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Esos líderes que llegaron de lejos ADOLFO HITLER, por Alberto Valero

En síntesis, según el filósofo Ciorán, se trató del caso patológico de un imbécil convencido de sus ideas…

 

El extraño personaje que celebró en enero de 1933 su designación como Canciller en un balcón de la Wilhelmstrasse berlinesa saboreaba el sueño de una meteórica carrera hecho realidad sólo por su audacia y, desde luego, el trauma generado en la nación alemana por la derrota en la Gran Guerra.

Como señaló William Shirer en uno de los mejores análisis, siempre vigente, del Tercer Reich, Adolfo Hitler seguiría siendo hasta el final un extranjero: un austríaco nacido el 20 de abril de 1889 en la aldea de Braunau, lo suficientemente próxima a Baviera como para nutrir la obsesión de la absurdidad de los límites entre aquellos dos pueblos germano parlantes, presuntamente llamados a integrarse en un mismo y único Reich.

Así lo consignó en el mismo inicio de su Mein Kampf, con toda la bilis de quien recordaba sus mocedades en Viena como una pesadilla de pobreza y frustraciones de sus ambiciones artísticas y la repugnancia de compartir la ciudadanía de un Imperio Habsburgo ya agonizante con aquella masa variopinta de checos, serbios, húngaros, rumanos, gitanos y, sobre todo, judíos; como un desclasado, incapaz de echar raíces en la culta capital, que asimiló todos los estúpidos prejuicios de los extremistas alemanes hacia una colectividad mayoritariamente decente y laboriosa.

Es dudoso —escribió Shirer— que algún alemán del norte, de la Cuenca del Rhin, de Prusia Oriental o incluso de Baviera pudiera haber acumulado de experiencia alguna, en su sangre y su mente, la mezcla de ingredientes que impulsaron a Hitler a las alturas que eventualmente alcanzó.

Como afirmó Albert Speer, su ministro mimado, Hitler no fue un visionario sino un hombre del siglo XIX, cuyos primeros éxitos fueron los de un antiguo suboficial desconocedor de las reglas clásicas frente a generales de la antigua escuela y su debilidad fue confundir con el genio esa ignorancia triunfadora.

En síntesis, según el filósofo Ciorán, se trató del caso patológico de un imbécil convencido de sus ideas…

Por ejemplo, de la certeza a que llegó durante sus años en las trincheras de la Gran Guerra de que eran el mundo anglosajón y el capitalismo global y no el comunismo el enemigo principal y —su lógica consecuencia— la necesidad de elevar al pueblo alemán al nivel de sus rivales de Inglaterra y los Estados Unidos.

Y su odio visceral contra la presunta conspiración de la banca internacional para poner al Reich de rodillas en un trabajo paralelo o coincidente con el bolchevismo soviético, controlado igualmente por personalidades judías; vale decir, la alianza contra natura entre el Kremlin y Wall Street; del judaísmo, una «tuberculosis racial» que debía ser erradicada.

Ambas obsesiones que dictaron el rumbo de su política exterior corrieron parejas con la convicción de la propaganda como arma fundamental en la lucha por el electorado local y la hegemonía planetaria, desde un día de primavera de 1919 cuando sus dotes histriónicas atrajeron el interés de las autoridades militares para incorporarlo en las actividades contra los sectores socialistas, comunistas y liberales.

En aquella inmediata posguerra, el antiguo cabo se mantuvo a la expectativa hasta que la reacción de los generales contra las tentativas revolucionarias le sugirió el camino a seguir, tras completar cursos especiales, como pieza del departamento de información militar para penetrar e influir en la sociedad civil y los partidos políticos.

La asignación de infiltrarse en un pequeño grupo de extrema derecha culminó de manera exitosa cuando cautivó al cabecilla con su verborragia y se convirtió en su principal orador público, gracias a las prácticas en su apartamento delante de un espejo, convenciéndole de que “el uso correcto de la propaganda era un verdadero arte”.

Hitler, en resumen, fue el pionero de un estilo propagandístico para implantar unos pocos mitos sencillos con técnicas de repetición que permitieran al líder hacerse con la voluntad de una colectividad —sin importar su grado de desarrollo histórico— como fue el caso del pueblo alemán que siguió ciegamente al mediocre pintamonas austríaco hasta un final apocalíptico.

 

 

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