Democracia y Política

Fracaso

Hace ocho días, Héctor Riveros publicó una columna en La Silla tituladaPetro, una oportunidad perdida”. Riveros muestra una consecuencia inadvertida que puede tener el hecho de que el gobierno fracase. Si fracasa, como parece estar haciéndolo (bajo la percepción del mismo gobiernode quienes fueron parte del gobiernode la oposiciónde la opinión pública y de la mayoría de la gente), lo que está en juego –dice Riveros– no es sólo el legado del presidente, sino, en alguna medida, la legitimidad del sistema político.

El argumento es el siguiente. El sistema político ha estado cerrado para ideas y personas de izquierda, como el presidente. El hecho de que se haya abierto, por primera vez, podría permitir que gane legitimidad; ampliándose, permitiría que nuevas ideas y reclamos no atendidos se puedan tramitar institucional y democráticamente. Sin embargo, la apertura del sistema no parece haber dado frutos.

Esto hará que muchas personas, en particular las personas pobres (que sienten que “el estado es un obstáculo, los políticos son rateros, los ricos se enriquecen a costa de los pobres”) y grupos organizados (que “tienen la absoluta convicción de que el ‘orden establecido’ está diseñado para mantener unos privilegios”), sientan que, más que el presidente, lo que está mal es el sistema, que no permite que se hagan las reformas necesarias para mejorar la vida de las personas.

Riveros es claro al decir que, en la práctica, el fracaso del gobierno es, en buena medida, atribuible al propio gobierno. Pero también advierte que las consecuencias de ese fracaso son especialmente graves para el “establecimiento” y para el sistema, pues con el fracaso de este gobierno, y de este presidente, fracasa también la legitimidad del orden colombiano.

Por eso, Riveros insiste en que para que al sistema le vaya bien, al presidente y al gobierno les tiene que ir bien. El establecimiento –advierte– tiene que darse cuenta de esto, y tiene que contribuir a que el gobierno sea exitoso.

El argumento, hasta aquí, parece sencillo, pero se vuelve peligroso cuando Riveros lo extiende a quienes hemos criticado al gobierno: “Las exageraciones, el doble rasero e incluso las mentiras, además del rosario de adjetivos y descalificativos contra el Presidente, solo sirven para profundizar la convicción de los sectores que Petro representa. Claro, la razón con la que se justifica esa conducta es válida: las críticas al gobierno son un derecho y sí, pero también generan unas consecuencias”.

Las consecuencias a las que hace referencia Riveros son, claro, que, a través del ejercicio de la crítica, se contribuya a que el gobierno pierda legitimidad y se les transmita a sus seguidores la idea de que “no lo dejaron gobernar”. Como Riveros explica, “el peor escenario en el 2026 es que no solo no hayamos ganado confianza para el sistema, sino al contrario, que la desconfianza haya crecido e incluso para un determinado sector de la sociedad sus percepciones se hayan confirmado. Para ese sector estará suficientemente probado que todo está hecho para conservar privilegios y que ‘por las buenas no se puede’”.

Riveros siempre ha sido un defensor de las instituciones democráticas colombianas. De hecho, hay un argumento para decir que él, como magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia y como autor del documento Morón-Riveros, que hizo posible la celebración de la Asamblea Nacional Constituyente (en la que luego participó como viceministro del interior), fue uno de los creadores de ese orden institucional.

Sin embargo, lo que su columna parece sugerir es absurdo. El presidente ha fracasado (o, para ser justos, está fracasando) no porque el establecimiento esté en su contra, porque las instituciones lo estén persiguiendo o porque los medios de comunicación estén criticándolo. Sugerir eso es creerse y replicar un discurso de victimización que es, sencillamente, falso.

El gobierno es un fracaso porque el presidente, ante los conflictos entre sus ideas y la realidad, se queda con las ideas. También, porque ha decidido gobernar con personas que no saben administrar y dirigir entidades y sectores complejos. Por el contrario, se ha rodeado por personas que, por lagartería o por ideología, prefieren decirle que sí a todo lo que el presidente propone, a pesar de que luego no puedan llevar a cabo esas órdenes. El presidente se ha construido una cámara de eco propia, no con uno sino con dos periódicos de propaganda, y ha preferido desoír las críticas (que, claro, a veces son duras y personales, pero no necesariamente falsas) para construirse un mundo paralelo sobre dos ideas que son contradictorias: por un lado, que el gobierno es un éxito, y, por el otro, que no lo están dejando gobernar y que el establecimiento lo quiere tumbar.

El presidente y el gobierno han insistido varias veces en una idea curiosa: que a pesar de que llegaron a la presidencia, no llegaron, en verdad, al poder. Esto, que es una idea marxista, parece indicar que el poder no está verdaderamente en la presidencia de la república, sino, más bien, en quienes tienen la plata y controlan los medios de comunicación, los líderes de opinión y los políticos de oposición que, bajo esa narrativa, no han dejado que el presidente gobierne.

Esta imagen del poder no es sólo simplista, sino también falsa. Es verdad que hay personas que tienen poder de influencia. Sin embargo, ninguno de los poderes que hay en Colombia compite, de forma directa, con el poder que el presidente puede ejercer a través del ejercicio de sus funciones. El poder del ejecutivo es increíble, y, bien usado, puede lograr transformaciones extraordinarias. Mal usado, puede producir sufrimiento y miseria.

