Fernando Mires: El Tren de Aragua y el tren de Donald Trump
El Tren de Aragua es una organización delictiva nacida en el estado de Aragua en la cárcel de Tocorón, la que bajo el liderazgo del criminal Héctor (Niño) Guerrero se ha expandido en diversos países, sobre todo latinoamericanos, llegando a contar aproximadamente con más de 5.000 miembros.
El delito de Trump
Desde mitad de marzo las menciones al Tren de Aragua ha llenado las páginas de los periódicos internacionales debido al hecho de que el gobierno de Trump deportó a las cárceles de El Salvador, sin existir proceso judicial previo, a 238 ciudadanos venezolanos. Según declaraciones de Trump, todos son miembros del Tren de Aragua. Sin embargo, eso no ha sido probado. De acuerdo con informaciones derivadas de fuentes confiables, gran parte de los deportados son solo personas “sin papeles”.
Por lo demás, en ningún país civilizado una persona puede ser imputada por un delito sin existir previa comprobación judicial. Por esta razón el hecho ha sido considerado por gran parte de la opinión pública mundial como una flagrante violación a los derechos humanos. A todas luces, lo es.
En primer lugar, la emigración, de acuerdo a cánones internacionales, no es considerada en sí un delito. Y, si de todas maneras lo fuera de acuerdo a la legislación de un determinado país (no es el caso de los Estados Unidos), los ciudadanos deben ser sometidos a juicio, y si el acusado no tiene abogado propio, ha de serle proporcionado uno por los organismos judiciales pertinentes. En segundo lugar, solo en caso de ser considerado culpable, el acusado puede ser enviado a un centro de reclusión nacional. En tercer lugar, en caso de deportación deben ser enviados a sus países de origen, previo acuerdo con las instituciones de ese país, y en ningún caso, entiéndase bien, en ningún caso, a cárceles extranjeras, como son las de El Salvador.
De todas las transgresiones jurídicas cometidas en estos hechos por el gobierno de Trump, la reclusión carcelaria en un tercer país es la más aberrante de todas.
Todo indica que, en vistas de que el gobierno de Bukele será recompensado económicamente por el gobierno estadounidense, estamos frente a un abierto caso de comercialización de seres humanos. Algo hasta ahora nunca visto en la historia moderna, después de 1945. Por lo tanto, si hay qienes han procedido de modo criminal en este evento, serían los gobiernos de Trump y de Bukele. Evidencias y pruebas así lo confirman.
La deportación de ciudadanos sin juicio a cárceles extranjeras, donde serán sometidos a malos tratos, vejados en su apariencia personal, convertidos en multitudes respirando el mismo aire en espacios cerrados, mostrados públicamente con vestidos blancos (como si fueran enfermos), incomunicados del mundo exterior, sin poder recibir visitas de comisionados de otros países, medios periodísticos y familiares, es una situación frente a la cual es difícil encontrar un paralelo. Quizás con las deportaciones forzadas de los armenios cometidas por Turquía en el siglo pasado, o con las galeras de “negros” que desde África eran traídos por empresas portuguesas para ser vendidos en Europa durante los siglos XVl y XVll.
No exageramos: si un Estado recibe dinero de otro Estado para mantener en las cárceles a personas privadas de todo derecho, estamos hablando de un retorno a los métodos de la era de la esclavitud.
Las deportaciones que cometía Stalin, sobre todo en Siberia, recordemos, eran hechos que ocurrían en el Gulag siberiano, pero dentro de una misma nación. Quizás el hecho más parecido al de las deportaciones de venezolanos a El Salvador, ha sido el de los niños ucranianos secuestrados por las tropas de Putin desde el 2002 con el objetivo de “desnazificarlos” y “rusificarlos”. Pero al menos Putin ha intentado esconder su delito ante la opinión pública internacional. El gobierno de Trump, en cambio, lo muestra orgulloso, como un ejemplo a seguir frente a los “exiliados sociales” que, desde la miseria latinoamericana, buscan una mejor vida en Estados Unidos y otros países prósperos de la región.
Una nueva ilegalidad global
Que el tren del pensamiento de Trump no siempre se desplaza a través de una vía constitucional, lo sabemos. Las deportaciones, según el presidente norteamericano, deben ser llevadas a cabo cuando los intereses de su país o de las naciones que viajan en el mismo tren (como Israel) así lo indiquen. No de otro modo se entienden las declaraciones de Trump con respecto a los habitantes del Gaza quienes, a su juicio, deberán ser “reubicados” en otros países para así reconstruir una nueva y hermosa Riviera (!!). Evidentemente, bajo el pretexto de la lucha en contra de la globalización económica propuesta por Trump, estamos asistiendo a una globalización de la ilegalidad. Por lo mismo, el punto de conexión que se da entre Trump y Putin es que las naciones, sobre todo si son débiles, deben ser subordinadas a los intereses de los grandes imperios.
