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Esos líderes que vinieron de lejos DOM PEDRO I DE BRASIL, por Alberto Valero

En 1972, durante las celebraciones del sesquicentenario de la independencia, los restos de dom Pedro I fueron repatriados al Brasil, conforme con su última voluntad.

 

Eu fico (yo me quedo)… cuando en enero de 1822  dom Pedro de Alcántara Francisco Antonio Joao Carlos Xavier de Paula Miguel Rafael Joaquim José Gonzaga Pascoal Cipriano Serafín —Dom Pedro I para la historia— rechazó en Rio de Janeiro con su famoso desafío la orden de retornar a Lisboa, ignoraba que su gesto cambiaría el curso histórico del Brasil, ahorrándole los penosos avatares que sumieron en la miseria a las demás naciones del continente americano.

La saga había comenzado en 1808 cuando su padre, el rey Juan VI, la familia real y un numeroso séquito estimado hasta en 15 mil personas, debió escapar a la invasión de Napoleón para reconstruir en Río la Corte de Lisboa, en un convoy de 34 navíos bajo protección inglesa, elevando a Brasil al rango de Reino Unido de Portugal y Algarve.

La costumbre del besamanos de dom Juan VI había fascinado a los  notables nativos y una gama de decretos liberalizó el comercio, mientras nuevas instituciones modernizaron el perfil de la antigua capital y, sin embargo, su gestión autoritaria y las dificultades financieras erosionaron su popularidad hasta que la abdicación fue recibida como una segunda independencia.

Allí entró dom Pedro I, el Rey Soldado, designado Emperador el día de diciembre de 1822 cuando cumplía 24 años. Según los biógrafos, inteligente, ingenioso y perspicaz aunque demasiado errático, bullicioso e impulsivo, más aficionado a las actividades físicas, los paseos a caballo y la cacería que al estudio, talentoso en el dibujo y las manualidades, hábil ebanista, aficionado a la música que ejecutaba al piano, la flauta y la guitarra y compositor de buena voz.

Un tipo sencillo que sólo en ocasiones oficiales vestía de protocolo y solía pasear a caballo por las calles de Rio para charlar con los vecinos y piropear a las mujeres —porque era de naturaleza enamorado y hasta tuvo un hijo con una bailarina francesa—  y se disfrazaba de paisano para frecuentar los burdeles y tabernas al pie del Pan de Azúcar.

Así, criado en un ambiente exuberante, no es de extrañar que adoptara la costumbre de acicalarse con esmero y el hábito carioca de bañarse con frecuencia y mirase con desdén e incluso repulsión la perspectiva de retornar a la grisura de Lisboa y, mucho menos, a participar en las intrigas de palacio de su madre, a quien despreciaba por sus infidelidades, que culminarían con el envenenamiento del  monarca a poco de haber recuperado el trono.

Entonces, hasta su propia abdicación en 1831, se condujo como un monarca ilustrado, viajando con regularidad por sus vastos dominios, patrocinando las artes y las letras y maniobrando entre liberales y conservadores para establecer un régimen de alternancia democrática después de batallar política y militarmente con frondas regionales que a menudo le enrostraban su condición de extranjero.

En ese lapso fue víctima de la exacerbada sensualidad que le hizo ceder exageradas cuotas de influencia a su amante, Domitila de Castro; de la lucha familiar por el trono de Portugal, que intentó asegurar para María, su hija mayor, una vez fallecido dom Juan VI, contra la oposición de su madre, su hermano Miguel y tres de sus hermanas, y de la negativa del Parlamento a sus propuestas de abolición de la esclavitud.

Todo ello fue incitándole a retornar a Portugal para defender los derechos de María y aprovechó los desórdenes de abril de 1831 en Rio para abdicar y embarcarse con los suyos con rumbo a Europa, organizar una invasión desde las Azores con mercenarios y figuras del liberalismo portugués y —después de un año de peripecias en que simultáneamente era requerido por una fracción política de Brasil para que recuperase el trono americano— entró victorioso en Lisboa.

No fue, sin embargo, el final de sus angustias porque la Primera Guerra Carlista, que campeaba en la España vecina, le obligó a tomar partido por una de las facciones, al precio de la salud del emperador, que guerreaba ahora con su antiguo título de Duque de Braganza y murió de tuberculosis en septiembre de 1834 en el palacio real de Queluz.

En 1972, durante las celebraciones del sesquicentenario de la independencia, los restos de dom Pedro I fueron repatriados al Brasil, conforme con su última voluntad.

 

 

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