Francisco de Miranda y la traición a la libertad en Venezuela
Incluso para los estándares de una época extraordinaria, fue una vida notable. Francisco de Miranda, nacido en Venezuela en 1750 y quien muriera en una prisión española hace 200 años este mes, fue soldado, estadista, estudiante de los temas militares y de filosofía, mujeriego y vividor. Por encima de todo, él era un relacionista público sin par y líder autoproclamado en la causa de la independencia de América del Sur del dominio español. Los gobernantes populistas de la actual Venezuela lo consideran un antecesor, pero la vida tumultuosa de Miranda es un reproche al antiliberalismo de ellos.
Se reunió con todos los personajes importantes en el mundo atlántico durante la era de la revolución: Washington, Jefferson y Hamilton; Tom Paine y Lafayette; Pitt y Wellington; Napoleón y Catalina la Grande de Rusia; Joseph Haydn y Edward Gibbon; Jeremy Bentham y Lady Hester Stanhope. Tuvo a varios de ellos como amigos y protectores. Un hombre de la Ilustración, podía conversar en cinco idiomas, así como leer latín y griego. Su biblioteca de 6.000 libros en la casa en Fitzrovia, Londres, que fue lo más cercano que tuvo a un hogar, fue una de las más grandes de la época. Era, como destaca Karen Racine, en una biografía reciente, «una celebridad internacional, un huésped imprescindible en toda cena de un anfitrión liberal».
Como oficial en el ejército español, luchó en Marruecos, y contra los británicos en la Florida durante la Guerra de Independencia estadounidense. Despreciado y visto con desconfianza, se volvió contra España. El resto de su vida se convirtió en una búsqueda de la liberación de América del Sur, y para ello sus principales recursos eran el encanto, una conversación inteligente y una inquebrantable y positiva visión de sí mismo. Un viajero incansable y agudo observador, recorrió todos los Estados Unidos y Europa occidental, y luego Grecia, Turquía y Rusia. Catalina, encaprichada con el guapo sudamericano, lo nombró Conde; las afirmaciones de algunos biógrafos excitables de que eran amantes carecen de pruebas.
En 1792 Miranda se hizo presente en la Francia revolucionaria. Fue designado mariscal del ejército. Él se defendió bien en las batallas contra la coalición austro-prusiana (su nombre está inscrito en el Arco de Triunfo en París) antes de ser víctima de la intriga. Dos veces en prisión durante el Terror, escapó de la guillotina gracias a su popularidad y sangre fría.
Como corresponde a un hombre a quien Napoleón juzgó un Don Quijote «más sano», a los 55 años Miranda zarpó con sólo tres naves y unos 180 recién reclutados neoyorquinos para liberar a su tierra natal de España. La expedición fracasó. De vuelta en Londres, fue persuadido por el joven Simón Bolívar para volver a intentarlo. Después de que Venezuela declarase su independencia en 1811, Miranda fue puesto a cargo de las fuerzas patriotas. Pero él era muy mayor y, después de 40 años en el extranjero, ignorante de las realidades locales; se vio obligado a negociar la paz. En una de las grandes traiciones de la historia, Bolívar, que había jugado un papel importante en la derrota, entregó a su héroe caído a los españoles. El hombre más joven fue quien se convirtió en el gran libertador del norte de Sudamérica.
La mayoría de las revoluciones desdeñan el pasado. No así las de América Latina (que a menudo afirman haber luchado contra un segundo imperialismo, el de los Estados Unidos). Esto es especialmente cierto de la «revolución bolivariana» de Hugo Chávez, que utilizó la riqueza del petróleo (ahora agotado) para construir una autocracia electoral y una economía controlada por el Estado (ahora en ruinas). Tal vez porque Estados Unidos nunca dominó Venezuela como sí lo hizo con Cuba, o porque él llegó al poder mediante un golpe militar fallido y después por elecciones, no por un levantamiento popular, Chávez buscó constantemente asociarse con los líderes de la independencia de su país. En el Panteón Nacional en Caracas el 14 de julio, Nicolás Maduro, sucesor elegido de Chávez, marcó el bicentenario de la muerte de Miranda declarándolo «un venezolano universal» y (misteriosamente en un soldado) «Almirante en jefe de la Nación«. Si Miranda estuviera vivo hoy «sería un chavista«, opinó el líder del actual partido en el poder.
