Fernando Ónega: Todos los hombres valientes
Tuvieron todo el poder y la historia de estos 40 años está marcada por su personalidad. Cuatro décadas que se explican en las decisiones que tomaron los seis presidentes del Gobierno de la democracia.
1976-1981 Adolfo Suárez
La historia política de estos cuarenta años estuvo marcada por la personalidad de sus presidentes de gobierno. Tuvieron todo el poder y a todos ellos, cualquiera que haya sido el resultado de su gestión, se les puede atribuir una cualidad: todos han sido valientes: Suárez, al desmontar el aparato franquista; Calvo-Sotelo, al ingresar en la OTAN; González, al acometer la reconversión industrial; Aznar, al hacerse la «foto de las Azores»; Zapatero, al acometer reformas sociales insólitas, y Mariano Rajoy, al hacer una política económica dura, de ajustes y recorte de gasto.
Adolfo Suárez fue la primera y última designación «a dedo» del rey Juan Carlos I. Fue presidente en julio de 1976 y su mandato fue trepidante. Desmontó el aparato del Movimiento. Levantó los restos que quedaban de la censura. Autorizó dos amnistías. Regresaron los exiliados. Dejó de haber presos políticos. Sobre un guión mínimo de Fernández-Miranda, redactó la Ley para la Reforma Política, llave de la democracia y harakiri del franquismo.
1981-1982 Calvo Sotelo
Su balance es el de una operación quirúrgica para cambiar un sistema dictatorial por una monarquía constitucional. Dialogó con todos los líderes. Trajo a España a Tarradellas, con quien restauró la Generalitat de Catalunya. Legalizó a todos los partidos políticos, empezando por el Comunista, contra el criterio del mando militar. Convocó e hizo posibles los Pactos de La Moncloa, y logró el máximo consenso para la Constitución.
Dimitido el 29 de enero de 1981, al final se le hizo justicia. Sus grandes críticos, como Alfonso Guerra, son ahora sus grandes reconocedores. Y Fernando García de Cortázar escribió: «Con un equipo mínimo, había logrado volver del revés una dictadura que fenecía para traer una democracia valiente y duradera».
Leopoldo Calvo-Sotelo sólo fue presidente desde el 25 de febrero de 1981 al 1 de diciembre de 1982. En opinión de Pablo Castellano, su gobierno fue «el primer gobierno de derechas». Aprobó la ley del divorcio. Firmó con sindicatos y empresarios un gran acuerdo por el empleo. Dirigió el país tras un golpe de estado, que quizá tuvo su primer efecto en la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, LOAPA, un freno brusco al desarrollo de las autonomías. Algunos de sus artículos fueron considerados inconstitucionales.
El 10 de diciembre de 1981 firmó la adhesión de España a la OTAN, en una acción unilateral que, a pesar del rechazo de la oposición, se convirtió en permanente. Mejor dicho: la hizo permanente el gobierno González por medio de referéndum, después de una intensa campaña de «OTAN de entrada no».
1982-1996 Felipe González
Calvo Sotelo ha sido, pues, el presidente del divorcio, del avance en la negociación europea, de la LOAPA, del juicio del 23-F y de la entrada en la OTAN. Un mandato breve en el tiempo, pero con decisiones históricas. Se ignora por qué decidió adelantar elecciones cuando tenía todas las encuestas en contra y anticipaban una victoria clamorosa del Partido Socialista.
Felipe González fue, por ahora, el presidente de más larga duración. Ganó cuatro elecciones. Su llegada al poder fue el estallido de una ilusión colectiva. No se puede explicar de otra forma aquella mayoría absoluta de 202 escaños, con un 48 por 100 del censo y más de diez millones de votos. González supo recoger las ansias de cambio y supo aglutinar al centro-izquierda.
Dio un sartenazo de autoridad al expropiar Rumasa. Modernizó España. Si Suárez había hecho la reforma política, González acometió la reconversión industrial, dura decisión que suponía cierres de empresas. El poder civil se impuso al militar sin ningún conflicto visible. Los ejércitos aceptaron las reformas de Narcís Serra sin movimientos de protesta. España ingresó en las Comunidades Europeas. Un referéndum permitió seguir en la OTAN. Y hubo dos momentos gloriosos en 1992: las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla.
