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Félix de Azúa: Nuestra condena

«Si sumamos los tres rasgos étnicos, la chulería, el mangoneo, y la jactancia de lo local, verán ustedes cómo se cumple, una vez más, lo que nos hace insoportables»

Nuestra condena

Ilustración de Erich Gordon.

Es tan acuciante lo que sucede todos los días en este país, es tan violento y va tan acelerado, que resulta cada vez más difícil recordar. Por ejemplo, recordar quiénes somos y de quién se habla cuando decimos «los españoles». ¿Quiénes son esos individuos?

Hemos olvidado, por ejemplo, que nuestras tres más insistentes locuras, desvaríos, neurosis, vicios o inconvenientes, como quieras llamarlos, son el robo, el chovinismo y la arrogancia. Así nos vieron los visitantes extranjeros, ingleses, franceses, alemanes, durante siglos. Todos coincidían en que lo peor de España eran las posadas y la gente guapa, o sea, feroz. Hay que leer una y otra vez aquel librito de Ferlosio titulado Guapo y sus isótopos.

El chulo español, antiguamente llamado «guapo», era un tipo capaz de morir antes de reconocer sus errores, su escasez, su estupidez. Aquella frase de una ministra de Sánchez: «Antes rota que doblá» es un lema perfecto para la guapura española. Esa fragilidad de espíritu que pone de manifiesto una actitud tan infantil, es signo de orgullo para el chulángano y la chulapa. Nunca darse por vencido, aunque sea a costa de machacar a los inocentes. Lo decía un personaje zafio, pero muy valorado: en España resistir es vencer, decía.

Solemos caer en las garras de estos prepotentes porque nos amparamos en el modelo. Sobre todo, algunas mujeres que se sienten más seguras en compañía de los chulos. Y ellos, cuya tiranía es, a su entender, lo natural, lo que se merecen, las usan sin compasión y se rodean de mujeres porque las saben más sumisas. Y entre ellas, tienen preferencia por las que creen haber superado su frágil carácter mediante la exageración, las que más gritan, las mandonas, esas son aquellas que más gusta de doblegar el chulo, el guapo, verlas obedientes y aplaudiendo sus fechorías. ¡Y cómo aplauden!

Y digo fechorías porque el guapo, en cuanto puede, roba. Tiene también muy aprendido que a él se le debe todo y que él no debe nada a nadie. De modo que, si puede, roba porque él se lo merece. Y si le pillan, le echa la culpa a otro, a quien sea, a su hermano o a su padre si es preciso. La mentira es su mayor defensa.

«Eso que suelen llamar identidad no es sino lo que los franceses llaman ‘el espíritu del campanario’»

Y otro rasgo que fue constantemente remarcado por los visitantes extranjeros es el apego a lo próximo, a lo inmediato, al pequeño pueblo o aldea, al lugar de nacimiento, al terruño, a lo que ahora los populistas llaman «identidad» como si ésta pudiera conocerse, asumirse y propagarse. Sin embargo, eso que suelen llamar identidad no es sino lo que los franceses llaman «el espíritu del campanario», la pasión por lo propio, por lo pequeño, por lo inmediato, lo fácil de entender.

Hace años me fascinaba un programa de la televisión de Franco en el que un autobús recorría los pueblos españoles. Cuando llegaba a una aldea, se reunía la gente y el locutor, por lo general un guapo de ciudad, les preguntaba por los asuntos de interés en aquel lugarejo. Inmediatamente hombres y mujeres se quitaban la palabra para gritar, unos que las aguas de la fuente no las hay igual en toda España, otras que las tortillas de sebo vienen de todo el mundo para comerlas. Los críos asistían serios y sombríos a la algarabía de los mayores. Luego el autobús partía hacia otro poblachón de casas arruinadas, granjas puercas y patios repletos de chatarra oxidada, para escuchar nuevamente que allí estaba la ermita más santa de la humanidad y que se habían dado ya medio centenar de curaciones milagrosas, o una poza de río donde bañarse era la gloria.

Si sumamos los tres rasgos étnicos, la chulería, el mangoneo, y la jactancia de lo local, verán ustedes cómo se cumple, una vez más, nuestra condena, lo que nos hace insoportables, lo que demuestra la inferioridad espiritual que nos atenaza desde hace siglos y que no hay modo de superar.

Y, sin embargo, yo diría que sí hay remedio. Los vasallos suelen ser honrados y serios. Lo malo son los señores, pero, sobre todo, los señoritos.

 

 

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