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Franco inhuma al PSOE

Doña Carmen, nada más conocerse el nombramiento de Carlos Arias como ministro de la Gobernación en 1973, le dijo: «me alegro mucho de tu nombramiento, Carlos, ahora ya puedo dormir tranquila». Franco, desde julio de 1974, dormía con una metralleta belga debajo de la cama. El día 22 de noviembre, a primera hora de la mañana, el jefe de la Casa Civil del Generalísimo, Fernando Fuertes de Villavicencio, acompañó a la viuda de Franco a una reunión en palacio para revisar el borrador de las mercedes nobiliarias que, pocos minutos antes, le había hecho llegar el ministro de Justicia. La obsesión de Fuertes era negociar el estatus de la familia sobre el cuerpo caliente de Franco, antes de que los acontecimientos se precipitaran.

En El Pardo había miedo físico al futuro. Tanto, que Juan Carlos les prometió: «Mi primera preocupación en cuanto esté a la cabeza del Estado será impedir por cualquier medio que se haga un memorial de agravios cometidos por el régimen franquista. No hay que empantanarse en revanchas y venganzas personales que solo supondrían el retorno a los tiempos de la posguerra civil».

La izquierda antifranquista también tenía miedo. Felipe González ha dejado dicho: «Nosotros pensábamos que la dictadura era muy fuerte y que era muy arriesgado enfrentarse a ella. No podíamos, de ninguna manera, apreciar hasta qué punto la dictadura era frágil y tenía miedo de cualquier cosa. Tenía miedo hasta de una concentración de 200 estudiantes en la universidad. Por cosas así, la dictadura se ponía en crisis interna, según hemos sabido después».

Así estaban las cosas en 1975. El tránsito incruento a la democracia se antojaba una misión inalcanzable. Don Juan Carlos, sin embargo, llevaba mucho tiempo urdiendo un plan para que tal cosa fuera posible. Era un plan insensato que a la izquierda de la época que sonaba a tomadura de pelo. De lo que se trataba, según el hombre que iba a reinar, era de conseguir que los propios franquistas aprobaron las leyes que trajeran la democracia. De la ley a la ley. El diseño del plan fue de Torcuato Fernández Miranda y el encargado de ejecutarlo fue Adolfo Suárez.

Con Franco en las últimas, Juan Carlos le pidió a su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal que viajara a Rumanía para trasladarle un mensaje a Santiago Carrillo a través de Ceaucescu. El correo del príncipe voló a París, y de ahí a Bucarest. Le tuvieron encerrado durante dos días en una especie de entresuelo desde el que solo podía ver la luz a través de un ventanuco con un par de barrotes. Su único entretenimiento eran vídeos de propaganda en honor y gloria del régimen soviético. De vez en cuando, el mensajero se revelaba: «He venido a Rumanía para entregar un mensaje del futuro rey de España a vuestro presidente». Al final Ceausescu lo recibió. El recado era sencillo: debía comunicarle a su amigo Santiago Carrillo que don Juan Carlos de Borbón tenía la intención de reconocer, en cuanto accediera al trono, al Partido Comunista y a los demás partidos políticos. Si Carrillo confiaba en don Juan Carlos, todo saldría bien.

