar”. No hay que imaginar que la protagonista agita la botella y rocía el contenido sobre los postres como chofer de fórmula uno.
Por supuesto, Remarque ha de llevar a su personaje a París para degustar la buena cocina. En su novela Sin novedad en el frente, los soldados atrapan, matan y cocinan un lechón y terminan todos con diarrea. En la tierra del bratwurst no hay mucho que degustar. Así, los personajes en otra de sus novelas, El obelisco negro, tienen “magníficos días en perspectiva con ensalada de patatas y salchichas”. Y, para darse un lujo, van al restaurante Walhalla a comer goulash. Por si faltara algo, llega el momento de la col roja con Sauerbraten. Y el personaje expresa: “¡Una delicia!” Para que no haya duda, el traductor pone una nota culinaria: “Sauerbraten: asado alemán de carne de ternera o res y marinado con vinagre, agua, caldo de verduras y especias y dejándolo reposar durante varios días”. Sí, varios días, porque la carne es terriblemente dura y sin sabor.
Recordemos que en La marcha Radetzky, el señor Trotta come cada domingo con gran pompa y circunstancia lo que la traducción al español llama “asado con guarnición”, y que en alemán correcto es una carne poco antojable conocida como Tafelspitz.
Immanuel Kant se daba gusto con las más tristes de las albóndigas, pero que en Prusia consideran una sabrosura: las Königsberger Klopse. Alguna vez las probé en Bielefeld, ciudad alemana famosa porque ahí montó su empresa el Dr. Oetker.
El escritor polaco Władysław Reymont tiene un cuento en el que una vaca se resbala en el hielo y se rompe las piernas. Entonces hay que sacrificarla y comérsela. Las vacas no estaban para comerse sino para dar leche. La carne era pésima. Por cierto, Reymont, un escritor casi olvidado, ganó el premio Nobel en 1924. Yo me aficioné a él, no por su Nobel, sino porque Reymont es Monterrey al revés. Vale la pena leerlo. Sobre todo su novela Los campesinos.
Francia tiene buenos vinos, quesos, pan y otras pocas cosas. Aunque hoy día los restaurantes franceses suelen ofrecer ingratas y caras experiencias culinarias, hubo un momento en que, de la mano de Brillat-Savarin, Auguste Escoffier, et al., parecía que de allá venía el placer del paladar.
Ese mundo gastronómico francés visita Sergio Ramírez en su recién laureada novela El caballo dorado.
El ortolan en cercueil y la côtelette d’agneau à la martyre, sacados por M. Bravard, chef de la familia Menier, del recetario privado de Luis XVIII, compartieron celosa vecindad con el faisán à la normande y el civet de liebre provenzal; la pierna de ciervo rojo de Orleans, en salsa oscura de níscalos y champiñones silvestres, en disputa con la sopa de nidos de golondrina, exquisitez oriental de los tiempos de la dinastía Tang; y los écrevisses à la Nantua en contienda cerrada con la cabeza de jabalí al horno, expuesta en bandeja de plata con todo y sus blancos y pulidos colmillos; para no hablar de las carpas enteras, tencas y besugos pescados la misma tarde de los estanques de la Ferme du Buisson, puestos sobre un lecho de verdes y eglógicos pámpanos. Todo ello sin que faltara en ningún momento, rebosante en las copas, el Château Margaux, cosecha de 1898, precedido por un La Tour-Blanche, egregios vinos elegidos para la ocasión por el propio anfitrión, M. Menier, tan sapiente como un sommelier de escuela.
Aquí, “rebosante” es un adjetivo figurativo, pues nada tiene de fineza rebosar las copas.
Y ya el buen Sergio Ramírez había transitado entre la literatura y la gastronomía en el libro de A la mesa con Rubén Darío, donde tenemos recetas de faisán a la china, coq de bruyère, huevos a la cassagnac, pastel de codornices, lièvre a la royale y tantas otras cosas que se antojan.
Suena bien “gastronomía”, hasta elegante, pese a que la raíz “gastro-” es la misma que en “gastroenteritis”. El gastrólatra es el que no tiene más dios que su estómago.
Alfonso Reyes visitó Burdeos y nos habla de los vinos: “Y en los banquetes, el vino se sirve con su papeleta bibliográfica, como los buenos libros. El escanciador cuida siempre de ir diciendo al llenar la copa: Château Guiraud, 1914! Château Pavie (St. Emilion), 1906! Château Kirwan (Cantenac), 1900! Château Mouton-Rothschild, 1898! Como todos los pueblos que beben buen vino, el bordelés no necesita embriagarse.”
Me gusta que los buenos vinos, como los buenos libros, sigan existiendo. En la etiqueta, en la tradición, en el cható. Pero los libros son inmutables, a no ser por las traducciones. En cambio, nunca tendremos la sensación en el paladar que tuvo Reyes con aquel Château Guiraud, 1914.
Al día de hoy hay una diferencia entre los buenos vinos y los buenos libros, y es que, a precios iguales, la mayoría de la gente prefiere leer un Padre Kino a un Château Pavie; elige beberse un Coelho 1988 antes que un Cervantes 1605.
En el libro de madame Seignobos, Cómo educar a una cocinera, encontré una frase muy sugerente: “El filete más fino se obtiene del centro del solomillo; la punta es demasiado delgada y el talón demasiado fibroso. Debe tener unos tres centímetros de grosor para que sea jugoso; a los cuatro centímetros, el filete se convierte en un chateaubriand”. Si así fueran los talleres literarios: “A las cuatro sesiones se convierte en un Borges”.
También existe el Wellington, el carpaccio, el strogonof y los tournedos alla Rossini. Y muchas cosas alla Toscana.
Maledetti toscani!
He sospechado que el gusto de los personajes literarios por la mesa refleja el de los autores. Pero esta sospecha es cosa mal vista. Nunca hay que confundir personaje y autor. Por ejemplo, uno de los de Umberto Eco en El cementerio de Praga:
Soufflés à la reine, filets de sole à la vénitienne, escalopes de turbot au gratin, selle de mouton purée bretonne… Y como entrantes poulet à la portugaise, o pâté chaud de cailles, u homard à la parisienne, o todo junto, y como plato fuerte, qué sé yo, canetons à la rouennaise u ortolans sur canapés, y como intermedios, aubergines à l’espagnole, asperges en branches, cassolettes princesse… Para el vino, no sabría, quizá Château Margaux, o Château Latour, o Château Lafite, depende de la cosecha. Para rematar, sí, una bombe glacée.
¿Conocía Eco los escalopes de turbot au gratin y lo demás? ¿Le gustaban? ¿Bebía esos Châteaux? ¿Era mera cultura de recetario o de carta de vinos?
Los autores andan siempre sofisticando la cocina francesa.
Pensaba en aquellas cosas porque estoy en Aix-en-Provence. Vengo llegando de un restaurante. Y puedo describir la experiencia.
Como entrada pedimos un assortiment de fromage y foie gras de canard au gewurztraminer. Los platos principales fueron un cuisse de canard confité au miel de thym, así como un daube de boeuf à la provençale, guarnecidos con sendos purées de pomme de terre maison. Todo acompañado con una botella de Cadet de la Bégude 2022.
Haberlo comido y bebido me pareció bien, pero no se me ocurre en qué momento encajaría ese parrafito en alguna de mis novelas… o en alguno de mis artículos. ~
