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Federico Vegas: Sobre la naturaleza de nuestra destrucción

Sobre-la-naturaleza-de-nuestra-destrucción-por-Federico-Vegas-640Sin Título. Parte de la serie “Siluetas”, de Ana Mendieta. 1976

Toda naturaleza es un arte, que desconoces,
Todo azar, una dirección, que no puedes ver;
Toda discordia, una armonía, no comprendida;
Todo mal parcial, un bien universal;
Y, a pesar del orgullo, y el despecho de la razón errada,
Una verdad es clara. Lo que es, tiene razón de ser.
Alexander Pope, 1773

Llegué a estas seis líneas por casualidad. Estaba escribiendo sobre la arquitectura en el Caribe de Francisco Feaugas y me había llamado la atención su descripción de cómo inicia sus diseños:

—El lugar me va convocando y dirigiendo los pensamientos que irán dando forma a la casa.

Comencé entonces a buscar literatura sobre la idea de la naturaleza como punto de partida y llegué a la poesía de Alexander Pope.

Alexander Pope era hijo de una rica familia católica, una minoría religiosa perseguida por la Iglesia de Inglaterra, al punto que el poeta nunca pudo entrar a una universidad ni ejercer cargos públicos. De niño tuvo una especie de tuberculosis que afecta la columna vertebral y su altura nunca sobrepasó los 137 centímetros. Vivir excluido de las instituciones y prisionero en un cuerpo de niño enfermo explica su inclinación por la sátira, género que compartió con su buen amigo Jonathan Swift.

Al final de la primera parte de su ensayo, “Essay on man”, encontré este poema que no he podido dejar de explorar. Quizás me ha aferrado a cada una de estas líneas con demasiado afán y este ensayo sea una manera de dejarlas atrás y calmar mi obsesión.

Toda naturaleza es un arte que desconoces

Quizás para compensar el absurdo de su cuerpo maltrecho, Pope propuso a la naturaleza como una guía capaz de ofrecer a todos los seres límites justos y convenientes.

Nuestra visión de la naturaleza y del arte tiende a ser bastante mezquina. Solemos hacernos una idea de lo que es arte y rechazamos aquello que no se ajusta a esta preconcepción, a veces esgrimiendo el argumento de no entenderlo, o, más grave aún, proclamando con orgullo: “No me gusta un arte que tienen que explicármelo”.

Es tan comprensible como lamentable esta tendencia a protegerse de lo desconocido, pues aquí radica tanto el tema como el reto del arte. El artista y el espectador comienzan a disfrutar la esencia del arte cuando atraviesan ese umbral hacia lo que aún no conocen, hacia lo que sienten pero aún no entienden, hacia algo que los está transformando pero aun no se asienta, y quizás no lo haga nunca. El arte es una manera de conocer, de avanzar, en la que participan proyecciones hacia futuros inciertos y pasados remotos. En ese proceso se conjugan nuestras mayores fortalezas y más ocultas fragilidades, al punto que reconocer un profundo nivel de ignorancia, incluso aterrador, puede significar que se nos están abriendo las puertas al enigmático reino de nuestra propia naturaleza.

El drama de esta aventura se percibe en la obra de la artista cubana Ana Mendieta. Ella misma nos señala la dirección que ha tomado: “El arte debe haber comenzado en esa relación dialéctica entre los seres humanos y el mundo natural del cual no podremos jamás separarnos”. Ana fue arrancada de su patria durante su adolescencia y esa distancia marcó su necesidad de explorar su relación con la naturaleza, dejando una y otra vez la huella de su silueta en la tierra como una incesante manera de regresar a sus raíces.

A la naturaleza también le imponemos timoratas limitaciones. Hay quien cree que debe tener un fondo verde. Resulta abismal asomarse a todo lo que abarca algo que nos incluye dese las uñas hasta los dientes, desde el nacimiento hasta la muerte, y angustioso asumir ese continuo llamado a participar en una existencia más diáfana y, a la vez, más misteriosa.

Los venezolanos estamos presenciando cambios terribles en las manifestaciones más sencillas y naturales, como el cielo, la luz, las aguas, los frutos, el sentido de la noche y el paso del tiempo. Hoy reina la destrucción en esa dialéctica entre los seres humanos y su propia tierra que tanto apasionó a Mendieta. Hoy es un ineludible mecanismo de sobrevivencia aceptar el llamado del arte, su valiente estado de búsqueda y de lucha. Y me refiero a su expresión más amplia que es el arte de vivir con dignidad.

Aquí debo advertir, dada la evidente naturaleza política de nuestro devenir, que también existe un arte de la destrucción, y quizás sea esta la manifestación que nos ha resultado más difícil de digerir y, en consecuencia, de enfrentar. La hemos aceptado con la pretenciosa mansedumbre de quien dice: “No me gusta un arte que tengan que explicármelo”.

