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François Truffaut: el cineasta que amaba los libros

Para acompañar al ciclo “Clásicos en pantalla grande” de la Cineteca, que proyectará del 1 al 23 de diciembre las películas más emblemáticas de François Truffaut (1932-1984), volvemos a los pasos, las sombras y luces de la carrera de este director imprescindible. Es particularmente rescatable la relación que tuvo Truffaut con los libros y la literatura, como compañía y fruto esencial de sus creaciones.

François Truffaut es un hombre de negocios en la mañana y un poeta en la tarde.
—Jean-Luc Godard

No puedo deshacerme de la escritura. En todas mis películas hay gente que se envía cartas o una jovencita escribe su diario. No puedo tampoco desplazarme de un punto a otro sin explicarlo en un mapa. Yo sé que esto ya no se hace, pero está en mi carácter, me molesta dejar desinformada incluso a una persona. El gusto de la escritura me persigue desde el tiempo en que me apegaba a la forma del guión, como crítico. Yo no pensaba volverme cineasta, sino más bien guionista.1
Que  uno escriba una novela o un guión, uno organiza encuentros, vive con personajes; es el mismo placer, el mismo trabajo, se hace la vida más intensa.2
—François Truffaut

Como André Bazin, fundador de la crítica cinematográfica moderna y mentor de la Nouvelle Vague, François Truffaut, su pupilo e hijo adoptivo, tampoco tuvo nunca una respuesta definitiva sobre lo que debía ser el cine. De hecho, a lo largo de su trayectoria como crítico, actor y director, la pregunta se fue haciendo cada vez más amplia y sus películas no fueron más que una tentativa por ensanchar el marco de la pregunta. No obstante, es indudable que Truffaut solo fue feliz haciendo cine y viviendo en lo cinematográfico. Una reflexión sobre el trabajo del creador cinematográfico reluce en La noche americana, una de las pocas películas donde el realizador actuó. En esta cinta, criticada ferozmente por Jean-Luc Godard y merecedora del Óscar como mejor película extranjera, Truffaut encarna justamente a un director de cine que vivió toda una odisea (contratiempos económicos, líos amorosos entre su equipo, incluso la muerte de uno de sus protagonistas) para llevar adelante su rodaje. En una escena decisiva, el realizador trata de persuadir a uno de sus actores para que no abandone la película:

La vida privada es inestable para todo el mundo. Las películas son más armoniosas que la vida privada. No hay embotellamientos en las películas, no hay tiempos muertos. Las películas avanzan como trenes, como trenes en la noche. La gente como tú, como yo, estamos hechos solo para ser felices en nuestro trabajo.

La herida de la infancia

Para nadie es un secreto que la vida de Truffaut no fue fácil, comenzando por su infancia. De niño, el futuro director fue casi privado de afecto durante sus primeros años y el constante rechazo de sus padres, que siempre lo querían callado y lejos, lo empujaron a sumergirse en las correrías amorosas de la calle, en el placer furtivo de entrar a hurtadillas a las salas de cine, y sobre todo en la temprana lectura de la literatura decimonónica, con una fuerte predilección por Balzac, Dickens y Víctor Hugo. Sin pretender reducir la existencia de un hombre a sus condiciones familiares, es imposible desconocer estas fuertes circunstancias que sellaron definitivamente su obra, y cuya huella se puede apreciar sin problemas en ella.3

El pequeño Antoine Doinel se inicia a la lectura de Balzac, en Los cuatrocientos golpes.

De esa manera, la herida de la infancia florece a lo largo de sus creaciones cinematográficas y resalta particularmente en dos producciones; por un lado, El niño salvaje (1970),parte de un hecho que hizo eco en la prensa del siglo XIX y según el cual un niño, probablemente autista, fue abandonado a su suerte en los bosques del Aveyron, al sur de Francia, y llegó a la adolescencia sobreviviendo completamente solo y sin adquirir el don del lenguaje;4 y desde luego su ópera prima, Los cuatrocientos golpes (1959), que a manera de testimonio y autoficción da cuenta de las travesuras de la dura infancia vivida por Antoine Doinel —personaje cinematográfico que muchos entienden como el alter-ego de Truffaut, y que fue inmortalizado por el célebre actor Jean Pierre Léaud durante cinco largometrajes y un cortometraje, los cuales siguen momentos decisivos en la vida del personaje y se conocen como Las aventuras de Antoine Doinel—. Así pues, Truffaut trabaja con muchos niños en su carrera y para él la niñez evoca una inagotable fuente de creación, pero se desmarca por completo de la concepción habitual de “una edad de oro” o un “Paraíso perdido” en la vida humana. En sus diarios íntimos de juventud, se lee lo siguiente:

Tengo 17 años. Tres películas por día, tres libros por semana, discos de gran música bastarían para hacerme feliz hasta la muerte. Mis padres no son para mí sino extranjeros. No puedo fijar por mucho tiempo el cielo cuando mis ojos vuelven al suelo, el mundo me parece horrible.5

Sin embargo, las correrías juveniles de Truffaut terminarían bien pese a todo. A los 17 años, la errancia parisina lo llevaría a iniciar un cineclub entre los paseantes de su edad. De esta forma contrae las deudas que provocaron el encarcelamiento al cual sus padres lo confinaron en un centro de observación de menores en Villejuif. Meses después, será André Bazin, a quien había conocido en el cineclub, que de buena fe llevará el jovenzuelo al festival de cine de Biarritz para presentarlo con Claude Chabrol, Jacques Rivette y Jean-luc Godard, y sobre todo para darle la oportunidad de escribir acerca de cine en sus Cahiers du cinéma.

