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Fernando Wulff: «Es necesario dar una batalla por el pasado»

Fernando Wulff: «Es necesario dar una batalla por el pasado»

 

 

Fernando Wulff (Santiago de Compostela, 1955) aborda la primera globalización del Viejo Mundo, la del siglo I d.C., en A orillas del tiempo (Siruela, 2024). Parte de las miradas del emperador Trajano, del embajador militar Gan Ying y del mítico Sahadeva para estampar setenta y cinco biopsias sobre la interconexión y el mestizaje de las culturas grecorromana, china e india. El catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Málaga defiende que “no hay cultura humana que nos sea ajena” debido a que “nada humano lo es”, y lo argumenta con historiadores puteados por el poder, con mujeres que reivindican que deben tener la misma educación que los hombres, con Luciano de Samosata parodiando la literatura fantástica o con el relato del eunuco, divinizado post mortem, que inventó el papel. Zenda le entrevista en un hotel de la madrileña plaza de Santa Bárbara, no lejos de donde se ubicaba la antigua Cárcel del Saladero.

 

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—Señor Wulff, ¿quién controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro?

—Con esperanza, no. Con un poco de esperanza, el futuro será nuestro. Es necesario dar una batalla por el pasado. Como se dice en el famoso libro Combates por la Historia, del historiador francés Lucien Febvre, el pasado es un ámbito en el que hay que estar continuamente mirando y explorando. Y en el que hay que aportar nuevas perspectivas. Entre otras cosas, perspectivas más objetivas que las que se han dado. 

El Mundo, 29 de marzo de 2022: “El Gobierno da luz verde a la desaparición de la Filosofía y de la enseñanza cronológica de la Historia en la ESO”. ¿Qué lectura hace de esa noticia?

—Hay un error continuado en las prácticas educativas, desde hace mucho tiempo. Hay un proceso dramático por el cual consejeros, que no tienen realmente un conocimiento de qué significa el saber, toman decisiones y dan consejos a unos políticos que no saben muy bien qué hacer. Hay una conexión de superficialidades.

—Destaca el “papel central” de la educación retórica en Roma: “Razonar se convierte en oponer puntos de vista, sopesar contrastes. Aprender a debatir acompaña al aprender a escribir, al aprender a leer y al aprender a pensar”. No sería mala idea recuperarla, ¿no cree?

—Es fundamental. Nos olvidamos de que eso ha sido parte de muchas educaciones y de muchas perspectivas. Voy a ponerte un ejemplo: existen, aunque lo desconozca todo el mundo, compositores de poesía oral. En las Alpujarras y en otros lugares. La manera en la que ellos establecen, digamos, el concurso, es que cada uno defiende una posición. Ponerte en condiciones de defender algo en lo que no crees te permite una creatividad, pero también replantearte tus posiciones. Hay algo esencial que se ha perdido, efectivamente.

 

 

 

 

—Usted defiende que ninguna cultura nos es ajena, que “nada humano lo es”.

—Creo que el único “yo” y el único “nosotros” del que no me siento avergonzado es la condición humana. Lo demás son dialectos. Las culturas son dialectos de lo que los humanos podemos hacer. Las podemos entender todas, todas. Naturalmente, puede resultar complicado si no tienes las claves para entenderlas, pero esas claves las da la Historia, las da la Antropología. Objetivamente, creo que podemos entenderlo todo. Otra cosa es que estemos de acuerdo.

—Y sostiene que “los seres humanos en estos mundos conectados se parecían mucho más entre sí de lo que nunca se había parecido”. ¿Por qué?

—Venimos de tradiciones de pensamiento en las que se ha potenciado la diferencia. En los momentos actuales, se potencian muchas veces las diferencias, incluso desde posiciones que se creen críticas: lo importante es la identidad. Esto es un error. Cuando se ha estudiado desde esta perspectiva, se han buscado las diferencias y los contrastes, no los componentes comunes. En el momento que se aborda en el libro, hay más conexiones que nunca. Entre otras cosas, hay más culturas que deciden utilizar la escritura como un componente esencial de su identidad. Hay más gente que lee, más gente que se escribe cartas. Gente humildísima: soldados chinos y romanos, mujeres chinas y romanas… Sí, se parecen más que nunca.

—¿Se cultiva tanto la diferencia por su rentabilidad?

—La diferencia es rentable a muchos niveles. Es rentable para los Estados, para los nacionalistas, para quienes se inventan civilizaciones en conflicto, para potenciar la agresión… También para que se constituyan lo que yo llamo poderes, poderetes y poderitos.

—¿Qué son poderes, qué poderetes y qué poderitos?

—Es una manera festiva y un poco irónica de defender que el poder se esconde en todas partes.

 

 

 

 

—¿Acierto si digo que Trajano, Ban Chao y Gan Ying son tipos enormemente curiosos que acaban, resignados, sucumbiendo a las circunstancias?

—No sé si sucumben. Gan Ying sí, pero no el que le manda, el general Ban Chao. Creo que nunca sucumbe. Creo que todos ellos tienen algo que es parte de la condición humana: curiosidad. La curiosidad no tiene fin y, por tanto, los que somos curiosos tenemos un componente de continua frustración.

