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Fernando Savater – Miguel de Unamuno: «Del sentimiento trágico de la vida» (1913)

Estas líneas son tomadas del libro «EL ARTE DE ENSAYAR – Pensadores imprescindibles del siglo XX«, por FERNANDO SAVATER, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008.

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El ensayo parte de la secularización del pensamiento, es decir, comienza a abrirse paso cuando deja de haber un monopolio eficaz de las interpretaciones del mundo. Por eso resulta difícilmente compatible con la visión eclesial, inevitablemente celosa de conservar el control exclusivo de la ortodoxia dogmática. Expresar el punto de vista privado, personal, suele resultar siempre sospechoso, cuando no decididamente nocivo, a ojos de las corporaciones más rígidas, ya sean religiosas (iglesias) o laicas (academias, partidos políticos). Sin embargo, que el punto de vista ensayístico sea por necesidad intrínseca secular no equivale a decir que se desentienda de la problemática religiosa, todo lo contrario: el ensayo es el género literario más adecuado para los herejes, y su preferido.

Miguel de Unamuno fue muchas cosas en su vida: filólogo, filósofo, novelista, dramaturgo, poeta, rector de universidad, agitador político…pero su única y verdadera vocación, la que practicó con entusiasmo desde sus escritos juveniles hasta el fin de sus días, fue la de hereje. Si le hubiera sido dado leer la carta pastoral que en 1953 escribió contra él don Antonio de Pildain y Zapiaim, obispo de Canarias, titulada «Don Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejías«, seguramente se hubiera sentido en lo más recóndito complacido. Porque Unamuno fue desde luego un pensador a la contra, y contra esto y aquello, contra los hunos y los hotros, como él mismo gustaba decir. Un inconformista radical, capaz de sostener las perspectivas más extremas, pero en cambio incompatible con la sumisión sin protestas a cualquier dogma, aunque fuese el más razonable y menos chocante.

Como otros herejes, tuvo el gusto de la homilía, pero siempre predicó contra los predicadores oficiales. A diferencia de la mayoría de los herejes, no fue heraldo de una nueva fe, sino que se obstinó en proclamar que cualquier fe acogida al magisterio de la mayoría y de lo indisputable es una fe fingida. Desconoció los útiles parapetos de la reticencia irónica y del sentido común, que salvaron de la hoguera al humanista Erasmo. Fue un energúmeno sin malicia, un energúmeno a su costa. Careció de la crueldad calculadora de costes y beneficios que puso a tantos otros aparentemente más sensatos al servicio de campos de concentración o pelotones de fusilamiento. Por encima de todo fue capaz de convertir en estilo la intensidad íntima, para la que como buen filólogo encontró el más atinado de los nombres: la llamó agonía.

 

 

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