Semanas después, un ministro rumano que había llegado a Madrid de manera clandestina pidió ver a Juan Carlos. La respuesta de Ceausescu era la siguiente: «Carrillo no moverá un dedo hasta que seáis rey. Después habrá que concertar un plazo, no demasiado largo, para que sea efectiva vuestra promesa de legalización». Cuando el rey nombró a Suárez presidente del Gobierno, la noticia en el PC cayó como una bomba. Por momentos creyeron que Juan Carlos les había engañado y que las viejas promesas quedarían en papel mojado. Poco después se produjo la matanza de los abogados laboralistas de Atocha. Carrillo le trasladó a Suárez, a través de José Mario Armero, el mensaje de que en el funeral no habría incidentes si permitía que ellos controlaran el dispositivo de seguridad. La tarde del funeral, con 100.000 personas en la calle, el jefe del dispositivo policial que vigilaba de lejos la manifestación de duelo se acercó el responsable de seguridad del Partido Comunista. Para sorpresa de propios y extraños, el policía se cuadró delante de él y le dijo mientras le saludaba con gesto marcial: «Estoy a sus órdenes». «Desde ese momento —confesó Carrillo más adelante— todos tuvimos claro que Suárez iba a cumplir su parte del trato. Fue un gesto muy valiente. En esas condiciones de suma dificultad, que el presidente del Gobierno se fiara de nuestra palabra era un gesto que reflejaba la firmeza de su apuesta por la democracia. Al principio no le creíamos, pero después de aquello la sinceridad de sus propósitos ya no ofrecía ninguna duda». Meses más tarde, Suárez y Carrillo se vieron las caras por primera vez.

—¿Si les legalizamos aceptarán ustedes la bandera nacional, la Monarquía y la unidad de España? —le preguntó Suárez.

Carrillo soltó una bocanada de humo de tabaco holandés y sacudió el pitillo que tenía en la mano para que la ceniza cayera mansamente en el cenicero. Tras elegir bien las palabras, respondió:

—Nosotros somos republicanos, pero aceptaremos la Monarquía siempre y cuando ésta apueste por la democracia. Lo importante ahora no es el debate entre Monarquía o República, sino la elección entre dictadura o democracia, y nosotros estamos claramente con la segunda. Si el rey asume la Monarquía parlamentaria y constitucional, nosotros le apoyaremos. Me consta que él ya lo sabe.

Las negociaciones con el PSOE tampoco fueron sencillas. Durante su primer encuentro, en el verano de 1976, Suárez le dijo a Felipe González que la reforma tenía que hacerse a partir de la legalidad vigente. De la ley a la ley. Eso significaba que para acabar con la dictadura franquista era necesario que los propios procuradores aprobaran las nuevas leyes democráticas. González le escuchó estremecido. No sabía si su Interlocutor está hablando en serio o le tomaba el pelo. «Eso es imposible» —le dijo—, el franquismo no se hará el harakiri. Franco ha muerto en la cama y sus secuaces aspiran a hacer lo mismo. Esa reforma es inviable. La única solución es la ruptura con la legalidad franquista». El tira y afloja duró más de dos horas. «Solo te pido un voto de confianza —argumentó Suárez al final— porque la ruptura que tú propones nos expondría a un baño de sangre que ambos queremos evitar. Este país ya ha sufrido bastante. Déjame intentarlo. Ayúdame a intentarlo». El líder socialista no le comprometió el voto de confianza que le pedía Suárez, pero tampoco le dio un portazo en las narices. «Ese razonamiento peca de optimismo —le dijo—. Ya volveremos hablar cuando se agote su propia lógica».

Pero el pronóstico de González no se cumplió y el plan de Juan Carlos se coló por el ojo de la aguja. Unos y otros hicieron posible que el milagro sucediera, sobre la base de las cautelas establecidas por el rey: ni memorial de agravios, ni revanchismo, ni regreso a los tiempos de la posguerra civil. Pedro Sánchez, por entonces, tenía tres años. Ahora, cuatro décadas después, ha decidido enmendarle la plana a los artífices de aquel gran acto de reconciliación nacional y ha exhumado el discurso de los bandos guerracivilistas. Horas después de haber sacado a Franco de la sepultura que validó el rey, rindió homenaje a las 13 rosas. Y lo peor de todo es que lo ha hecho plenamente convencido de que las urnas premiarán su machada. No concibo una traición más artera a lo que supuso el espíritu de la transición.

ABC publica este lunes una nueva encuesta de intención de voto, que ya recoge —al menos en parte— el llamado «efecto exhumación». El PSOE pierde punto y medio y cinco escaños en una semana. Con un poco de suerte, la de Mingorrubio no será la única inhumación sonada que veamos durante estos días. El 11 de noviembre se celebra la festividad de San Martín.

 

 

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