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Fernando Savater: Lo de ‘El País’

«Se ha puesto una cabecera de prestigio en Europa y América al servicio humillante del más indigno y sectario gobierno de las democracias occidentales»

Lo de ‘El País’

                                        Sede del diario ‘El País’, en Madrid. | Wikimedia Commons

 

En realidad, no pensaba escribir nada sobre mi despido del periódico en el que he escrito los últimos cuarenta y siete años. Es un incidente laboral de los que suceden tantos en nuestros días, en mi caso afortunadamente sin tintes especialmente dramáticos. La empresa me lo dio y la empresa me lo quitó, está en su derecho, aunque bien es verdad que la empresa que me lo dio se parece poco a la que me lo acaba de quitar. Pero en fin, qué le vamos a hacer, tampoco hay que dramatizar: gracias por los buenos ratos y a otra cosa. Como dijo alguien más grande que yo, «al cabo nada os debo, debéisme cuanto he escrito». O ni eso, estamos en paz. Siempre he procurado (aunque frecuentemente sin éxito) practicar el antiguo lema de Benjamin Disraeli que encarnó perfectamente la añorada reina Isabel II: never complain, never explainHoy voy a recurrir a él aunque sólo a medias, es decir no me quejaré pero voy a intentar explicar lo ocurrido desde mi punto de vista. Para las demás quejas y excesivos halagos tienen a su disposición los amables textos de tantos amigos y lectores fieles que han lamentado sentidamente la pérdida de mi columna semanal. Agradezco más de lo que puedo decir sin ponerme empalagoso su afecto y su cercanía: el corazón del hombre bien nacido es una catedral en que a veces suena magnífico el órgano del agradecimiento y yo hace varios días que estoy escuchando su tocata y fuga.

Ante todo quiero disipar un malentendido, que puede derivarse de la carta de la directora Pepa Bueno justificando mi despido. Yo no he atacado a El País por una especie de odio sobrevenido, una antipatía invencible que me ha enfrentado con mi periódico de toda la vida. Después de casi medio siglo de colaborar en él es parte de mí mismo. Para bien y para mal, en sus aciertos y en sus miserias, conozco El País por todas sus costuras, tanto como cualquiera de sus más conspicuos colaboradores y desde luego mejor que la mayoría. Si lo critico a veces de manera acerba es para defenderlo de los que hoy lo tienen secuestrado, para recobrarlo de manos de quienes lo han malbaratado.

Creo que el único y verdadero defensor del lector de El País soy yo, porque conozco lo que el periódico fue gracias entre otros muchos a mí y no puedo resignarme a lo que ahora es. Creo que no idealizo (o al menos no demasiado) El País de los orígenes. Un diario de la democracia del 78, tan denostada por los imbéciles que no llegaron a tiempo para boicotearla, un firme pilar de la transición como el Rey Juan Carlos, como Suárez, como Fraga, como Carrillo, como tantos españoles que en cuanto tuvieron ocasión y sin entrenamiento previo pasaron de peones de una dictadura a ciudadanos. Entonces no reinaba el sectarismo obsceno y obtuso actual, salvo algunos casos abominables como Fuerza Nueva o el FRAP que sólo eran venerados por los psicópatas (cuyos vástagos pululan aún entre nosotros hoy). No sólo es que hubo mejores políticos, más equilibrados o más escarmentados que los de ahora, sino sobre todo que tuvimos mejores ciudadanos, no obsesionados por ser de izquierdas o de derechas sino españoles capaces de comprender que la nueva y necesaria democracia española se haría con franquistas y comunistas, con anarquistas y veteranos de la División Azul. La hemiplejía política vino bastante después, alentada por los excrementos inasimilables de la democracia como ETA y el carlismo-separatismo. Puede que la promovieran a veces El Alcázar o Mundo Obrero (creo que ni eso) pero desde luego nunca El País.

Desgraciadamente la política española ha ido degenerando desde los tiempos de la transición democrática. Por una parte no ha dejado de aumentar el peso de los partidos separatistas, requeridos por las dos fuerzas principales para lograr las mayorías absolutas necesarias para su concepto (a mi juicio equivocado) de gobernabilidad. Por otra, desde tiempos del nefasto Zapatero se ha vuelto a una bipolaridad política cargada de revanchismo guerra civilista que poco tiene que ver con la armonía de la que surgieron los acuerdos constitucionales. La izquierda ha renunciado a sus clásicos proyectos universalistas, herederos más o menos fieles de la Ilustración, para sustituirlos por charlotadas identitarias que reivindican el victimismo de minorías cada vez más aberrantes. El único propósito común izquierdista es impedir que vuelva a gobernar la derecha, o sea un proyecto inequívocamente antidemocrático. Ya no son de izquierdas sino siniestros.

