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Francia, ante el ocaso de la V República

                                Presidente de Francia, Emmanuel Macron / Foto EFE

 

Francia cerró un ciclo histórico en la noche del domingo. El que se abre en 1958 con la Constitución de la V República bajo la tutela del general Charles De Gaulle. Lo que viene ahora es imprevisible.

El modelo que aquel texto constitucional del 58 ponía en pie –y que consolidaba, sobre todo, la reforma de 1962– buscaba una salida a la insoportable inestabilidad del decenio precedente, el de una IV República que, en sus doce años de vigencia, había visto pasar veintidós gobiernos y dieciséis presidentes del Consejo de Ministros.

La idea motriz de De Gaulle fue la de dotar al Estado de una fuerte estabilidad, asentada sobre un sistema electoral mayoritario a doble vuelta, que excluía a los partidos minoritarios del Parlamento, y, sobre todo, a partir del 62, de una elección separada de la Presidencia mediante voto universal directo, que dotaba al presidente francés de unas potestades ejecutivas sólo comparables a las de la Presidencia norteamericana.

«La Quinta» estaba redactada a la medida exacta del personaje mitológico que fuera el general De Gaulle para la Francia del siglo XX. Y funcionó como un cronómetro, mientras el general estuvo en condiciones de permanecer al mando de la nave: exactamente, diez años, tres meses y 20 días. Cuando el referéndum de 1969 lo deja definitivamente fuera del juego del poder, la máquina del Estado comienza a revelar sus fallas, que la insurrección de 1968 había puesto ya en evidencia crítica. Pompidou, primero, Giscard d’Estaing, después, no eran personajes que pudieran asumir la función mitológica que el gaullismo exigía. Y sólo François Mitterrand –enemigo inconciliable del general– lograría, desde el horizonte socialista, recomponer algo del carisma «de monarca republicano» que define al presidencialismo gaullista.

El siglo XXI ha vivido la agonía de la V República. Como prolongación y cierre de una identidad nacional, fuertemente interiorizada por la ciudadanía, que constituía su cimiento. A lo largo de los cuatro últimos decenios, Francia ha dejado de ser una nación. La fractura que la creciente población musulmana ha introducido en la vida cotidiana acabó por definir dos comunidades blindadas entre sí y, no ya ajenas, sino fuertemente confrontadas. La periferias de las grandes ciudades se han ido radicalizando a una velocidad vertiginosa.

Pasear por Saint Denis no es ya pasear por una ciudad francesa. Ni siquiera por una ciudad europea. Es moverse en una conglomeración urbana magrebí. Con sus peculiaridades religiosas, sociales, políticas… Los atentados de Charlie Hebdo y el Bataclán, los masivos asesinatos de Niza, en plena celebración de la fiesta nacional, o los acuchillamientos de profesores laicos en los liceos de enseñanza media, han venido dando buena cuenta de hasta qué punto entre esas comunidades se juega una guerra latente.

La «disfuncionalidad» lleva muchos años siendo el tópico más repetido entre los analistas políticos franceses. Se resume en una constatación: la Quinta República sigue formalmente en pie, pero la nación sobre la cual se configuró su sujeto constituyente dejó de existir hace mucho. El malestar ciudadano ha ido royendo el día a día de los franceses. El malestar ante ciudades como Marsella, que es hoy dominio casi exclusivo de las mafias del narcotráfico norteafricano, o ante la supresión de libertades y derechos republicanos en las periferias de las grandes capitales, ha llegado a un punto insoportable.

Para una ciudadana no ataviada con las vestimentas que el islam juzga apropiadas, pasear por esas zonas se ha convertido en práctica de riesgo. La pequeña delincuencia campa allí por encima de cualquier control policial eficiente. Los gangs del menudeo de drogas se entrelazan con las organizaciones yihadistas más violentas –y mejor armadas– de Europa. Y no fue ningún azar que las milicias de origen europeo que lucharon junto al Daesh en Irak y Siria provinieran de esas conglomeraciones musulmanas francesas. Ni lo es que, como respuesta a los asesinatos del Bataclán, el presidente Hollande optara por el bombardeo por la aviación francesa sobre la ciudad de Raqqa, encomendada por el Daesh a los milicianos franceses.

Desde sus inicios, el movimiento puesto en marcha por Jean-Marie Le Pen halló en ese conflicto su suelo nutricio. El Front National explotó eficazmente el malestar de las periferias obreras, a favor de un discurso abiertamente xenófobo y, en lo que al viejo patriarca concierne, fuertemente marcado por un racismo de matriz filo-nazi explícita. No pasó de ser un grupúsculo apenas significativo hasta el inicio de los años ochenta.

El presidente socialista François Mitterrand concibe entonces lo que su hombre de confianza, Pierre Beregovoy, describiría ante la prensa amiga como «una idea genial»: favorecer la promoción televisiva del líder de la extrema derecha para erosionar los votos de la derecha y el centro-derecha franceses. La operación mediática triunfa y Jean-Marie Le Pen inicia su escalada electoral en flecha. Con un factor imprevisto: el electorado que, de inmediato, se traga no es el de la derecha clásica, es el del Partido Comunista Francés en las periferias obreras, las más castigadas por la irrupción islámica.

Pero el peso arcaizante de Jean-Marie Le Pen pone un lastre a ese ascenso. Su desplazamiento a cargo de su hija Marine marca la modernización radical del discurso lepeniano. El racismo explícito del padre deja lugar, en la hija, a un discurso de la defensa de la ciudadanía republicana amenazada por el teocratismo musulmán. El roce con la realidad irá puliendo las aristas del partido familiar de los Le Pen. Y, por primera vez, Marine pasa a poder confrontarse en una segunda vuelta presidencial con posibilidades reales de hacerse con la presidencia.

Es laminada en dos convocatorias sucesivas por un Emmanuel Macron que deja cruelmente al desnudo las ignorancias de la heredera de Jean-Marie. Tras esa dolorosa experiencia, Marine reconfigura definitivamente su movimiento: desdibuja las exigencias de abandono de la Unión Europea y de la moneda única, se apropia de elementos clásicos del discurso gaullista y cambia el nombre de la organización. El término «Frente», la agresividad de cuyas resonancias era poco aceptable para un electorado moderno, es sustituido por el de «Agrupación», incomparablemente más neutro. Y, en las europeas del domingo pasado, exhibe la «renovación generacional» de un candidato, Jordan Bardella, de apenas 29 años y aires manifiestamente modernistas.

Le Pen está a las puertas del poder en Francia. Macron la sabe. Y sabe que nada, constitucionalmente, puede hacer para impedirlo. Su reacción institucional ha sido casi un automatismo de Estado: disolver el Parlamento y convocar elecciones legislativas. Si el Rassemblement National confirmara en ellas su éxito, se vería obligado a dimitir y convocar elecciones presidenciales. La «cohabitación» está completamente excluida en este caso, entre contendientes que se odian por encima de cualquier compromiso. Y, con una legislación que impide a Macron volver a ser candidato, Marine Le Pen se quedaría sin adversario. O peor: tendría por adversario a alguien tan funesto, al menos, como ella: el izquierdista antisemita Jean-Luc Mélenchon. Verdaderamente, Francia entra en tiempos difíciles.

 

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