Federico Vegas: A Caracas, en el mes más cruel
T.S. Eliot comienza su poema, La Tierra baldía, con unas estrofas que nos resultarán familiares:
Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
No suelen celebrarse en nuestro valle las lilas ni las primaveras, pero sí sufrimos en carne propia los recuerdos y anhelos de una tierra que muere y nos atormenta el triste palpitar de esas inertes raíces que quieren despertar. No quiero ahora buscar culpables para el lamentable estado del cielo de Caracas, pero sí proponer su estancamiento como una metáfora de pavorosa elocuencia del apestoso gobierno que se cierne sobre nosotros. Lo cierto es que la política se nos va haciendo una historia sin futuro y la historia una geografía donde “aquel que estaba vivo ahora está muerto, y nosotros que vivíamos ahora estamos muriendo, con un poco de paciencia”.
El recuento que hace Eliot es devastador. Se pregunta y se contesta:
¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo; tu sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela
y la piedra seca no ofrece el rumor del agua.
Pero ahora que miramos a nuestros cielos con tanta atención, no quisiera hablar de descensos sino de ascensos, y en la aventura de ascender partiendo de nuestro valle nadie le ha ganado en visiones y primacía a Alejandro Humboldt. Voy a retomar viejas notas y un texto que escribí hace dos décadas para adentrarme en su capacidad de explorar, de prefigurar.
En su Viaje a las regiones equinocciales nos cuenta de su llegada a Caracas, una ciudad con “bienestar, jovialidad franca, cordialidad, cortesía y buenos modales”. Al mismo tiempo, le resultó evidente que en ella se avecinaban grandes cambios. En 1800, justo entre dos siglos, Humboldt advirtió un conflicto creciente entre dos generaciones:
“La una, que es al fin poco numerosa, conserva una viva adhesión a los antiguos usos, a la simplicidad de las costumbres, a la moderación en los deseos. Sólo vive en las imágenes del pasado. Le parece que la América es propiedad de sus antepasados que la conquistaron y, porque detesta eso que llaman la ilustración del siglo, conserva con cuidado como una parte de su patrimonio sus prejuicios hereditarios. La otra, ocupándose menos aún del presente que del porvenir, posee una inclinación, irreflexiva a menudo, por hábitos e ideas nuevas.”
En tiempos de la visita de Humboldt lo más notorio de Caracas no eran su arquitectura y urbanismo, sino la riqueza de su actividad agrícola y la efervescencia de nuevas ideas que esta misma riqueza favorecía. Era un auge que no se plasmaba en lujosos edificios. Había faltado tiempo para que la producción de café y cacao transformara una ciudad que había comenzado siendo de las más pobres de América y ahora comenzaban a estar entre las más ricas. Las dimensiones de sus plazas, calles, iglesias y casas no eran las de un escenario grandioso e impactante; la prosperidad se evidenciaba mejor en los muebles y las bibliotecas, en trajes de fiesta, en tiempo para largos viajes, en la música y en el campo, y, por supuesto, en un creciente espíritu de independencia.
La Silla de Caracas y el Pico Oriental
Revisemos un fragmento del capítulo XII del libro de Humboldt, titulado Mirada general sobre las provincias de Venezuela. Diversidad de sus intereses. Ciudad y valle de Caracas, donde describe su ascenso a la Silla de Caracas. Humboldt es un explorador tan apasionado como sabio, capaz de ver lo que otros han tenido ante sus ojos sin advertirlo. Su descripción del valle es la más global y conmovedora que jamás he leído:
“La poca extensión del valle y la proximidad de los altos montes del Ávila y la Silla dan a la posición de Caracas un carácter tétrico y severo, sobre todo en esta parte del año en que reina la temperatura más fresca, o sea en los meses de noviembre y diciembre. Las mañanas son entonces de gran belleza; en un cielo puro y sereno se ven patentes las dos cúpulas o pirámides redondeadas de La Silla y la cresta dentada del cerro del Ávila, mas por la tarde la atmósfera se carga, las montañas se empañan; regueros de vapor se ven suspendidos sobre sus cuestas siempre verdes y las dividen en zonas superpuestas entre si. Poco a poco se confunden estas zonas, y el aire frío que desciende de La Silla se sedimenta en el valle y condensa los vapores ligeros en grandes nubes espesas. Estas nubes se ciernen a menudo mas abajo de la cruz de la Guaira, y se las ve avanzar rasando la tierra, hacia la Pastora de Caracas y el cuartel cercano a la Trinidad.”