«No sólo hay que señalar los desafueros de Sánchez y sus corifeos, sino también a los medios de comunicación sin los que no hubiera logrado conseguir el apoyo de mucha gente»

No hace falta que insista en el tema porque hoy está bien a la vista: con Pedro Sánchez estamos bajo la presidencia de un mentiroso inmoral que favorece la desigualdad entre ciudadanos (amnistía para delincuentes cuyo voto le interesa, trato de favor al dogmatismo «progresista» en cuestiones de historia, sexo, perspectiva cultural, etc…), ataques a la estructura misma de la independencia judicial y la sustracción descarada de puestos administrativos relevantes para distribuirlos entre los más adictos, por incompetentes que sean. Lo más infame de la fauna política –la hez y el martillo, por decirlo pronto- los cómplices  exultantes del terrorismo, los separatistas fanáticos que sienten purgaciones cuando oyen mencionar a España, se han convertido en dueños interesados de la gobernabilidad del país que más detestan. Nunca ha estado más amenazada no ya la integridad democrática o la prosperidad social de esta vieja nación, nuestra España, sino su simple supervivencia.

Y en esta situación dramática aunque llena de rasgos bufonescos, El País se ha convertido en el soporte propagandístico y el justificador ideológico de Pedro Sánchez. Hemos cambiado aquel valiente y necesario editorial El País con la Constitución escrito por Javier Pradera a raíz del golpe de Estado de Tejero y compañía en 1981 por la actitud adquiescente y cómplice de El País con Pedro Sánchez actual, cuando la putrefacción política es aun más grave que entonces. No es cuestión sencillamente de que el periódico ayer progresista y crítico hacia derecha e izquierda se haya convertido en portavoz gubernamental contra la supersticiosa amenaza de la extrema derecha, sino que se ha puesto una cabecera de prestigio en Europa y América al servicio humillante (pero para algunos rentable) del más indigno y sectario gobierno de las democracias occidentales. Ver a escritores, profesores y periodistas (rebosantes de feminismo, claro) con envidiable reputación colaborando en esta deformación de lo que ha sido una empresa intelectual de la mayor altura europea es sencillamente bochornoso: yo desde luego no me resigno a participar como los otros y encogerme de hombros. No sólo hay que señalar los desafueros de Sánchez y sus corifeos sino también a los medios de comunicación sin los que no hubiera logrado conseguir el apoyo de mucha gente que, sin gustarle ni mucho menos, se resigna a él.

En la justificación de mi despido se menciona que he despreciado a algunos de mis compañeros del periódico. No a todos, desde luego: nada puedo ni quiero decir contra Félix de Azúa, Antonio Elorza, Juan Luis Cebrián y algunos otros a los que no nombro para no infamarles con mi aprecio. Sólo diré que son muy, muy poquitos. En lo tocante a despreciar, sigo siempre el consejo de Chateaubriand cuando decía que hay ocasiones en las que debemos distribuir nuestro desprecio con mucha parsimonia, porque hay demasiada gente que lo merece. Por citar a uno de los agraciados, mencionaré a Íñigo Domínguez, que el pasado domingo se descolgó con una despedida en la que me compadecía por tener que buscar ahora acomodo en algún medio de la derecha, todos tan unánimes y predecibles. ¿Se puede tener más suficiencia? ¿Pero tú de dónde sacas, pa tanto como destacas? Me dicen que es un pobre hombre y lo creo sin esfuerzo, porque todos los mortales lo somos: la única diferencia es que algunos se limitan a su pobreza y otros quisiéramos también ser hombres.

Entre los lectores ha habido tantos testimonios de apoyo que compensan sobradamente lo demás. Bastantes se han dado de baja en su suscripción al El País, que conservaban nostálgicamente como el proverbial rosario de mi madre de la canción. Uno de ellos, chairman de un departamento universitario de Nueva York, se ha dado de baja en la suscripción y ha enviado esta carta «a ver si tienen la decencia de publicarla» (la respuesta es negativa, claro): «En los 90, comprar El País en Vizcaya ‘te exponía a cosas’. A cambio sus editoriales ofrecían claridad y firmeza ante la barbarie. Ahora, me es doloroso, asombroso e injustificable el pasteleo con el nacionalismo, y el fervor sanchista rayando el fanatismo de los editoriales. Adiós. ¡Savater, no caminas solo!». Ya lo sé, gracias, por eso voy a seguir caminando. Podrán leerme cada domingo aquí y puede que en algún otro sitio. Ya les iré diciendo. Ustedes no se cansen ni abandonen lo que los bribones llaman «fachosfera», porque de ahí saldrá la patada que vamos a darles.

 

 

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