Tanto para Putin como para Trump el mundo no pertenece a los débiles. Por lo tanto, tarea de un gobernante es aumentar la grandeza de sus respectivas naciones aunque sea en desmedro de aquellas que no están en condiciones de defenderse a sí mismas. Y bien, la grandeza de una nación debe ser, en primera línea, una grandeza territorial. De ahí que el diálogo acerca de Ucrania que ha emprendido Trump, por ahora telefónicamente con Putin, no debe llevar a forjar muchas ilusiones.
Putin y Trump, lo estamos viendo, comparten una similar visión de mundo. Si Trump reclama para los Estados Unidos la posesión de Groenlandia, Canadá, del Canal de Panamá, nadie puede confiar que repruebe con respecto a Rusia los derechos que el dictador de ese país imagina poseer sobre Ucrania, Moldavia, Georgia, los países Bálticos, Armenia, etc. En otras palabras, ambos gobernantes viajan en trenes geopolíticos muy similares. Y mientras las líneas férreas de uno no se crucen con las del otro, no hay razones para disputas.
¿No amenaza Putin con sus ansias imperiales a Europa? Pues, debe pensar Trump, ese no es un problema mío; que Europa arregle lo suyo así como nosotros arreglamos lo nuestro. Desde esa perspectiva, el peor mediador que puede existir entre Ucrania y Rusia, son los Estados Unidos de Trump. El problema es que por ahora no hay otro. Es por eso que los gobiernos europeos no tienen hoy otra alternativa que asumir por propia cuenta y riesgo la defensa del Occidente, dejando una ventana abierta a los EE UU para el caso de que el gobierno norteamericano cambie de opinión o Rusia apoye desmedidamente a China en la guerra económica que Trump ha declarado a la nueva potencia económica mundial y así Rusia también se convierta en un enemigo potencial. Por ahora, este no es el caso.
Rusia y los EE UU se están repartiendo parte del mundo, es hora de decirlo. En esa repartición no importa para nada la legislación internacional. Para ambos presidentes, la que llevan a cabo es una revolución de dos grandes naciones en contra del orden mundial vigente desde 1945. Y, no lo vamos a descubrir ahora, ninguna revolución es legal. Como ha dicho el guía espiritual de Putin en temas euroasiáticos, Alexander Dugin: “Parece que el fin de Ucrania ha llegado. O mejor aún, está llegando. Trump y Putin van a establecer un orden de grandes potencias. No hay lugar ni para los globalistas ni para los ucranianos. Solo importa la grandeza”. Estas palabras podrían ser suscritas sin ningún problema por esos dos fundamentalistas pro-rusos que son Steve Bannon y JD Vance.
En consecuencias, las naciones, para ambos mandatarios, son fichas a ser movidas en el tablero mundial. Para China probablemente también es así, con la diferencia de que China no tiene grandes ambiciones territoriales y, además, está muy interesada, no en la destrucción sino en la reactivación de los excelentes mercados europeos. Es por eso que China, aunque no esté de acuerdo con el orden mundial vigente, actúa dentro de su esfera de un modo prudente y más bien conservador. En otros términos, el gobierno de Xi Jinping entiende que la economización del mundo no debe llevar necesariamente a la desaparición de todas las reglas políticas internacionales. Putin, así como el coreano Kim Jong Un pueden ser necesarios como perros de presa frente a los Estados Unidos, pero de ninguna manera China parece estar dispuesta a amarrar su destino a las ambiciones de dos dictaduras que han hecho de la guerra no un medio sino un fin en sí.
En efecto, en un clima de paz, tanto Corea del Norte como Rusia son potencias de tercer orden. China, en cambio, si bien puede apoyar determinadas guerras, necesita más de la paz y de la diplomacia para continuar expandiendo su economía. En algún momento, eso parece estar programado, China deberá frenar el tren de Rusia. Y, quizás también, el de los Estados Unidos de Donald Trump.
