Carme Forcadell, presidente del Parlamento catalán
Imagino que era consciente de lo que iba a hacer aunque quizás, como ocurre cuando la pasión se impone a la razón, no calculó bien las consecuencias. El hecho es que se trata de la primera personalidad en mucho tiempo -si no me equivoco, desde que el coronel Tejero entró en el Congreso de los Diputados con una pistola en la mano- que se atreve a suspender la legalidad vigente para asumir poderes extraordinarios en una institución del Estado español. Estoy segura de que ella no se reconocería en estas palabras, pero al cabo, por muy mal que suene, eso es lo que ha pasado.
Hace falta valor para que la presidenta de una cámara se oponga al criterio de sus propios letrados y pase por encima del dictamen del Consejo de Garantías cuyas decisiones está obligada a acatar. Se lo reconocería si la tirantez de su gesto, el fanático brillo de sus ojos, no clasificaran su coraje en una categoría en la que no encuentro nada admirable. A pesar de todo, con su inofensivo aspecto de pajarillo y su voz de maestra de Primaria, Forcadell no me resulta odiosa.
Aunque no sé explicar muy bien por qué, lo cierto es que sobre todo me da lástima, tanta como la imagen de un hemiciclo medio vacío en el que se canta un himno acompañado por el clamoroso silencio de muchos bancos vacíos. Es difícil concebir una imagen menos heroica, menos prometedora de un futuro feliz, pero su patetismo no adelgaza las responsabilidades de Carme Forcadell. Al atropellar los derechos de la oposición, incumplir el reglamento e instalarse en la ilegalidad, ella le ha dado a Rajoy, uno de los principales culpables de la fractura de la sociedad catalana, la oportunidad de quedar como un hombre de Estado, generoso y mesurado. No me parece un pecado menos imperdonable que los demás.