Federico Vegas: Las señales perdidas
Kanadakuni, Alto Caura. Fotografía de Mariapía Bevilacqua
Para entrar en calor, o en un frío que nos sacuda, los invito a compartir las primeras tres estrofas de un poema de Wislawa Szymborska, “Vista con grano de arena”:
Lo llamamos grano de arena.
Pero él no se llama a sí mismo ni grano ni arena.
Prescinde de nombre
común, individual,
fugaz, duradero,
erróneo o adecuado.
Indiferente a nuestra mirada, al tacto.
No se siente ni visto ni tocado.
Y si cae en el alféizar de la ventana
la vivencia es nuestra, no suya.
A él tanto le da donde caer
sin la certeza de estar cayendo
o de haber caído ya.
Desde la ventana hay una bella vista sobre el lago,
pero esta vista no es capaz de verse a sí misma.
Incolora, informe,
inaudible, inodora
e indolora vive en este mundo.
Al leer “Vista con grano de arena” sentí una soledad desconocida, como si me distanciara de mis propios sentidos. Me estremece pensar que la naturaleza no comparta con nosotros los sentimientos que ella nos inspira, que todas nuestras apropiaciones sean solo confabulaciones impuestas por nuestra imaginación o frutos de viejas costumbres y conveniencias.
En medio de esta aislada desolación, recordé una conversación con Mariapía Bevilaqua en sus oficinas de ACOANA (Asociación Venezolana para la Conservación de Áreas Naturales).
Cuando visité a Mariapía hace un par de años, ya se estaba fermentado en mi interior una maluca angustia ante el aislamiento y falta de conexión con una Venezuela que va perdiendo sentido, y había visitado a mi amiga buscando esa naturaleza fantástica y ancestral cuya historia se remonta más allá del descubrimiento. Mariapía trabaja en el Escudo Guayanés investigando su biodiversidad y cómo protegerla, y yo necesitaba hablar sobre los inicios y primeros contactos del hombre con nuestra tierra, una certidumbre milenaria, distante de una plaga que todo lo corrompe y desvirtúa. La reciente lectura del poema de Wislawa despertó ese recuerdo y me ha obligado a intentar este ensayo.
Toma tiempo comprender la inmensidad temporal y espacial del Escudo Guayanés. A lo milenario lo suponemos reducido y no resulta fácil asimilar que una de las zonas geológicamente más antiguas del planeta cubra inmensas extensiones de Venezuela, Colombia, Brasil y las tres Guayanas. Sus límites son el río Orinoco al norte, el Atlántico al oeste y la selva amazónica al sur. En las sacudidas que formaron los relieves de nuestra esfera, tomaron forma los levantamientos y pliegues que dieron origen a esas majestuosas mesetas que se elevan súbitamente con pendientes verticales. Todo allí parece preceder al diluvio, incluso a la prehistoria, y nos resulta escenográfico, como diseñado para sorprendernos por unos gigantes alucinados. Razón tenían los pemones al llamarlo tepuyes, “moradas de los dioses” (los montes de los dioses griegos lucen racionales y comedidos frente a los nuestros). Y aún no hemos hablado de los ríos, de sus cañones y sus saltos de agua. Es una de las regiones con la más grande foresta tropical inalterada del mundo y de mayor biodiversidad. Este despliegue de adjetivos superlativos incluye una amenaza que está desatando una voracidad incontrolable: las riquezas minerales.
En el primer encuentro con Mariapía tocamos el tema de los cambios climáticos y le pregunté si los indígenas han sentido estos cambios y se han adaptado a ellos. Me explicó que desde hace años se ha dedicado a responder esta interrogante, centrando su trabajo en los pueblos Ye ́kwana y Sanema que viven en la cuenca del río Caura. A continuación me asomó a la inmensidad de señales que se dan en el Escudo Guayanés. La aparición de bachacos volando en el bosque anuncia que habrá una inundación en unos dos o tres días, pero si los bachacos caminan en fila india sobre la tierra lloverá esa misma noche. El canto del tucán y los coros de araguatos más que anunciar la lluvia parecen invocarla, y casi siempre lo logran. El zorro cangrejero maneja otro registro, pues sus cantos nocturnos significan que el día siguiente será soleado. Con los cambios climáticos esos signos ya no resultan tan confiables y los araguatos, el tucán y el zorro cangrejero andan bastante desconcertados, como artistas que van perdiendo audiencia o magos a los que no salen sus trucos.
