Estados Unidos no es el imperio romano
Al acercarse las elecciones al Congreso de Estados Unidos, las cuestiones relacionadas con la salud de sus instituciones políticas y con el futuro de su liderazgo mundial se han disparado y algunos citan el bloqueo partidista al que ha llegado la actividad legislativa como una prueba de la decadencia del país. Pero ¿es de verdad tan mala la situación?
Según la politóloga Sarah Binder, la divisoria ideológica entre los dos principales partidos políticos de Estados Unidos no había sido tan grande como ahora desde el final del siglo XIX. Sin embargo, pese a su actual estancamiento, la 111º legislatura del Congreso ha logrado aprobar un importante estímulo fiscal, una reforma del sistema sanitario, una reglamentación financiera, un tratado de control de armamentos y una revisión de la política militar respecto a la homosexualidad. Es evidente que no se puede dar por acabado el sistema político de Estados Unidos (en particular, si el estancamiento es cíclico).
Aun así, el Congreso actual adolece de una escasa capacidad legislativa. Aunque la coherencia ideológica se ha más que duplicado en los dos últimos decenios, pasando del 10% al 21% del público, la mayoría de los americanos no tiene opiniones uniformemente conservadoras o progresistas y quiere que sus representantes adopten soluciones de consenso. Sin embargo, los partidos políticos se han vuelto más coherentemente ideológicos desde la década de los setenta.
No se trata de un problema nuevo en Estados Unidos, cuya Constitución está basada en la concepción liberal propia del siglo XVIII de que se debe controlar el poder fragmentándolo y estableciendo un sistema de controles y equilibrios compensatorios, por lo que el presidente y el Congreso se ven obligados a competir por el control en sectores como el de la política exterior. Dicho de otro modo, el Gobierno de Estados Unidos fue concebido para ser ineficiente. Ese diseño tenía como finalidad velar para que no resultara fácil que el poder ejecutivo se convirtiera en una amenaza para la libertad de sus ciudadanos.
Es probable que la ineficiencia haya contribuido al declive de la confianza en las instituciones americanas. Actualmente menos de una quinta parte del público confía en que el Gobierno federal acierte la mayor parte del tiempo, frente a las tres cuartas partes que sí lo hacían en 1964. Naturalmente, esas cifras aumentaron ocasionalmente durante ese último periodo como, por ejemplo, después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, pero el declive general es considerable. El Gobierno federal no está solo. En las últimos décadas, la confianza pública en muchas instituciones influyentes se ha desplomado. Entre 1964 y 1997, el porcentaje de americanos que confiaban en las universidades disminuyó del 61% al 30%, mientras que la confianza en las empresas más importantes pasó del 55% al 21%. La confianza en las instituciones médicas disminuyó del 73% al 29% y, en el periodismo, del 29% al 14%. A lo largo del último decenio, la confianza en las instituciones educativas y en el Ejército se ha ido recuperando, pero la confianza en Wall Street y en las grandes empresas ha continuado su caída.
Sin embargo, esas cifras aparentemente alarmantes pueden ser engañosas. En realidad, el 82% de los americanos sigue considerando Estados Unidos como el mejor lugar del mundo para vivir y el 90% aprecia su sistema democrático de gobierno. Los americanos pueden no estar del todo satisfechos con sus dirigentes, pero, desde luego, el país no está al borde de ninguna revolución del estilo de la primavera árabe.
Además, aunque la política de partidos ha llegado a estar más polarizada en los últimas decenios, ese fenómeno tuvo lugar a partir de la década de los cincuenta y los primeros años sesenta, cuando la salida de la Gran Depresión y la victoria en la II Guerra Mundial impulsaron en un grado poco habitual la confianza en las instituciones del país. En realidad, el más pronunciado descenso de la confianza pública en el Gobierno se produjo a finales de la década de los setenta y comienzos de los años setenta.
Por otro lado, la disminución de la confianza en el Gobierno no ha ido acompañada de cambios importantes en el comportamiento de los ciudadanos. Por ejemplo, la Agencia Tributaria figura entre las instituciones gubernamentales que inspiran menos confianza pública; sin embargo, no ha habido un importante aumento de la evasión fiscal. En materia de control de la corrupción, Estados Unidos aún está clasificados en el percentil del 90% y, aunque las tasas de participación en las elecciones presidenciales descendieron del 62% al 50% en la segunda mitad del siglo XX, se estabilizaron en 2000 y aumentaron al 58% en 2012.
La pérdida de confianza que han expresado los americanos puede deberse a un cambio más profundo en las actitudes de la población respecto al individualismo, que ha provocado una menor deferencia para con la autoridad. De hecho, la mayoría de las sociedades posmodernas presenta orientaciones similares.
Es probable que ese cambio no influya en la eficacia de las instituciones de Estados Unidos tanto como se podría pensar, dado el sistema federal descentralizado del país. En realidad, el estancamiento en la capital de la nación va acompañado con frecuencia de cooperación e innovación políticas en los niveles estatal y municipal, con lo que los ciudadanos tienen una opinión de las administraciones estatales y locales —y de muchos organismos gubernamentales— mucho más favorable que la que tienen del Gobierno federal.
Ese planteamiento de la gestión de los asuntos públicos ha tenido profundas repercusiones en la mentalidad del pueblo estadounidense. Un estudio de 2002 indicó que tres cuartas partes de la población del país se siente vinculada a sus comunidades y consideran excelente o buena su calidad de vida y casi la mitad de los adultos participan en un grupo o una actividad cívicos.
Se trata de una buena noticia para Estados Unidos, lo que no significa que sus dirigentes puedan seguir desatendiendo los defectos del sistema político, como, por ejemplo, las modificaciones de los límites de los distritos electorales para obtener escaños seguros en la Cámara de Representantes y los procesos obstruccionistas en el Senado. Está por ver si se podrán superar semejantes causas de estancamiento y hay razones legítimas para dudar de la capacidad de Estados Unidos de seguir conservando su condición de hiperpotencia, una de cuyas causas importantes es el ascenso de otras economías grandes.
Pero, como observa David Forum, autor conservador, a lo largo de las dos últimas décadas Estados Unidos ha experimentado un rápido descenso de la delincuencia, de las víctimas mortales en accidentes automovilísticos, del consumo de alcohol y tabaco y de las emisiones de dióxido de azufre y de óxido de nitrógeno, que causan la lluvia ácida, al tiempo que han encabezado la revolución desencadenada por Internet. En vista de ello, las siniestras comparaciones con la decadencia de Roma, pongamos por caso, sencillamente no están justificadas.
Joseph S. Nye, Jr., es profesor en Harvard y el autor de Presidential leadership and the creation of the american era (La dirección presidencial y la creación de la era americana).