HistoriaSemblanzas

Esos líderes que llegaron de lejos ATATÜRK, por Alberto Valero

Es indudable que si las relaciones económicas explican la marcha de nuestra civilización no es menos cierto que un conjunto de hechos fortuitos encauzaron siempre a las sacrosantas fuerzas productivas del  marxismo por los senderos más caprichosos, porque, como Oscar Wilde respondió alguna vez a los eruditos, la historia es mera chismografía.

 

Seguramente habría tenido otro desenlace el drama que inauguró la toma de la Bastilla sin el vigor romántico y la capacidad soñadora del aventurero  llegado de una remota isla italiana que Francia anexó apenas cuatro meses antes de su nacimiento, y sin la voluntad de hierro de un pontífice que bien conocía el monstruo por haber vivido en sus entrañas jamás se hubiera comprometido el Vaticano con la libertad de los satélites soviéticos.

Es probable que el Tercer Reich nazi jamás hubiese quedado en los anales como la aberración que fue sin el embeleso de un charlatán obsesionado por sus orígenes austríacos; que otro sería el rostro de México de haber prosperado la aventura colonial de un joven príncipe vienés aficionado a la entomología y, por supuesto, la suerte de la URSS si no hubiera caído en manos de un caudillo cruel venido de los confines asiáticos, cuyas tropas mordieron el polvo en Varsovia a manos de un tenaz estratega ansioso por mantener independiente su Lituania natal; que el perfil de la moderna Turquía sería diferente sin la inspiración laica de su fundador y que Brasil no hubiese accedido de forma tan indolora a la autonomía sin la guía de un monarca portugués refugiado en el coloso amazónico; que la impronta democrática hubiese sido menos profunda en la naciente república judía sin el aliento de una emigrada de facciones cinseladas por las pogromos sufridos en su niñez; y, finalmente, que Rusia no hubiera quemado etapas en su desarrollo carente del impulso de una sensual y ambiciosa soberana que también llegó de lejos…

En resumen, el legado de estos diez personajes parece acreditar la convicción que sin cesar martilleaba el teniente Lawrence a los árabes fatalistas, de que nada está escrito en la historia porque un manantial de sorpresas abonó siempre el rumbo para que la humanidad avanzara desde el comienzo del mundo.  

ATATÜRK

Mustafa Kemal, el padre de la Turquía moderna nació, sin embargo, en Salónica, una ciudad de Grecia que pertenecía en 1881 al decadente Imperio Otomano, cuyas tradiciones obsoletas contribuiría a erradicar el audaz militar y estadista.

La muerte de su padre, un modesto funcionario de aduanas, le obligó muy joven a buscar una manera de vida en las academias militares de Bitola, Macedonia, y en la propia Estambul. A experimentar de primera mano la ola de sublevaciones en aquel rompecabezas imperial administrado con tanta torpeza desde la capital turca, y a sucumbir, como la mayoría de sus compañeros de generación, a un sentimiento patriótico profundamente nacionalista.

Al graduarse, precisamente para abortar esas relaciones fue enviado —con el rango de capitán— a Siria, pero allí fundó la sociedad clandestina Patria y Libertad, para difundir el proyecto de una nación moderna y se afilió al movimiento subversivo de los llamados Jóvenes Turcos que, en 1909, logró derrocar al sultán Abdulhamid II.

Con bravura peleó el joven oficial en 1911 contra Italia y luego en  la Gran Guerra como aliado de Alemania, distinguiéndose en la batalla de Galípoli que frustró la tentativa de invasión de tropas británicas y francesas a los Dardanelos diseñada por Churchill; ganó su generalato en el Cáucaso en combate contra los rusos y tras la derrota en 1918 tuvo que aceptar, con amargura, la ocupación de su país por la coalición vencedora que produjo una ola de agitación nacionalista, sobre todo en las regiones griegas.

El gobierno de Estambul —que colaboraba con las autoridades imperiales— cayó entonces bajo el empuje de la Asamblea Nacional que Mustapha Kemal había creado en la vecina Ankara y logró en los dos años siguientes expulsar a los ocupantes griegos, aprovechando desde luego su conocimiento de primera mano de las gentes del país donde había nacido.

Así, cuando la República fue creada en octubre de 1923, Mustapha Kemal ocupó la presidencia que ejercería hasta su temprana muerte en 1938, instaurando un conjunto de importantes reformas sociales y culturales, como la separación de la religión del Estado, la introducción del alfabeto latino, la abolición de las escuelas coránicas, la sustitución de la sharia por un código civil y el otorgamiento a las mujeres del derecho de voto y de acceso al parlamento.

Ya entonces, el pueblo había comenzado a llamarle Atatürk: el padre de la nación.

El debate académico y político sobre el carácter de la acción kemalista —como una ruptura violenta que por la fuerza impuso modelos extranjeros o más bien la profundización de cambios que ya venían operándose desde los tiempos otomanos bajo el impulso de sectores sociales pro-europeos— explica en buena parte los trastornos institucionales que el país ha conocido desde la misma desaparición del máximo líder a los 57 años de edad.

Y, también, la polarización de sus ciudadanos en torno al papel del Islamismo, aunque la Constitución que él inspiró definiese meridianamente a Turquía como una república laica, para conservar la actividad política al margen de contenidos religiosos.

En el terreno internacional, su política guardó notables coincidencias con la que más tarde asumiría en Francia el general De Gaulle, conciliando una línea dura contra el poderoso partido comunista turco opositor y el mantenimiento de buenas relaciones con todas las naciones, en particular la Unión Soviética, su peligroso vecino, que no fue óbice para otorgar asilo a Leon Trostky, el enemigo jurado de Stalin, durante sus cuatro años de refugio en la isla de Prinkipo.

Fue Atatürk más que un general experimentado, un destacado conductor de hombres, tenaz y resuelto, sediento de gloria, propenso a mostrarse imperioso, cáustico y vengativo pero, así mismo, capaz de actuar con tacto, suavidad y guante de terciopelo cuando las circunstancias lo exigían, escribió Paul Dumont, uno de sus biógrafos.

 

 

Botón volver arriba