Fidel Castro, la estrella de rock
Fidel Castro en su adolescencia.
Metido en el último surco de un boniatal en lo profundo de la campiña cubana, un estudiante de primer año de preuniversitario escuchaba la Dóbliu (W). Era el fin del año 1973 y la estación de radio extranjera transmitía el Hit Parade. Era la voz aterciopelada de Casey Kasem en el boniatal. Era la escuela al campo en la Cuba de sus Majestades Satánicas, los Castro Brothers.
El muchacho trajinaba con la antena de alambre. Estaciones de lugares tan remotos como Barquisimeto, Fort Lauderdale y Little Rock ( Beaker Street, KAAY, Underground Rock) entraban a su viejo radio portátil. Lo que captaba era la vida de los otros, y el estudiante era un espía. Si lo sorprendían escuchando lo que pasaba al otro lado del muro, sería expulsado del pre.
No habrá mandarria que derribe jamás el muro que separa a Cuba del resto del mundo. Es un Muro de los Lamentos y el Berliner Mauer enrollados en una sola tapia, pero sin cabilla, cantera o cemento. El océano es un mar de lágrimas y una barrera natural: la “maldita circunstancia”, cuyo límite está en todas partes y cuyo centro, blah, blah. . . Habrá que inventar una música acuática, una misa lacrimosa y un Bidet de Paulina que conmemoren y maldigan ese aislamiento metafísico. Un tarea para los ingenieros hidráulicos del próximo siglo.
Allá afuera, allende el boniatal, parecía estar pasando algo grande. El receptor soviético recogía mensajes en clave, de los que el joven espía solo descifraba algunas frases sueltas: There’s a new sensation / A fabulous creation / A danceable solution / A teenage revolution. . .
Los Beatles habían quedado atrás, eran cosa de los primos mayores. Lo suyo era el rock psicodélico. Sus ídolos fueron Robert Plant y Jimmy Page, de Led Zeppelin, y Brian Ferry y Brian Eno, de Roxy Music: Tired of the tango / fed up with fandango!
Enloqueció con Led Zeppelin desde que, cuatro años antes, Leandro Soto lo llevara a su casa de Punta Gorda a oír clandestinamente un 45 rpm que había traído de afuera su hermano, el marino mercante: A Whole Lotta Love en la cara A; y el piñazo de Communication Breakdown en la cara B.
La “Revolución” era, para él, solo 33 “revoluciones por minuto”, y el 59 quedaba en la remota antigüedad.
Una vez, un diplomático jamaiquino le regaló una cajetilla de Dunhill a la que le quedaban dos cigarros, y un número reciente de la revista Circus donde chocó por primera vez con Bowie. Un estudiante de Ámsterdam, de paso por La Habana, le había dado a escoger entre Good Bye Cream, de Eric Clapton, y el primer disco de Pink Floyd que escuchó en su vida, Ummagumma, una música que lo trastornó y que no entendió.
Se quedó con Cream. Bailó The Sunshine of Your Love con una mulata flaca en la sala de un apartamento en la calle Aguacate, concebido para una familia de cinco, donde cupieron cuarenta bailadores apilados.
Vivió como hippie en el cuarto de Eliades y Colchón, en la calle Lamparilla. Salió a jinetear a los puertos, y regresó con Exile on Main Street, de los Rolling bajo el brazo. Aprendió a chapurrear portugués con marineros chipriotas. Sus correligionarios eran iniciados en los misterios del rock: Benigno el hijo de Digna, Pedro el Fabuloso, Alejandro el Pelú, Tony el Alemán, Silverio, Cocacola y el Foca.
Una noche vio en la oscuridad de La Zorra y el Cuervo a Los Flores Plásticas. De un apartamento donde celebraban los quince a una desconocida lo sacaron a patadas por haberse colado. Adentro tocaban Los Kent.
En la saleta de Manuel Antonio Ureña, que había recibido en la valija diplomática de su tía el último álbum de King Crimson, tomó té negro y pidió permiso para ir al baño. Aquel día habían cortado el agua, y lo expulsaron de esa fiesta también, y lo humillaron y se rieron de él desde el balcón, mientras bajaba cabizbajo por la calle B.
Un fin de año, en la residencia de Raúl Chaveco, en el Prado –esa casa que en el 71 fue más importante para la cultura cubana que la del vecino de la calle Trocadero– pudo ver en vivo a Los Almas Vertiginosas.
Y, sin embargo, Fidel Castro era, ya en aquel entonces, la auténtica estrella de rock. Su escenario satánico fueron las ruinas de Cuba
En la esquina de San Lázaro y Genios discutió interminablemente con Julito Buendía, el bajista de Nueva Generación, sobre la relativa importancia de Slade. Una madrugada, en compañía de Pedrito Campos y Carlos el Gago, fue asaltado por un delincuente que pretendía arrebatarle una casetera portátil, mientras escuchaban por milésima vez la versión larga de Inna-Gadda-Da-Vida, de Iron Butterfly.
Y, sin embargo, Fidel Castro era, ya en aquel entonces, la auténtica estrella de rock. Su escenario satánico fueron las ruinas de Cuba, una Habana convertida en Dresde que sirvió de trasfondo a su Apocalipsis unipersonal. La cultura que creó la música que oíamos en un remoto boniatal villaclareño, se originó en Cuba, así como la idea de lo revolucionario que subyace en el ímpetu iconoclasta del rocanrol.
Hoy sabemos que las barbas y las melenas de los rebeldes dieron origen al hipismo. ¡Pero, ay, nuestro héroe en camuflaje de Flogar y gafas Dorticós terminó engullendo a sus propios epígonos! Como un camaleónico David Bowie, Fidel Castro cambió, mutó, arrojó el traje verde de extraterrestre con que había bajado de la montaña y asumió el disfraz heavy metal de Gran Dictador.
Bowie ha dicho que Hitler fue la primera estrella de rock. En sucesivas transmutaciones, Fidel Castro llegaría a ser Fiscal, Torturador, Poeta, Padre de la Historia y Médico Mundial. Devendría luego Creyente, Déspota, Deportista y Judas Convaleciente. Todavía existe, por mediación de sus dobles: su estrella invertida asoma en el falso travestismo de Mariela, en el brutalismo de Raulín, en las barbas radioactivas de su semilla del Diablo.
Lo adivinamos incluso en Armando Roblán y en Armando Pérez Roura, en las banderas negras de ISIS, en el álbum Sandinista!, de The Clash, en Bananas de Woody Allen, en el estalaje del penúltimo Michael Jackson, y hasta en en los caprichos de El hombre más interesante del mundo (“En su tarjeta de donación de órganos también está registrada su barba”).
Y quizás debiéramos admitir, por fin, que disfrutamos el rocanrol en las condiciones ideales de terror y persecución en que debió escucharse esa música revolucionaria. Tal vez solo nosotros, de entre todos los rockeros del mundo, lo entendimos realmente. La canción de los Rolling que descubre a Satanás en cada momento de horror de la historia universal es una oda secreta a Fidel Castro. Si lo entendiéramos así, quién sabe si alguna vez lleguemos a sentir simpatía por el Diablo.