Ciertamente no. Es cierto que Miranda era un anti-imperialista y creía en la solidaridad continental contra España. Pero era un admirador de toda la vida de los Estados Unidos y (especialmente) de Gran Bretaña. Su filosofía política era un liberalismo moderado. Su experiencia personal le generó un horror particular hacia el extremismo jacobino. En un folleto publicado en Francia donde critica al Terror, Miranda «recomendaba que las diversas ramas del gobierno se mantuvieran separadas, cada una encargada de la supervisión de las otras», como escribe la Sra. Racine. Para Venezuela, un país cuyo presidente este mes le concedió al ejército amplios poderes sobre la producción y distribución de alimentos, que ignora al parlamento controlado por la oposición y cuyos tribunales se arrodillan ante el ejecutivo, ése sigue siendo un buen consejo.
Traducción: Marcos Villasmil
ORIGINAL EN INGLÉS:
The Economist
Lessons from a liberal swashbuckler
Francisco de Miranda and the betrayal of liberty in Venezuela
EVEN by the standards of an extraordinary age, it was a remarkable life. Francisco de Miranda, who was born in Venezuela in 1750 and died in a Spanish prison 200 years ago this month, was a soldier, statesman, student of military affairs and philosophy, womaniser and bon vivant. Above all, he was a peerless networker and self-appointed leader in the cause of independence for South America from Spanish rule. The populist rulers of present-day Venezuela claim Miranda as a forebear, but his hurly-burly life is a rebuke to their illiberalism.
He met everyone who was anyone in the Atlantic world in the age of revolution: Washington, Jefferson and Hamilton; Tom Paine and Lafayette; Pitt and Wellington; Napoleon and Catherine the Great of Russia; Joseph Haydn and Edward Gibbon; Jeremy Bentham and Lady Hester Stanhope. He counted several of them as friends and protectors. A man of the Enlightenment, he could converse in five languages as well as read Latin and Greek. His library of 6,000 books in the house in Fitzrovia, London, that was the closest he came to a home was one of the largest of the age. He was, as Karen Racine, a recent biographer, puts it, “an international celebrity, a must-have guest at any liberal host’s dinner party”.
As an officer in the Spanish army he fought in Morocco and in Florida against the British during the American war of independence. Slighted and mistrusted, he turned against Spain. The rest of his life became a quest for the liberation of South America, in which his main resources were charm, intelligent conversation and an unshakable self-importance. A tireless traveller and acute observer, he roamed across the United States and western Europe, and on to Greece, Turkey and Russia. Catherine, infatuated by the handsome South American, made him a count; the claims of excitable biographers that they were lovers lack evidence.
In 1792 Miranda turned up in revolutionary France. He was appointed a marshal in the army. He acquitted himself well in battles against the Austrian-Prussian coalition (his name is inscribed in the Arc de Triomphe in Paris) before falling victim to intrigue. Twice imprisoned during the Terror, he escaped the guillotine thanks to his popularity and sangfroid.
Fittingly for a man whom Napoleon judged a “saner” Don Quixote, at the age of 55 Miranda set sail with just three ships and some 180 freshly recruited New Yorkers to liberate his homeland from Spain. The expedition failed. Back in London, he was persuaded by the young Simón Bolívar to try again. After Venezuela declared independence in 1811, Miranda was put in charge of the patriot forces. But he was old and, after 40 years abroad, ignorant of local realities; he was forced to negotiate peace. In one of history’s great betrayals, Bolívar, who had played a big role in the defeat, handed his fallen hero over to the Spaniards. It would be the younger man who became the great liberator of northern South America.
Most revolutions disdain the past. Not so those in Latin America (which often claim to have fought a second imperialism, that of the United States). That is especially true of Hugo Chávez’s “Bolivarian revolution”, which used oil wealth (now dried up) to build an elected autocracy and a state-controlled economy (now in ruins). Perhaps because the United States never dominated Venezuela as it did Cuba, or because he came to power via a failed military coup and then an election, not a popular uprising, Chávez constantly sought to link himself to his country’s independence leaders. At the national pantheon in Caracas on July 14th, Nicolás Maduro, Chávez’s chosen successor, marked the bicentenary of Miranda’s death by declaring him (rightly) to be “a universal Venezuelan” and (mysteriously of a soldier) “admiral-in-chief of the nation”. If Miranda were alive today, “he would be a chavista,” opined a leader of the ruling party.
Like hell. True, Miranda was an anti-imperialist and he believed in continental solidarity against Spain. But he was a lifelong admirer of the United States and (especially) Britain. His political philosophy was moderate liberalism. Personal experience gave him a particular horror of Jacobin extremism. In a pamphlet published in France criticising the Terror, Miranda “recommended that the various branches of government be kept separate, each charged with oversight of the others”, as Ms Racine writes. For Venezuela, a country whose president this month granted the army sweeping power over food production and distribution, who ignores the opposition-controlled parliament and whose courts bow to the executive, that remains sound advice.