Esa tarde Mariapía me mostró unas láminas que me deslumbraron. Trabajando con los diversos consejos de Ancianos que viven en los altos del río Caura, ha comenzado a definir esos signos de la naturaleza que han regido por siglos los ritos y los ciclos del trabajo (cuándo se tala, cuándo se quema el conuco, cuándo se pesca y se caza), creando una base de datos para observar las variaciones. Las láminas incluyen gráficos, rutas, porcentajes, fotografías y dibujos que identifican a los protagonistas. Hay que ser meticuloso: así como no todos los hongos son comestibles, no todas las chicharras anuncian la llegada de las lluvias. El trabajo incluye, por cierto, grabaciones de los diferentes cantos de las diferentes familias de chicharras, esos sonsonetes obsesivos omnipresentes en mi infancia, pero que no he vuelto a escuchar en Caracas (y no hablo de las luciérnagas para no caer en sentimentalismos).
Más que el valor científico de las láminas, me interesó la belleza de estas conexiones entre la biología y el arte. El crítico e historiador suizo Heinrich Wölfflin (1843-1945) explicó cómo el arte clásico legitimaba sus proporciones y sus formas estudiando la racionalidad de la naturaleza, y nos ofreció una hermosa invitación: “La naturaleza nos ofrece el privilegio de participar en una existencia más amplia y más pura”. Eso es justo lo que estoy necesitando, buscando.
Los ancianos de la cuenca del río Caura dicen que los jóvenes ya no perciben las señales de la naturaleza (los zooindicadores y fitoindicadores) o simplemente las ignoran. El caruto, un árbol que se encarga con sus flores de anunciar el inicio del calendario agrícola, va dejando de ser una referencia y se ha vuelto un mero exhibicionista.
Este tipo de gradual olvido, indiferencia o amnesia, tiene tiempo ocurriendo en las ciudades. Aunque Caracas es una ciudad frondosa, muchos de sus hijos ignoran el nombre de sus mejores árboles. Mi padre los conocía todos y al nombrarlos parecía estar saludando viejos amigos. El sabio dicho: “el pájaro se conoce por la cagada”, para mi padre no era un gracioso juego de palabras, sino una fórmula de conocimiento.
Hay también desconcertantes cambios en los mensajes lejanos y universales que nos ofrece la bóveda celeste. La palabra “templo” viene de “contemplar”, y para los indígenas que conviven con el cosmos y leen en las estrellas la llegada de las estaciones, no ha sido fácil aceptar la aparición de nuevos cometas y estrellas fugaces. John Keats expresa en un poema su perturbadora impresión al leer una traducción de Homero: “entonces me sentí como un observador de los cielos cuando un nuevo astro se desliza ante su visión”. Al menos Keats sabe lo que tiene en sus manos; a los habitantes del Caura les tomaría tiempo asumir que enfrentaban algo llamado satélite. Borges, de quien he tomado el ejemplo de Keats, también nos recuerda que el verbo “considerar” una vez significó: “Mirar juntos las estrellas”.
En Caracas también costó comprender estas nuevas órbitas que comenzaron a surcar las noches. Hace medio siglo mi padre me contó su conversación con un jardinero que empezaba a trabajar muy temprano.
—Arquitecto, ¿usted vio el satélite?
—No. Dicen que para verlo hay que levantarse antes del amanecer.
—Cuando yo arranco a trabajar aún está oscuro y por los cerros de Petare veo que se levanta el satélite. Va subiendo, subiendo, huyéndole al sol naciente, hasta que llegando al oeste lo agarran las brisas de Catia y se va serenito…
Los ancianos en la cuenca del Caura siguen siendo consultados, pero sobre otros temas. Como son de poco dormir, se levantan de primeros y, a falta de periódicos y radio, se cuentan sus sueños, una ceremonia que abre rutas a la exploración de lo real y lo invisible, a la comprensión de los miedos y las certezas, a la preservación de lo mitológico, a la convivencia con propios y extraños. Está práctica cotidiana los convierte en expertos y cuando, una hora más tarde, los menos viejos van apareciendo, cuentan lo soñado y buscan orientación. Mariapía cuenta que para dar los buenos días los ancianos preguntan: “¿Soñaste?”, y les está agradecida por más de un presagio y el bienestar de varias terapias mañaneras.
