Estado ausente
En el año 1520, un Papa y un futuro Papa, cabezas máximas de la florentina casa Medici, encargan al mejor preparado de los diplomáticos toscanos un informe técnico que dé razón de las manifiestas –y paradójicas– fragilidades del régimen de gobierno que, con preocupantes bandazos, ha ido rigiendo la próspera Florencia renacentista. Niccolò Machiavelli, el elegido para hacer esa diagnosis, está en la plenitud de su edad madura, 51 años. No parece que ni al cardenal ni al Papa les moleste contratar al hombre a quien los Medici encarcelaran y represaliaran en 1512. Y a quien han mantenido en el ostracismo durante los siete años siguientes. Maquiavelo es el más competente para el encargo. Es lo que cuenta.
Dos personajes menos inteligentes que León X y que el cardenal Giulio de Medici, futuro Clemente VII, hubieran reaccionado mal ante su minucioso y frío memorándum. Porque Maquiavelo concluye que ha sido el éxito de los dos grandes gobernantes Medici, Cosme y Lorenzo, la verdadera causa de la fragilidad del régimen tras ellos: la brillantez de las personas al mando eximió a la Ciudad de poner en pie ese artefacto anónimo llamado Estado, sin el cual no hay poder que logre perseverar en el tiempo. Los hombres mueren. Si la República queda fiada a sus personas, morirá con ellos. Eso le pasó a Florencia: tras los mejores, la nada.
La lección de Maquiavelo ha vuelto a mí en estos días, en los cuales cualquiera puede constatar hasta qué punto en España se ha disuelto el Estado. Pero, ¿hubo Estado aquí, completo y en sentido propio? Me temo que es dudoso. El Estado es un autómata complejísimo, el conjunto de cuyos engranajes debe funcionar, unánime, con perfecta indiferencia de quién sea el gobernante. Y el deslumbramiento ante concretos hombres de poder es el síntoma que anticipa la caída del sistema completo en el vacío: los grandes nombres encubren lo frágil de las instituciones.
Es una más de las herencias del franquismo: la delegación colectiva en la voluntad de un hombre al que se dota de atributos providenciales. Su inercia pervivió al dictador: se prolongó primero en Adolfo Suárez, cuyo improvisado partido salió de escena con él; continuó con un Felipe González que llegó tal vez a creerse reencarnación de Franco y que dejó al centenario PSOE hecho unos zorros; fue magnificada por el José María Aznar cuyo éxito desembocó en la nada de Rodríguez Zapatero; le dio forma sesteante este Mariano Rajoy que, de éxito económico en éxito económico, desemboca ahora, no ya en la extinción de su partido, sino, más que verosímilmente, en la del mismo Estado, de la nación tal vez: con España a un milímetro de la fractura.
Hay un sujeto ausente en la España contemporánea: el Estado. Ningún hombre providencial puede suplir esa ausencia. Ningún partido. Alzar ese Estado anónimo, que aquí no existe, es hoy la exigencia primera. La única. Pasa por un abandono de los protagonismos personales y de partido. Y fuerza a afrontar la tarea común: o Estado o nada.
Gabriel Albiac Articulista de Opinión