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Espíritus de fango

«Lo peor de este fango es la cobardía, la soldada y traición de los periodistas del régimen. Esos sí que son ‘mala y diabólica ralea’. ¡Y aún se creen progresistas!»

Espíritus de fango
                                               Ilustración de Alejandra Svriz

A lo largo de mi vida académica universitaria, una de las asignaturas que impartí con mayor agrado fue la Historia del periodismo. Es decir, la lucha permanente de la sociedad por la libertad de expresión y manifestación pacífica de las ideas. Y ¿contra quién? Contra la censura impuesta por los dos grandes poderes de occidente: la Iglesia y el Estado. El primero fue perdiendo relevancia con el tiempo, pero el segundo mostró su lado más cruel con los sistemas totalitarios. La historia de la censura, de la libertad de expresión, está ligada indisolublemente al periodismo. Y la imprenta de Gutenberg fue crucial, pero nada comparable con la revolución tecnológica comunicativa que hoy estamos disfrutando o padeciendo. La imprenta, como las redes sociales o el periodismo digital, no fue muy bien recibida. Ya en su muy temprana llegada a nuestro país, en el año 1502, los Reyes Católicos en vez de expresar su alegría y agrado por semejante invención o reinvención (los primeros fueron los chinos solo que estos con tipos móviles de madera muy frágiles; mientras que Gutenberg utilizó los conocimientos que había adquirido en la herrería familiar), publicaron una Pragmática donde directamente se amenazaba a los impresores (por aquel entonces holandeses y alemanes que llevaban por toda Europa imprentas móviles) de que no «osaran» publicar sin licencia tanto del poder religioso como del civil bajo penas gravísimas.

En la misma Francia, los tres últimos reyes antes de la Revolución, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, se emplearon a fondo en poner impedimentos a la libre circulación de libros y publicaciones periódicas impresas. Y ya estábamos metidos en la Ilustración. De nuevo coerción y censura. Y además, en su deriva dictatorial, un paso más allá del absolutismo, quisieron como hoy en día meterse en la vida de las personas mediante códigos del honor. Pero los reyes se encontraron con el poder de una creciente burguesía que se reunía en los cafés, en los salones, en las Logias masónicas, en las sociedades y clubs y en las librerías y bibliotecas privadas. Habermas denominó todo este movimiento ciudadano como una nueva esfera pública. Lo mismo que hoy podríamos considerar a los diversos medios y formas de comunicación. Nunca nada a lo largo de la historia ha impedido el desarrollo de la opinión pública libre. Tardó siglos, eso sí, pero ahí está y no va a ser Pedro Sánchez quien cambie este rumbo. Como escribe el Premio Nobel de Literatura, J.M. Coetzce, en su libro Contra la censura, en el capítulo titulado «Salir de la censura», «Los paranoicos se comportan como si el ambiente estuviera repleto de mensajes codificados que se burlan de ellos o traman su destrucción. La paranoia es la patología de los regímenes inseguros y, en particular, de las dictaduras». Todas las inventivas persecutorias ya fueron utilizadas a lo largo de los siglos. Por ejemplo, la tortura y el ahogamiento económico.

Y la Iglesia fue muy avanzada en estos menesteres. Pio V publicó la Constitutio contra scribentes et dictantes monita. En la misma se especificaba claramente cuáles eran las penas contra los menanti, novellanti, rapportisti y gazettanti, que por aquellos tiempos eran los nombres tan rimbombantes que teníamos los periodistas. Los castigos consistían en cortar una o las dos manos, arrancar la lengua, cortar las orejas o la nariz, colgarle un letrero deshonroso y pasearlo por toda la ciudad. Y, evidentemente también, la ejecución. Otra encíclica calificaba a los periodistas y escritores en general como Pestiferi Uomini. Sinceramente, a pesar del odio que este gobierno manifiesta hacia la prensa opositora, no veo al Presidente vestido de negro-verdugo, ejecutando semejantes penas en la Puerta del Sol ante su tan querida fábrica del fango. Menéndez Pelayo, uno de los escritores más críticos contra el periodismo, en su Historia de los heterodoxos españoles, calificaba a los periodistas como «mala y diabólica ralea». Y añadía: «… para levantar del polvo y servir de cascabel a osadas medianías y ESPÍRITUS DE FANGO, dignos de remover tal cloaca». Como se ve, no hace falta recurrir a Umberto Eco para buscar el origen monclovita de esta palabra tan de moda. Hay una cosa buena en la misma, al menos no es una palabra inglesa vergonzosamente adoptada por nuestra masa ignorante y despreciativa hacia su propio idioma. FANGO proviene de fang, una palabra de origen germánico.