¿Qué entristeció su dilatada labor? La corrupción y el GAL. El político en activo que le dirige mayores improperios es Pablo Iglesias, que llegó a llamarle «mayordomo de Slim». Los demás le atribuyen sentido de Estado. Y su mandato ha sido fundamental para la consolidación de la Monarquía.
José María Aznar tiene el mérito histórico de consolidar la alternativa conservadora. A pesar de que tras la victoria los fieles gritaban «Pujol, enano, habla castellano», con Pujol firmó el Pacto del Majestic, que preveía el voto de CiU en la investidura a cambio de financiación autonómica, traspaso de competencias de tráfico y otras concesiones como la desaparición de los gobernadores civiles.
Aznar hizo una política liberal-populista. La economía se recuperó, privatizó empresas públicas e hizo verdad el círculo virtuoso de a menos impuestos, más recaudación. Utilizó en sus discursos el «España va bien», mientras sus portavoces le calificaban como «el mejor presidente de la democracia». Rodeado por esa aureola ganó en 2000 con 183 escaños y esa mayoría absoluta cambió su talante. Fueron los años del «trío de las Azores». Para el presidente era la culminación de su grandeza. Era, según sus palabras, «sacar a España de la cuneta de la historia». Su orgullo se vio humillado por proclamas de «no a la guerra» que después, tras el atentado del 11-M, tuvo un desenlace: una gestión defectuosa de la crisis, un Rubalcaba que dijo que «España merece un gobierno que no nos mienta» y una victoria del Partido Socialista.
Y así llegó José Luis Rodríguez Zapatero. La idea de «presidente por accidente» le persiguió. Para la historia quizá quede que en su mandato, con Alfredo Pérez Rubalcaba en Interior, ETA dejó de matar.
Su ilusión política, conectar la legalidad monárquica con la legalidad republicana de 1931. Redactó la Ley de Memoria Histórica. Intentó consumar el laicismo del Estado. Fomentó una política exterior de aproximación al tercer mundo. Ingenió la Alianza de Civilizaciones. Consiguió que España asistiese a las reuniones del G-20. Y fue el presidente de audaces reformas sociales: la Ley de Dependencia, legalización de cientos de miles de inmigrantes y lo más arriesgado, los matrimonios homosexuales.
Pero apareció la crisis económica y Zapatero se resistió a admitirla. Cayó el empleo. No adoptó ninguna solución dura hasta mayo de 2010, cuando le llamó todo el mundo, desde Obama a Merkel, y en un pleno dramático del Congreso anunció medidas sugeridas por la troika. Después aceptó la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución. Ambas decisiones supusieron la caída del Partido Socialista.
El juicio de su obra tiene mucho de pasional. Para la derecha, ha dejado una herencia desastrosa. Para Pablo Iglesias, ha sido «el mejor presidente de la democracia».
Y Mariano Rajoy. En 2011 ganó a lo grande: 186 escaños y 44,63 por ciento de los votos. Había conseguido ser la esperanza de la recuperación. Fue cirujano de hierro. Metió el bisturí en el gasto público con una severa política de ajustes. Mucha gente le aconsejó un rescate de España, pero él resistió y esquivó la intervención. En 2013 podía presumir de resultados: en 2014 y 2015, de creación de empleo; en 2017 prácticamente todos los indicadores son positivos y el crecimiento de España duplica al de la Zona Euro.
Su buena estrella le ayudó. La situación en el norte de África propició récords turísticos. El bajo precio del petróleo permitió que no hubiera inflación. El BCE hizo sucesivos «manguerazos» de dinero. Y el factor psicológico del «vamos en la buena dirección» funcionó.
2011-2017 Mariano Rajoy
Sin embargo, en 2015 perdió 3,6 millones de votos, de los que recuperó 700.000 en junio de 2016. Gobierno en minoría. Y Rajoy ve una oportunidad en la obligación de pactar. Tiene fama de magistral en la administración de los tiempos. Es buen gestor y eficaz parlamentario. Y, respecto a su proverbial capacidad de resistencia, lo dijo Jean-Claude Juncker después de comprobar cómo sobrevivió al año en funciones: «Yo no hubiera aguantado tanto».