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Financiando chantajes

Una lengua común es condición esencial para que exista una ciudadanía común. Por eso, el ciudadano no puede asumir el gasto en traductores del Congreso de forma indolente

Un gasto público de 800.000 euros podría parecer, a simple vista, una nimiedad en comparación con el total que desembolsan las administraciones del Estado. Sin embargo, la responsabilidad de todo ciudadano de una sociedad democrática, como la española, es no renunciar a su juicio crítico y escrutar el uso que sus dirigentes hacen de los poderes que se les han conferido. Por eso, 800.000 euros de dinero público es una cifra relevante en sí misma y también en función de su destino. Y si este destino es la financiación de los servicios de traducción en el Congreso de los Diputados, entonces la conclusión no puede ser un asentimiento indolente. El uso de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados ni responde a una necesidad social, ni encuentra aval expreso en la Constitución, que dispone en su artículo 3 dos mandatos claros: que el castellano es la lengua oficial del Estado y que las demás lenguas españolas «serán también oficiales» en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus estatutos.

La diversidad lingüística es una riqueza cultural, por supuesto, pero siempre que se mantenga en ese ámbito y se ejerza conforme a la libertad individual de cada ciudadano. Una lengua común es condición esencial para que exista una ciudadanía política común. La izquierda, que se declara heredera de los valores de la Revolución Francesa, tendría que saber bien el efecto igualitario que produce la cohesión lingüística. En la institución que representa la soberanía del pueblo español -el Senado es la Cámara territorial y cumple una función coherente con el uso de las lenguas cooficiales-, la fragmentación de las lenguas es una táctica política de las minorías nacionalistas, consentida por la izquierda en el proyecto común de desvitalizar los fundamentos de la ciudadanía común española.

Quien quiera ser ingenuo y decir que nada malo hay en el uso de las lenguas españolas en el Congreso de los Diputados saldrá de su sueño buenista en cuanto compare el trato que recibe el castellano, por ejemplo, por parte de las instituciones catalanas. La marginación del castellano es directamente proporcional a la exaltación del catalán como principio del esencialismo nacionalista. Con el nuevo presidente socialista de Cataluña, Salvador Illa, se va a endurecer esta política monolingüística. El castellano no solo molesta en las aulas de los colegios catalanes, también en sus patios y más en aún en las casas de los niños y jóvenes. A la pregunta de qué hay de malo en que el catalán, o el vascuence o el gallego sea oficial en el Congreso de los Diputados, responde el proyecto confederal que, de forma inconstitucional, quieren impulsar el PSOE y Esquerra Republicana de Cataluña. Todas estas son caras del mismo poliedro.

El Congreso de los Diputados no paga 800.000 euros para cuidar la pluralidad lingüística española, sino para importar el proyecto nacionalista de la exclusión del castellano. Es un gasto innecesario porque el castellano es la lengua oficial del Estado. Y es un gasto políticamente inaceptable porque responde a la alianza de intereses entre una izquierda obsesionada por el poder y un nacionalismo depredador y oportunista.

La falta de respeto por el dinero de los contribuyentes se enmascara con excusas amables sobre la pluralidad de España. Y, en efecto, España es plural y diversa, pero por eso son necesarios elementos de cohesión, porque la diversidad lingüística, como arma política de separación, conduce a la balcanización de un país. Babel fue un castigo.

 

 

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