Contra la libertad de expresión se intentó todo y, a veces, con éxito, pero solo un éxito temporal. En España existió la censura previa, el depósito económico, las licencias, los Consejos y Juzgados de Imprenta, hasta la prohibición total. Sánchez en esto tampoco innova nada. La Constitución de Cádiz pareció enmendarlo todo, pero a la larga no fue así, aunque abrió un camino esencial. Sin la libertad de expresión, venía a decir, el pueblo carecería de educación y cultura, provocando un gran retraso en el concierto de las sociedades europeas. La Constitución norteamericana, La Declaración de derechos del hombre y un sinfín de normas e instituciones internacionales más contemporáneas han reiterado este elemento esencial en el desarrollo de las democracias. «Que la primera de vuestras leyes consagre para siempre la libertad de la prensa, la libertad más inviolable, la más ilimitada, la libertad sin la cual no serán jamás conseguidas las otras», ya había escrito Milton en su Aeropagítica del año 1644.

«Hoy se intenta lo mismo. Autócratas, tiranos y dictadores están en las listas negras contra la libertad de expresión»

La persecución económica a la prensa siempre fue un recurso de primera mano. En el año 1834, Martínez de la Rosa, escritor, Presidente del Consejo de Ministros, promovió el Estatuto Real, un texto moderadamente liberal. Para la prensa exigía un depósito previo de veinte mil reales (en Madrid, la mitad en provincias), así como al editor de la cabecera le pedía también una fianza o depósito previo bastante alto, así como que su renta personal anual sobrepasara los doce mil reales de bienes propios. Larra con su ironía magistral escribió que muchas talegas juntas hacían maravillas en el periodismo. Había libertad de prensa, pero a qué precio. Hoy se intenta lo mismo. Autócratas, tiranos y dictadores están en las listas negras contra la libertad de expresión. Quizás Pedro Sánchez quiera ocupar un lugar destacado en este archivo de la ignominia y la infamia. Manuel Azaña también se equivocó con su Ley de defensa de la República. El mal hacer periodístico está regulado en el código penal y demás leyes. Recúrrase a él como siempre se ha hecho en nuestra democracia.

En nuestros días la guerra contra la Libertad de expresión y pensamiento ha sido diseñada para producir un miedo que nuble la razón, intensificando las emociones y haciéndolo todo más fácil para los políticos demagogos que quieren imponerse al margen de la separación de poderes. La prensa, una vez más, tendrá que resistir. Larra, Umbral y tantos otros lo hicieron. Trabajar bajo censura es como vivir en intimidad con alguien que no te quiere. Un tirano se siente siempre aludido. Incluso si estuviéramos aquí narrando una fábula. ¡Todos los periodistas a la cárcel! Pero si hasta los independentistas catalanes la disfrutaron como un hotel de cinco estrellas. Además, malo será que luego el Tribunal Constitucional, que sirve para un roto y un descosido, no nos indulte o amnistíe a todos. De no hacerlo sufriríamos otra discriminación más. Pero lo peor de este fango es la cobardía, la soldada y traición de los periodistas del régimen. Esos sí que son «mala y diabólica ralea». ¡Y aún se creen progresistas! ¿Quién les regaló el título? ¿La catedrática Begoña Gómez? Siempre hubo colaboracionistas. Allá ellos con su dignidad futura.

 

César Antonio Molina

Es licenciado en Derecho y Ciencias de la Información. Doctor en Literatura. Fue profesor de Teoría y Crítica Literaria en la Universidad Complutense de Madrid y de Humanidades en la Carlos III. Ha sido también profesor invitado en distintas universidades americanas y europeas. Fue director adjunto de Diario 16, director del Círculo de Bellas Artes, del Instituto Cervantes, de la Casa del Lector, así como ministro de Cultura. Doctor honoris causa por la Universidad de Nápoles La Orientale. Entre otras distinciones es Caballero de las Artes y las Letras por la República Francesa. Sus últimos libros publicados son La caza de los intelectuales, Las democracias suicidas, Qué bello será vivir sin cultura y Qué hacemos con los humanos.

 

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