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Francisco Suniaga: ¿Y ahora qué hacemos?

 

La pregunta que hay que hacerles a quienes plantean una cohabitación es: ¿ustedes están seguros de que quieren convivir con eso?

 

Es una pregunta vieja que suele no tener respuesta pues aparece cuando se llega al llegadero en la política. Cuenta el doctor Paul Schmidt, su traductor, que Adolfo Hitler se la hizo al ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop, el primero de septiembre de 1939, tras el ultimátum de Francia e Inglaterra horas después de su invasión a Polonia. El diplomático alemán había estado convencido, y así se lo había asegurado a su Führer, de que los aliados se quedarían de nuevo con los brazos cruzados. El silencio fue su respuesta.

Esa es la misma infausta pregunta que se harán los opositores, si después del 10 de enero Nicolás Maduro continúa, tranquilazo, ocupando el palacio de Miraflores y a cargo del gobierno. Los opositores saben, por lo menos, cuál no es la respuesta. La experiencia del 28J es demasiado poderosa como para ser ignorada. No se puede creer en acuerdos de buena voluntad cuando la perversidad es el valor de quien negocia al otro lado de la mesa. Adiós elecciones, adiós cooperación, adiós convivencia: una negociación con Maduro tendría que ser muy sui generis, la más próxima, la que hizo Pablo Morillo con Bolívar.

Hay un grupo de venezolanos que de la manera más honesta piensan en un arreglo con Maduro. En una convivencia, delimitada por la corrección y decencia políticas, con un régimen que poco a poco (dicen que hasta el 2030) irá entendiendo razones y cediendo espacios y por eso, para comenzar, hay que participar en las elecciones de 2025, como pide Maduro. Es un proceso largo en el que, en algún momento, Maduro comprenderá que Venezuela definitivamente no lo quiere y, entonces sí, se irá pacíficamente.

En ese grupo hay gente muy calificada académicamente, profesionales extraordinariamente competentes en sus ámbitos de trabajo, gente honesta y buena, pues. Pero están equivocados. Ocurre que esa fue precisamente la consulta que se hizo el 28J. Esas elecciones, hace apenas cinco meses, en las cuales disfrutaron del mayor ventajismo y le negaron abusivamente el derecho al voto a millones de venezolanos fueron aplastados por el bravo pueblo. Cuando Edmundo González más que doblaba a Maduro en votos (67% vs 30%), decidieron dejar de lado la pantomima democrática y dar el golpe criminal. ¿Qué cosa puede haber cambiado ahora para creer que sí es posible entrar de nuevo en un proceso que conduzca a unas elecciones? Nada, simplemente ese no es el camino ahora.

Si se tiene claro lo que no se quiere, es más fácil alcanzar el mayor consenso posible sobre lo que habrá que hacer. Algo distinto a lo hecho, obviamente. Porque la otra certidumbre dura, de concretarse la usurpación y golpe el 10 de enero, es la de que jamás se claudicará en la lucha por la democracia.

Paradójicamente, Maduro, que parece tenerla fácil pero no la tiene, se hará esa pregunta última, con muchísima más razón y tal vez en un tono más desolado. A solas en la habitación, en compañía de la única persona en que verdaderamente puede confiar. Aquella que ha sido testigo de su desmoronamiento mental y emocional tras la derrota del 28J: Cilia.

El guion de la respuesta ya se lo habrán escrito los cubanos mucho antes del día de su debacle. Es fácil predecirlo: Darle más torque a la estrategia de brutalidad represiva, dividir siempre a los opositores, buscar un arreglo con unos alacranes más creíbles (Bernabé, El Burro y el resto del combo no funcionaron porque ni son adecos ni chavistas ni un carajo). Darles a los militares más prebendas, buscar un acercamiento al entorno empresarial de Trump, la internacional del dinero público robado también existe. Reformar el sistema electoral, no porque crean que la fiebre está en la cobija, sino para hacer aún más difícil la participación de los adversarios, y un largo etcétera ya conocidos.

Pero cualquiera sea la estrategia que pretenda usar para mantenerse en el poder, el 10 de enero la ilegitimidad anunciada por él mismo se convierte en crimen y entonces el juego de pelota será otro. Maduro pasará a ser un dictador puro y simple, como dicen los abogados. Un tirano como otros en nuestro pasado sobre quien pesará una condena nacional e internacional. Ya el pueblo le pondrá el nombre que llevarán sus secuaces, como se los puso a los esbirros de Pérez Jiménez o a los chácharos de Gómez.

Los dictadores no tienen buen final, jamás, en lugar alguno. Siempre pesará sobre ellos, incluso después de su muerte, la ignominia de haber desconocido la voluntad popular, robado el dinero público, asesinado, torturado y encarcelado a los ciudadanos en su afán por mantenerse en el poder. El caso más reciente, Bashar al-Assad, particularmente sanguinario en su ejercicio. La develación del horror de sus cárceles ha sido lo más impactante del episodio final. No se puede creer tanta maldad, pero, como decía el finado, el que tenga ojos que vea.

Muchos pensarán que se fue tranquilo y sin pagar la cuenta al huir a Rusia. Pero ese quizás llegue a ser su peor castigo. En manos de Putin sufrirá humillaciones a diario y correrá un destino tan triste que el de sus colegas latinoamericanos, tal como lo describió García Márquez en su Patriarca, solo que ni siquiera tendrá el alivio de estar bajo el sol del trópico.

Nicolás Maduro ciertamente no es Bashar al-Assad, se parece mucho más a su padre a Hafez al-Assad, quien gobernó treinta años, hasta que su hijo Bashar pudo sucederlo en el poder. Ahora la pregunta habría que hacérsela a quienes plantean una cohabitación: ¿Ustedes están seguros de que quieren convivir con eso?

 

 

El escritor venezolano Francisco Suniaga acaba de publicar El Pacificador (Editorial Alfa), que recrea la historia del general Pablo Morillo en su empresa de pacificar los territorios de la América hispana.

 

 

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