Todo azar, una dirección, que no puedes ver

Alexander Pope escribió: “All chance, direction, which you can not see”. Entre las opciones para traducir “chance” está “casualidad”, “suerte”, “riesgo”, “ocasión”, “posibilidad”. Yo prefiero hablar de la opción que más me intriga: el “azar”. Me atrae incluso que provenga del árabe y de la flor del naranjo, del azahar, esa flor con propiedades sedantes y ligeramente hipnóticas que se puede usar para calmar los nervios, conciliar el sueño, quitar los dolores de estómago y de cabeza. Esta posible etimología explica porqué calificamos de azar lo que nos angustia y no logramos entender.

Alguna razón tendrá Pope al decirnos que el azar puede ser una dirección que no logramos ver, pues Aristóteles lo incluye entre las tres fuerzas creadoras: la naturaleza, el azar y el arte. Si Pope utilizó el término “chance” es porque el inglés, siempre pragmático y sectario, creó la palabra “hazard”, que le quita al azar su ambivalente fragancia y lo convierte en algo que siempre es peligroso. Hay casos en que esta tendenciosa connotación se cuela al español. En República Dominicana llamar a alguien “azaroso” es uno de los más graves insultos.

Para los árabes, un instrumento para jugar con el azar fue el dado, el cual solía tener en una de sus seis caras la imagen de la flor de azahar, la de peor suerte. Nuestras posibilidades políticas ya no dependen de un dado con opciones estables, planas y definitivas, más se parecen a una ruleta que aumenta su perímetro y se niega a detenerse para no mostrar lo limitado de su oferta.

Nos hemos ido apartando de Dios y el azar ya no es una causa divina oculta a la inteligencia humana. Los filósofos hablan de un acontecimiento debido al encuentro de series casuales diferentes y aparentemente independientes; o al cruce de eventos que no son causa ni efecto uno del otro; o a una coincidencia de la que no tenemos motivos para inferir una uniformidad; o a probabilidades equivalentes que no te permiten establecer algún tipo de previsión.

Lo que nos ha impedido ser creativos o encontrar una dirección lógica en nuestro azar es precisamente la concurrencia de series ontológicamente diferentes. Esa combinación de “militarismo” y “socialismo” dificulta encontrar uniformidades, relacionar causas con efectos y hacer previsiones. Las otras cuatro caras que se han ido dibujando en el dado son “corrupción”, “inflación”, “mortandad” y la sedante  flor del “narcotráfico”.

Aquí tenemos que señalar de nuevo una secuencia de causas y efectos destructivos como la dirección más evidente. En conclusión: no es por azar que el país se está destruyendo.

Toda discordia, una armonía, no comprendida

A esta posibilidad los venezolanos le hemos entregado el fuelle de nuestras mayores esperanzas al punto de estarnos desinflando. Me contaba el psiquiatra José Luis Vethencourt que la mayoría de las parejas que consideran insostenible su relación de pareja por lo neurótica, al separarse encuentran que sus individuales neurosis aumentan al carecer de la compensación que el matrimonio les ofrecía.

La asamblea es el territorio ideal para revelar estas neurosis y compensaciones, y el más democrático de los poderes al ampliar el espectro de representación a muchos individuos y no a las veleidades de uno solo. Una asamblea puede albergar la discordia y la armonía. Un presidente, terco e impertérrito, no.

Pero un tribunal que fue elegido por la asamblea se ha convertido en el enemigo jurado y crónico de esta misma institución condenándola al divorcio. Parecen psiquiatras dirigiendo un sanatorio a punta de camisas de fuerza. Un supremo acto de destrucción, tan evidente y pernicioso, tan metódico y obstinado, capaz de alimentar la discordia desde tan arriba y con tanta saña, tiene que hacernos comprender los valores de la armonía a medida que la va anulando. Nadie ha representado mejor que estos jueces una locura destructiva que nos ha resultado tan difícil de comprender.

Todo mal parcial, un bien universal;

De nuevo tenemos un problema de traducción. Pope escribió: “All partial evil, universal good”, y resulta que “evil” es una fuerza más precisa que un simple mal.

Nuestra idea del “mal” cubre un amplio territorio. Ya en sus orígenes podía referirse a algo inmundo y sucio, o a algo blando y débil. Digamos que a algo enfermo o a algo capaz de producir enfermedades.

El “evil” de Pope se refiere a la segunda opción, la de ser causa del mal y ya no su efecto. No es casualidad que “evil” esté tan cerca de “devil”, ese ángel que una vez fue portador de la luz hasta que fue rechazado por Dios. Una mejor traducción sería: “Toda maldición parcial puede convertirse en un bien universal”.

Pope está sugiriendo, desde su visión tan optimista como católica, que todo “evil” es parcial y todo “good” es universal. Ya Tolstoy habló de cuánto se parecen las familias felices y como las infelices lo son cada una a su manera.