Humboldt se extraña de que a ningún caraqueño se le haya ocurrido subir al tope a una montaña tan determinante:
“En una región que presenta aspectos tan arrobadores, en una época en que, a pesar de las tentativas de un movimiento popular, la mayoría de los habitantes sólo dirigían sus pensamientos a asuntos de interés físico, como la fertilidad del año, las largas sequías, el conflicto de los vientos de Petare y Catia, yo creía que se debía encontrar muchas personas que conociesen a fondo los altos montes circundantes. No se cumplieron mis esperanzas y no pudimos descubrir en Caracas un solo hombre que hubiese llegado a la cumbre de la Silla.”
Algunos caraqueños lo acompañan, pero por poco tiempo. No entienden el propósito de tanto esfuerzo:
“Esta subida, más fatigosa que arriesgada, desalentó a las personas que nos habían acompañado desde la ciudad, que no estaban acostumbrados a escalar sus montañas. Mucho tiempo perdimos aguardándolas, y resolvimos continuar solos nuestro camino cuando las vimos a todas descender la montaña en vez de escalarla.”
Parece que quienes se devolvieron se llevaron también el agua, pero Humboldt y Bonpland finalmente alcanzaron su meta:
“Llegados a la cumbre, gozamos, aunque solamente por pocos minutos, de la completa serenidad del cielo. Abrazaban nuestras miradas una vasta extensión del país […] Un país sin población se presenta al habitante de la Europa cultivada como una ciudad abandonada por sus habitantes. Cuando se ha vivido por varios años en las selvas de las regiones bajas o en las faldas de las cordilleras americanas, ya no nos asusta una vasta soledad. Uno se acostumbra a la idea de un mundo que no sustenta sino plantas y animales […] En momentos en que examinábamos con un catalejo la parte del mar cuyo horizonte estaba bien determinado y la cordillera de montes de Ocumare tras la cual empieza el mundo desconocido del Orinoco y el Amazonas, una bruma espesa se levantó de las llanuras hacia las regiones altas, colmando el fondo del valle de Caracas. Los vapores, iluminados por arriba, tenían un color uniforme de un blanco lechoso. Aparecía el valle como lleno de agua, y se hubiera tomado por una brazo de mar cuya ribera escarpada formaban las montañas adyacentes […] Es concebible que el valle de Caracas haya podido ser antiguamente un lago interior, antes que el río Guaire se hubiese abierto paso al Este, cerca de Caurimare.”
Luego de un brevísimo descanso llega la hora del descenso:
“Hubiera sido imprudencia permanecer por más tiempo en esa bruma espesa a orillas de un precipicio de siete a ocho mil pies de profundidad […] Poco a poco había desaparecido la bruma. Las luces esparcidas que vimos debajo de nosotros nos causaron una doble ilusión. Las escarpaduras parecían más peligrosas aún de lo que eran, y durante seis horas de continua bajada creíamos estar siempre cerca de las haciendas. No llegamos sino a las 10 de la noche al fondo del valle, muertos de fatiga y de sed. Habíamos andado durante 15 horas casi sin interrupción.”
Después de tanta geografía, Humboldt analiza el porvenir de los indolentes compañeros que lo aguardan en la quebrada de Chacaíto:
“Los caraqueños acababan de escapar del peligro de que se habían creído amenazados con el levantamiento proyectado por José María España. Esta osada tentativa tuvo consecuencias tanto más graves, cuanto en vez de buscar en lo profundo las verdaderas causas del descontento popular, se creyó salvar la metrópoli empleando sólo medios de rigor.”