Venezuela víctima
En las condiciones geoestratégicas que se están dando, hay que reiterarlo, las declaraciones de las Naciones Unidas, los acuerdos internacionales, y esos derechos humanos una vez proclamados en los propios Estados Unidos, no juegan para los gobiernos de Putin y de Trump ningún papel decisivo. Solo así podemos explicarnos la enorme transgresión legal cometida con la deportación de los venezolanos a las cárceles de El Salvador.
No deja de ser interesante mencionar el hecho de que esta flagrante violación de derechos hubiera sido realizada solo en contra de emigrantes venezolanos, sobre todo si se tiene en cuenta que en los Estados Unidos hay muchísimos “sin papeles” provenientes de casi todos los países de América Central, incluyendo a salvadoreños. ¿Qué nos indica este particular predilección por los venezolanos? ¿Podría ser una maniobra de intimidación simbólica en contra de futuras migraciones latinoamericanas? O lo que es parecido ¿una primera ola de deportaciones de muchas otras que seguirán? De todas maneras la pregunta persiste: ¿Por qué venezolanos? La respuesta parece ser una sola: Venezuela es jurídica y políticamente la nación más débil del continente.
Expliquémonos: No hay ningún gobierno, quizás en el mundo, más desprestigiado que el venezolano. No hay quien no sepa que Maduro es presidente como resultado del robo electoral más escandaloso del siglo. Es un gobierno, digamos así, que ha privado a su ciudadanía de soberanía política y, por lo mismo, ha perdido su propia soberanía interna. Pues bien, no puede haber una nación que habiendo perdido su soberanía interna pueda mantener incólume su soberanía externa. En ese sentido los reclamos provenientes del gobierno de Venezuela no tienen ninguna validez, más todavía cuando se trata del encarcelamiento de ciudadanos sin previa acusación ni juicio, hecho que comete permanentemente la dictadura venezolana.
Maduro ha violado, de eso no cabe ninguna duda, todos los derechos humanos habidos y por haber y, al actuar así, ha minimizado notablemente el rol de su nación en el escenario mundial, sobre todo si se tiene en cuenta que los gobiernos, en ese escenario, son la representación de la nación.
El gobierno de Maduro, al no respetar a la vida de sus ciudadanos, al robar elecciones, al condenar a la miseria más degradante a la mayoría de su nación, al haber generado miles y miles de “exiliados sociales” (en muchos casos, empujándolos a la delincuencia) no puede ser respetado por ningún gobierno democrático del mundo. Con eso contaba seguramente Trump cuando “para comenzar” envió a la cárceles de El Salvador a 280 venezolanos. Pero hay algo más todavía.
Seguramente es de conocimiento del gobierno estadounidense que tampoco la ilegal deportación de venezolanos iba a contar con una significativa resistencia de la oposición venezolana, o por lo menos de una parte considerable de ella, pues esa oposición, en su orfandad, ha optado por adherir a las posiciones trumpistas, retomando en ese punto la línea esbozada originariamente por personajes como López, Ledezma, Guaidó y otros. La oposición que dirigen María Corina Machado y Edmundo González, al abandonar la exitosa línea electoral que puso sobre las cuerdas al gobierno de Maduro, sin hasta ahora ofrecer una alternativa diferente, ha llevado nuevamente a la inamovilidad política. Las únicas cartas que atina mostrar esa oposición son esperanzas infundadas como la posibilidad de un golpe de Estado (que no tiene cómo aparecer) o una intervención directa de los Estados Unidos. En consideración a esta segunda esperanza, el machadismo optó por suplicar a Trump un mejor trato a los ciudadanos venezolanos presos, sin mencionar en ningún punto la aberración política y moral que implica llevar a esos ciudadanos a las cárceles de un país extranjero.
Todavía esa oposición no ha entendido el carácter nacionalista y economicista del Tren de Trump. Incluso algunos de sus miembros se han subido a sus vagones. Trump, eso es lo que no conciben, solo actuará contra la dictadura de Maduro si puede extraer de ahí ventajas contantes y sonantes. No es todavía el caso. Ni el putinismo de Maduro ni el trumpismo de la oposición anti-electoral, son armas democráticas. Si alguna vez Venezuela vuelve a la democracia, eso es lo que queremos decir, será desde dentro y no desde afuera del país. Ningún Trump podrá salvarlos y, si llegara a actuar, sería solo para esquilmarlos, como hoy intenta hacerlo con Ucrania, exigiendo la pérdida de la soberanía económica ucraniana sobre las llamadas “tierras raras”. Al menos, debe pensar Trump, Maduro tiene algo que ofrecernos; la oposición, en cambio, no tiene nada.