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Fernando Savater: Diógenes

«Por eso cada vez me cuesta más salir varios días de casa: porque estar fuera significa respirarte menos, perder aunque sea sólo un poco tu rastro»

Diógenes

   El ángel del dolor, de William Wetmore Story.

 

De pronto se me viene a la cabeza ese nombre griego: Diógenes. La barrica en la que vivía allá en Corinto (acabo de leer que en Madrid un indigente ha sido encontrado muerto en el contenedor en que pernoctaba, a lo Diógenes), su altiva respuesta al gran Alejandro cuando se acercó a su cubil y le preguntó que deseaba de él, dueño del mundo («apártate un poco, que me estás tapando el sol»), sus burlas contra Platón, su exhibicionismo masturbándose sin pudor a la vista de todos y proclamando que ojalá el hambre pudiera quitarse también frotándose la barriga… ¿Por qué en la actualidad se llamará síndrome de Diógenes al afán morboso de acumular en casa todo tipo de basuras y cachivaches desafiando tercamente a la higiene y al sentido común? Que yo recuerde el otro Diógenes, el chismoso Laercio, no atribuye al sabio cínico la manía de morar sepultado entre detritus de los que no quería desprenderse. Entonces… ¿por qué hoy aplicamos su nombre a los orates que guardan con mimo cualquier colilla o el pedacito de papel que envolvió antaño un caramelo que el tiempo se llevó?

Sigo pensando en Diógenes y comprendo que mi atracción, más que curiosidad, por ese síndrome responde a que yo lo padezco en grado incurable. No en un sentido estrictamente material, aunque soy más de los que conservan las chucherías que de los que cada dos meses hacen limpieza general. No, pero atesoro cada brizna de recuerdo, cada huella o reflejo de tu paso por mi vida, todos los desperdicios que me suenan a ti. ¿Hay un síndrome de Diógenes de la memoria? Desde que te perdí he dejado definitivamente de habitar en esa cosa abominable que suele llamarse un «espacio funcional». ¡Y lo dicen como elogio! Le pasean a uno por su ataúd doméstico señalándote que los muebles, la decoración (sus cuadros de catálogo, sus baños y cocinas de clínica, sus armarios disimulados…) todo es decididamente funcional. Y está bien para ellos que lo sea, porque se limitan a funcionar: pero los que vivimos necesitamos otra cosa. Una casa neutra, atrozmente previsible, como Dios manda (si Dios fuese discípulo de Le Corbusier, quien dijo «la casa es la máquina en que vivir», horror) es la maldición necesaria para un pobre mortal sin ambiciones, o sea sin caprichos. No, gracias a ti siempre viví en una madriguera palpitante, desconcertante, donde cada detalle se refería a un recoveco de nuestros gustos que sólo tú y yo conocíamos. Una casa que entiende sin esfuerzo el primero que entra no es una casa, sino el proyecto de un paso subterráneo: la nuestra, tuya más que nada, porque yo me limitaba a seguirte hechizado, desconcertaba, asustaba, hacía reír, servía para detectar bobos porque los repelía… En cambio, entusiasmaba a algunos de los nuestros: cuando la visitó Robert Englund, el Freddy Kruger de las pesadillas de Elm Street, creí que teníamos que prepararle un dormitorio porque no había modo de que se fuese a su hotel. No podíamos desear mejor homenaje…

«Sólo me alimento de lo que sirve para recordarte. Necesito que me abrumen tus fragmentos de alma, las enormes minucias que te conmemoran, aunque sólo yo sepa verlas»

Ahora, en mi soledad, lo que fue paraíso de dos y hoy es purgatorio –nunca infierno- de uno, está abigarrado de referencias que sólo yo puedo descifrar. El rincón en que te acomodabas a ver la tele con los pies sobre mi regazo, la copita minúscula en que accedías a tomar algo de alcohol con el borracho de tu marido, el cristal ya reparado de una puerta medianera que rompiste de una patada cuando te dije que nos íbamos a Baltimore para que te curasen (inútil, como siempre tenías razón). Ya nadie sabe por qué se me llenan los ojos de lágrimas cuando en un anuncio o una revista oigo hablar de guisado de conejo, que a ti tanto te gustaba como resabio de tus años de niña pobre. Mi princesa, mi dulce, mi fiera, mi incomparable princesa… Y los muñecos de monstruos y duendes con los que amueblaste nuestro hogar y sin los cuales hoy me sería ya imposible vivir, porque sólo me alimento de lo que sirve para recordarte. Por eso cada vez me cuesta más salir varios días de casa: porque estar fuera significa respirarte menos, perder aunque sea sólo un poco tu rastro. Necesito que me abrumen tus fragmentos de alma, las enormes minucias que te conmemoran, aunque sólo yo sepa verlas. El perfume de lo que dejaste a tu paso, de lo que queda para el Diógenes que nada tuyo olvida ni desdeña. Hace ya diez años.

 

 

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