Y entonces se pregunta qué impide a estos hombres “abrazar la causa de la independencia o aspirar al establecimiento de un gobierno local y representativo.” Concluye que este anhelo “no aventaja lo bastante el amor al reposo y los hábitos de una vida indolente, para comprometerlos a largos y laboriosos sacrificios.” En unos privan los “intereses de familia, el deseo de una tranquilidad ininterrumpida, el temor de lanzarse a una empresa que puede fracasar.” Otros, no reaccionan “por miedo a todos los medios violentos y se lisonjean de que reformas lentas podrán hacer menos opresivo el régimen colonial”. Hay incluso quienes prefieren “ser privados de ciertos derechos que compartirlos con los demás; y aún preferirían una dominación extranjera a la autoridad ejercida por americanos de una casta inferior; abominan toda constitución fundada en la igualdad de derechos”. Por último están quienes “gozan de esa libertad que hay, bajo los gobiernos más vejatorios, en un país cuya población está diseminada y, no aspirando por sí mismos a los puestos, los ven con indiferencia ocupados por hombres cuyo nombre les es casi desconocido y cuyo poder no les alcanza”.
Veamos cuál es su diagnóstico y recomendación:
“La quietud ha sido el resultado del hábito, de la preponderancia de algunas familias poderosas, y, sobre todo, del equilibrio que se establece entre fuerzas hostiles. Una seguridad fundada en la desunión ha de ser conmovida por una masa de hombres que olviden por algún tiempo sus enconos individuales, y se reúnan a merced del sentimiento del común interés. Este sentimiento, una vez despertado, se fortifica con la resistencia, y con el progreso de la ilustración y el cambio de las costumbres disminuyen la influencia del hábito y de las ideas añejas.”
Estaban por llegar los años de Miranda, de Bolívar y Sucre. Humboldt los presiente:
“Cuando esta inclinación se halla acompañada del amor por una instrucción sólida, cuando se refrena y se dirige a merced de una razón fuerte e instruida, sus efectos resultan útiles para la sociedad.”
Alejandro no previó las tragedias que acompañarían a semejantes hazañas. Era imposible penetrar más en nuestro futuro, a las secuencias de heroísmos y desidias que seguirían sucediéndose, a las sucesivas vueltas del destino que traerían democracias felices e infelices, dictaduras descaradas o disfrazadas.
Describir nuestra actual situación no es fácil. Ya futuros historiadores encontrarán los verbos y los calificativos que nos definan. Espero que acierten y no les tiemble el pulso. Sugiero que somos una extraña colonia sostenida con gritos de independencia y mantenida por una mafia indigesta de poder y dinero, bien capaz de acabar hasta con su propio cielo. Más daño le ha hecho Venezuela al socialismo que el socialismo a Venezuela.
Ante tal amenaza, bajemos a esta tierra nuestra donde están por despertar las raíces y los anhelos, utilizando el ejemplo de Francesco Petrarca, quien supo elevarse y regresar a los predios de su alma.
Dicen que el Renacimiento comenzó en 1336, cuando Petrarca subió al Monte de Los Vientos inspirado por el puro placer de disfrutar una vista maravillosa. No encontró un solo amigo que lo acompañara y se decidió por su hermano. Una vez que alcanzó la cumbre y creyó ver todas las regiones de Italia, se sentó en una roca, abrió al azar un pequeño libro, Las Confesiones de San Agustín, y le leyó a su hermano un fragmento:
“Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos.”
Petrarca no habló más y bajó en silencio hasta llegar a la posada de donde había partido antes de la madrugada. Esa noche se fue a un rincón y le escribió una carta a su confesor. Estas son las últimas líneas:
“Así, ve, mi querido padre, cómo no quiero ocultar a tus ojos nada en mí, pues desvelo escrupulosamente no sólo mi vida entera, sino también cada uno de mis pensamientos. Reza, te lo ruego, por ellos, para que errabundos e inestables como han sido durante un largo tiempo, encuentren alguna vez reposo y, habiendo oscilado inútilmente de aquí para allá, se dirijan al único bien, verdadero, cierto e inmutable.”