—Es muy curioso lo que cuenta sobre los historiadores: a Sima Qian le dan a elegir: muerte o castración; Heródoto, Polibio o Flavio Josefo pasaron “por experiencias de extrañamiento, de exilio o de rehenes”. ¿A qué se debe esto?

—Tengo la impresión de que para que alguien se plantee pensar históricamente de una manera distinta a lo que se suele plantear, le viene muy bien, digamos, una experiencia límite. Una experiencia en la que distancias del grupo en el que participas o en el que te hacen distanciarte. Hace que veas la realidad de otra manera. China y el mundo grecorromano tienen una ventaja común: creen en la Historia como conocimiento. En este sentido, la Historia se convierte en un punto de referencia esencial para saber cómo varían sus maneras de entender el mundo.

—¿Qué me puede decir de Ban Zhao? Señala que, en la medida de su conocimiento, es “la primera autora de la historia del mundo de la que tenemos un texto que reivindica que las mujeres deben tener la misma educación que los hombres”.

—Ban Zhao hace un texto precioso en el que defiende que las mujeres tienen que recibir una educación equivalente a la de los hombres. ¿Por qué lo hace así? Porque hay gente en su época que no lo hace. Es muy hermoso también porque ella cuenta su propia experiencia. Dice: “Era una niña, me casaron de niña”. No se queja de esto porque no corresponde. “Con mucha angustia, me vi en otra familia y no tenía referentes, lloraba, sentía que iba a dejar mal a mi familia”. Entonces, sostiene que esto no debe pasar, que a las niñas hay que darles instrumentos. Hubo debate en los años 20 en China, del tipo: “¿Ban Zhao, en realidad, está defendiendo la forma tradicional?”. Defiende que está bien que las mujeres estén bajo el poder de los hombres, pero, claro, no tenía opción de decir otra cosa. Pero dice también: “Es necesario que las mujeres reciban esta cultura para estar al nivel, para poder educar a su familia”. De fondo, y yo lo reivindico, dice: “Tenemos que tener recursos. Tenemos que tener una habitación propia”.

 

 

 

 

—No le hubiera caído muy bien a Juvenal…

—Le hubiera caído bien a otros contemporáneos de Juvenal, pero no a Juvenal. Me interesa mucho: llevo casi cuarenta años trabajando en temas de masculinidad, feminidad y género. Me interesan los misóginos que escriben textos misóginos. A veces, no tenemos a las mujeres. Con los textos misóginos te puedes enfadar, muy bien, pero te dan una enorme cantidad de información. Por ejemplo, critica a mujeres pero, de repente, hay una mujer que le dice a su marido: “Oye, soy un ser humano. Soy un homo. Por tanto, tengo los mismos derechos que tú”. ¡Caramba! Y hay mujeres que lo saben todo. A él le molestan mucho, pero son cultísimas y maravillosas.

—Dión Crisóstomo critica cómo, en el circo, los alejandrinos se convierten “en gentes indignas y no libres”, habla de “epidemia”, cree que necesitan una “cura colectiva”. En primer lugar, ¿cuál es, en su opinión, el equivalente contemporáneo de ese circo?

—En este momento, hay una tendencia a que los medios estén controlados por grandes centros de poder. Creo que el conjunto de esos medios es ya un gran circo. También el deporte puede ser entendido así. No tengo la típica posición contra el deporte que se espera de la gente que se dedica al pensamiento. Por otra parte, es falsa: a la mayor parte de mis colegas les encanta el fútbol, y me parece maravilloso.

—En segundo, parece que no hemos cambiado tanto…

—Sí. Dión Crisóstomo es un personaje muy listo. Va a Alejandría a reñirles. Dice: “Qué bonita es la ciudad, es el centro del mundo, vienen las mercancías, fantástico”. Pero cuenta que la gente se pelea en el teatro, en el circo, que tiene que intervenir la autoridad romana, e insta a la gente a cambiar y a reflexionar. Es un personaje muy lúcido que pide racionalidad colectiva y distancia. A la vez, te da una cantidad de información preciosa: hay libios e indios en Alejandría escuchando y entendiendo el griego perfecto de la época.

 

 

 

—Y, para finalizar, ¿algún trasunto de Sahadeva ha terminado de conquistar el mundo?

—El tema de la India es fascinante. Diría que el Sahadeva, que es el personaje que se inventa el autor del Mahabharata y que manda emisarios para que Roma se rinda y el mundo entero, tiene interés porque es algo así como el representante de lo que no pasa en la India. El indio es un mundo complejísimo y hay alguien ahí inventándose muchas cosas. Entre otras, una hegemonía que nunca existió. Una de las ventajas de esta primera globalización, de la siguiente, la de Marco Polo, y de la del siglo XVI, es que no había hegemonías. La hegemonía occidental, diríamos, a partir del XIX, es una hegemonía excepcional. Cualquier persona razonable, incluyendo pensadores como Karl Jaspers, está en contra de ese modelo hegemónico. En este momento, hay intentos peligrosísimos de hegemonía mundial que, evidentemente, están produciendo ensangrentamientos del mundo extraordinarios.

 

 

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