Las predicciones son cada vez más vacilantes. El invierno se ha vuelto torrencial y más fuertes los vientos. Las lluvias pueden aparecer en pleno verano e impiden que se seque la madera talada para el nuevo conuco. Al no poder quemarla, no cuentan con el aporte de cenizas que servirán de fertilizante. Mariapía ha anotado frases que ilustran la aprensión que producen estos cambios:
“Las lluvias tumbaron las flores de los mangos y este año no tendrán fruta”.
“Nos quedamos sin conuco. Hasta podemos morir por falta de yuca”.
“Ya no hay manera de planificar el cultivo y la siembra. Vivimos con muchas dudas”.
Han habido innovaciones, desde pescar con mallas de nylon hasta la caza con perros. Algo escuché sobre una técnica que no sé si es nueva o centenaria. No tiene que ver con la siembra sino con el placer de estar rodeados de belleza. Consiste en colocarle sal a la fruta que se le da a los pájaros; con este aderezo las aves están libres, pero siempre vuelven al único lugar donde pueden conseguir semejante manjar.
Puede que a las guacamayas le estén dando sal en Caracas, pues se han ido apoderando y estableciendo en sus cielos. Verlas volar en las tardes de buen sol alegra el espíritu y alebresta el deseo de libertad. Junto a los araguaneyes encendidos de un amarillo luminoso, ellas se están encargado de darle vida y esperanza a una ciudad aturdida por las agresiones. Mi padre tenía una frase que nunca olvidaré ni me cansaré de repetir: “Caracas es una ciudad defendida por su topografía y atacada por sus habitantes”. Hoy debemos añadir: “y devastada por sus gobernantes”.
Imaginen los efectos de la cruenta aparición de la minería en la delicada inmensidad del Escudo Guayanés. El ataque a nuestras reservas naturales, ahora orquestado desde la presidencia de la República, ha multiplicado geométricamente la tragedia.
Cuando vino la repartición del Amazonas a las compañías transnacionales, le preguntaron a los ecologistas del régimen qué pensaban de semejante rebatiña. Una de las respuestas es un clásico en los anales del cinismo:
—Es una excelente oportunidad para hacer un estudio ecológico muy serio, muy a fondo.
Este servil “dispara primero y averigua después”, retrata a la perfección la sumisión a un gobierno donde todo marcha al revés y se nutre de sus maleficios.
Ante la magnitud e impiedad de estas agresiones, iniciativas como la de Mariapía y ACOANA, con su respetuoso amor pleno de arte y de ciencia, representan un esfuerzo heroico en una lucha desigual por salvar el futuro y el pasado del planeta. ¿Por qué es tan trascendental este esfuerzo? Los habitantes del Escudo Guayanés y del Amazonas son los testigos, los guardianes, los sobrevivientes de nuestro mayor tesoro. Todo nace en sus tierras, las aguas de los ríos, el oxígeno, la noción de equilibrio y pertenencia al origen y al destino del mundo. Si reducimos Venezuela a la escala de una gran casa ellos son nuestros venerables jardineros.
La desolada visión de Wislawa es filosófica, existencial. Cuando nos aclara que “el sol se oculta sin ocultarse en absoluto”, nos está invitando a una posición menos romántica y, a la vez, más integral, más real. La visión del gobierno es capitalista. La fantástica herencia al sur del río Orinoco la consideran una mercancía que están dispuestos a arrasar con tal de mantenerse arrasando.
En ese universo de señales perdidas es donde se están dando las señales más claras de lo que representa la dictadura venezolana para el futuro de Venezuela y la humanidad. El tema del arco minero ha sido descuidado por una incesante superposición de tragedias, cuando la más trascendental de las tragedias está sucediendo en el Escudo Guayanés.