Pero tiene razón el presidente al decir que llegó a la presidencia, pero no al poder. O, más bien, llegó al poder y no ha sabido cómo usarlo. El poder, en el caso del presidente, es más de ejercer que de tener. Los presidentes más exitosos son los presidentes minuciosos, cumplidos, exigentes con sus funcionarios, que saben oír consejos y rodearse bien, y que son realistas. Ser realista, en el caso de un presidente, implica conocer profundamente el Estado y la administración.

Es la administración, y no la retórica o la ideología, la verdadera herramienta de poder de un presidente que quiera lograr transformaciones estructurales. Fue el instrumento de López Pumarejo, de Carlos Lleras y de Gaviria. La retórica, que ha sido un instrumento útil para muchos líderes políticos, se queda corta cuando se trata de movilizar a una burocracia cada vez más sofisticada, pero aún contaminada por el clientelismo, para conseguir transformaciones profundas.

Recuerdo perfectamente a alguna ministra del gobierno anterior quejándose porque a Duque “no lo dejaban gobernar”. En ese momento, los duquistas no se referían al establecimiento, sino a la oposición, que criticaba las políticas del presidente y amenazaba con hacerles mociones de censura a sus ministros, a los caricaturistas y opinadores, que se burlaban de las salidas en falso del presidente, y a las personas que salieron a marchar en contra del gobierno. En esa ocasión, como en esta, la voz de victimización por parte del gobierno era ridícula: el presidente de Colombia sí que tiene poder y puede gobernar si se lo propone.

Sin embargo, gobernar en Colombia implica que la voluntad de los presidentes tenga límites legales y encuentre barreras en intereses de terceros. Esas barreras son legítimas. El Congreso puede hundir reformas (y eso no implica un saboteo o un golpe de Estado). La burocracia debe cumplir la ley y debe seguir los procedimientos establecidos. La Fiscalía puede investigar donaciones ilegales y la Procuraduría puede sancionar a ministros. Esto, que les ha pasado a todos los gobiernos, no ha sido nunca la preparación de un golpe de Estado. En este caso tampoco lo es. Lo que estamos viendo no es el fracaso de un sistema, sino, precisamente, un sistema que, aunque imperfecto, está funcionando.

Para Riveros, “el indicador principal de éxito del gobierno Petro es el de la legitimidad del sistema y ahí sí que se cumple ese lugar común de que si le va bien a él nos va bien a todos”.

Este es un argumento falaz. El éxito del sistema no depende de que se haga la voluntad de un gobernante, ni la legitimidad del sistema depende de que un presidente tenga éxito. El éxito del sistema que tiene Colombia, y que es sobre todo procedimental (de reglas de juego, de instituciones, de poder limitado, de pesos y contrapesos), está ligado a que los gobernantes traten de hacer bien su trabajo, sin extralimitarse, y, sobre todo, a que los gobernantes sean leales con el sistema y sus valores. Los logros sociales que ha logrado Colombia en los últimos treinta años no han sido a pesar del sistema sino gracias a él.

En este caso, la persona que más ha minado la confianza en el sistema no es el exfiscal, ridículo como en ocasiones parece ser, ni la procuradoraconectada como está con casas políticas cuestionadas, sino el presidente, que se ha dedicado a vender la idea de que él es una víctima de las instituciones y de que son ellas quienes están intentando hacerle un golpe blando. Así, ha hablado de rupturas institucionales y de un enemigo interno. Así, convocó una marcha para presionar a la Corte Suprema de Justicia.

Si el indicador principal del éxito del gobierno es el de la legitimidad del sistema, en vez de celebrarle al presidente sus desafueros, o en vez de dejar de decirle charlatán, o mentiroso (como yo lo he hecho en esta columna), o en vez de aprobarle sus reformas porque nos asusta lo que pueda pasar si sus seguidores se frustran o se enojan, debemos exigirle a él que sea respetuoso de la institucionalidad de Colombia.

Es verdad que el presidente es un caso extraño dentro de la historia de Colombia. Es, probablemente, el primer presidente de izquierda, es un exguerrillero y ha sido un gran contradictor de quienes, históricamente, han tenido poder. Sin embargo, en términos legales, el presidente es sólo un presidente más, como el que vino antes, y como el que vendrá en 2026, y tiene que cumplir las reglas que otros antes tuvieron que cumplir, y someterse, como es costumbre en Colombia, al ridículo y a la crítica de los medios y de la ciudadanía y a los límites que la Constitución le impone a su voluntad.

Asociar la legitimidad de un sistema político al éxito de un solo gobierno es peligroso.  Asociarla al éxito de un presidente que ha desmontado la tecnocracia, que parece estar sujeto a chantajes, que no ha podido persuadir a las personas o al Congreso de la necesidad de sus reformas y que insiste en que ese sistema está organizado en su contra puede ser un desastre.

El reto de quienes pensamos que este gobierno ha sido un fracaso es mostrar, con pruebas y con argumentos, que ha sido un fracaso causado por el gobierno mismo, y que el sistema que tenemos está listo para tener –y para controlar– a un gobierno que tenga no sólo la voluntad, sino también la capacidad, de hacer grandes transformaciones.

 

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