La historia de la humanidad está llena de ejemplos de maldiciones parciales que trajeron enseñanzas universales, pero es un aprendizaje que se conjuga en pasado y después de terribles consecuencias. Es urgente detener la destrucción, no sea que el país no tenga ya fuerzas para convertir su dolor en enseñanza y seamos un ejemplo lamentable que solo beneficie a otras naciones.

 Y, a pesar del orgullo, y el despecho de la razón errada

Esta era la más constante preocupación de Pope. Ya en otro de sus textos, “Ensayo sobre la crítica”, proponía que la naturaleza, con sus justos estándares, sabiamente refrena el pretencioso ingenio del hombre orgulloso. Él conocía bien la obra de Shakespeare y el final de ese monólogo lleno de dudas, donde Hamlet acepta que la conciencia nos convierte a todos en cobardes y hace que las resoluciones palidezcan, y se desborden empresas de gran importancia, y el hombre de acción se pierda en el desorden de estas corrientes.

Pope se lamenta de cuánto dudamos entre actuar o descansar, entre juzgarnos dioses o animales, entre optar por nuestra mente o nuestro cuerpo, y observa que en este caos de pensamiento y de pasión, creado en parte para elevarnos y en parte para caer, quienes nos creemos amos de todas las cosas y únicos jueces de la verdad, vivimos arrojados a un error interminable. Ante esta condición, Pope vuelve a la primera estrofa y declara a la naturaleza divina como el único juez, como veremos en la sexta línea.

Una verdad es clara, Lo que es, tiene razón de ser.

Aquí tenemos un último problema de traducción, el más crucial. Pope escribió: “One truth is clear, Whatever is, is right”, lo que muchos traducen como: “Una verdad es clara, lo que es, es como debe ser”. Las opciones para traducir “right” son más amplias que “chance”. En el contexto de la frase podríamos utilizar “es justo”, “es apropiado”, “es bueno”, “es acertado”, “es verdadero”, “es razonable”.

¿Qué nos quería decir Alexander Pope? Tenemos que acudir a su pertenencia a una minoría religiosa de Inglaterra que era mayoría en el resto de Europa. Su optimismo filosófico, o si se quiere religioso, tenía una resonancia asegurada, y la tuvo. Voltaire consideraba el “Ensayo sobre el hombre” el más bello poema, el más útil, el más sublime escrito en cualquier lengua. Rousseau dijo que le traía paciencia y consuelo a sus males. Kant lo leía en voz alta a sus alumnos.

Pero esa aparente aceptación de la sabiduría divina era demasiado pedir y, poco más tarde, Voltaire renunció a su admiración por Pope. Su novela Cándido es una sátira a esa última frase tan sentenciosa: “Whatever is, is right”. A través de su personaje Pangloss, Voltaire se burla de la perspectiva de que todo es como debería ser, y lo hace repetir ante desgracias extremas e injusticias desmedidas: “Todas las cosas son buenas en el mejor de los mundos posibles”.

Mediante su sátira, Voltaire nos está sugiriendo que no existe semejante “Gran Plan divino”. La razón tiene que provenir del hombre pues es creada por el hombre. Otra diferencia importante es que Voltaire insiste en que la aventura del hombre tiene una dimensión social, mientras Pope le habla al individuo desde su íntima relación con la naturaleza y con Dios. Él había vivido en ese estado de aislamiento y dentro de un cuerpo reducido.

La segunda epístola de su “Ensayo sobre el hombre” es muy dura y desconcertante, pues pareciera ir más allá que el propio Voltaire. Comienza invitándonos:

Entonces conócete a ti mismo, no supongas a un Dios que investigar;
el estudio del hombre es el estudio apropiado de la humanidad.

Resulta que Pope nos está azuzando, elevándonos para luego aplastarnos, pues poco después baja al hombre de su pedestal:

Ve, enséñale a la Sabiduría Eterna cómo gobernar.
¡Y luego cae en ti mismo y sé un idiota!

Nuestra nación ha ido disminuyendo, cercenándose, idiotizándose, perdiendo valor la moneda y los bienes, la tierra y sus frutos, las reservas y el porvenir, haciéndonos cada vez más enjutos y dependientes de naciones más poderosas. Se ha ido destruyendo no solo la capacidad de producir, también la capacidad de sanar, de reaccionar ante la destrucción, de enjuiciar y castigar a los culpables.

Cuando nos llegó el momento histórico de alcanzar un gran desarrollo, cuando el azar de la historia hizo que una serie de causas y efectos se cuadraran a nuestro favor, la nación fue atacada por una eficiente enfermedad y hoy el mundo observa asombrado la extrema reducción de nuestro cuerpo.

¿Por qué nos sometimos y seguimos sometidos a semejante maldición? Frente a ese categórico “es como debe ser”, yo he preferido escribir “tiene una razón de ser”. Esa fórmula me acerca a esa naturaleza nuestra, a ese arte que desconocemos tan absolutamente.

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