Los amores indiscutibles

A partir de ese momento, el amateur de cine se fue transformando poco a poco en guionista y luego en metteur en scène, término que Truffaut siempre prefirió al de realizador o director, pues el cine para él siempre estuvo estrechamente ligado al teatro, a través de la literatura. De ahí que el escenario, el juego de luces, el decorado y la atmósfera de sus películas tengan siempre una disposición minuciosa y a menudo una carga simbólica, tal y como sucede en las piezas teatrales o líricas de Víctor Hugo o Molière. “Amaba demasiado el cine para quedarme solo con la crítica”, afirma Truffaut en una de sus intervenciones junto a su admirado Alfred Hitchcock.6

Como es bien conocido, en las películas de François Truffaut siempre hay dos amores indiscutibles: los libros y las mujeres. Los primeros aparecen recurrentemente en las estanterías de los personajes, su lectura influye el curso de sus acciones y muchas veces es un reflejo de su psicología. Así sucede en varios episodios de Las Aventuras de Antoine Doinel, particularmente en Los cuatrocientos golpes, donde la lectura de las novelas romanescas de Balzac impulsa a Antoine a dejar el nido materno, la escuela opresora y a lanzarse en una fuga vertiginosa que lo llevará a una independencia por mucho tiempo añorada; o cuando se enamora de una bella japonesa que visita la compañía donde labora y en las noches se dedica a la lectura de Las mujeres japonesas. Otro claro ejemplo es el de Farenheit 451, una novela de ciencia ficción escrita por Ray Bradbury, que Truffaut adaptó al cine en 1966 y en la cual el gobierno de un país —sin duda, una transposición alegórica de la vigilancia represiva que se vive en Londres, incluso hoy día— controla opresivamente a sus ciudadanos hasta el punto de obligarlos a tomar una píldora “relajante” justo antes de ver un programa de tele de adoración al gobernante de paso, y ordenar la quema de todos los libros.

Una quema de libros en Farenheit 451, novela de Ray Bradbury adaptada al cine por Truffaut.

Su devoción por las mujeres salta a los ojos de cualquier espectador: los detallados planos dedicados a los perfiles femeninos, las secuencias consagradas al movimiento de las piernas de Claude Jade en Domicilio conyugal (1970) o en El amor en fuga (1979). Más lejos aún, hay que citar la clasificación pseudo-taxonómica que realiza el escritor Bertrand, protagonista de El hombre que amaba a las mujeres (1977), definiendo las formas, las costumbres y la conducta femenina con la mirada de un antropólogo: “[…] me di cuenta de que la compañía de las mujeres me era indispensable, aunque no fuera su compañía, en todo caso su visión. Nada más bello que admirar una mujer caminando vestida con una falda o un vestido que se agita al ritmo de sus pasos”.7

Desde luego, la perspectiva de esa época permite ángulos que hoy en día tildaríamos de machistas, pero al ir al fondo de los melodramas ideados por Truffaut, son siempre las mujeres quienes tienen el poder en las relaciones: Antoine pasará sus días persiguiendo a Colette, a Christine y a tantas otras, sin éxito, o con muy poco, siempre dominado y sufriendo sus penas de amor como un romántico infantil y encantador. Así, la célebre y recientemente fallecida Jeanne Moreau, protagonista de Jules et Jim (1962), controla el destino de todos los hombres que llegan a su vida y caen de admiración por su “carácter de reina”. Además, en el cine de Truffaut los cuerpos femeninos son admirados con respeto y austeridad (¡No hay ninguna escena erótica en toda su cinematografía!). No obstante, muchas veces se escucha de la boca del cineasta que el séptimo arte es “el arte de la mujer, es decir de la actriz”, y un pretexto para poner en escena su belleza: “El trabajo del cineasta —solía decir— es el arte de poner a hacer lindas cosas a hermosas mujeres.8

François Truffaut y Françoise Dorléac durante el rodaje de La piel suave.

Elogio de la narración cinematográfica

A pesar de todo, la importancia de Truffaut no se debe únicamente a sus obsesiones que, como en todo autor, son puntos de partida más que de llegada. Son los medios y las técnicas desarrolladas para contar dichos temas, los que hacen del realizador parisino una figura inevitable para el cine universal. Sus secuencias dramáticas, dominadas por travelings, no solo muestran sino que narran y detallan casi al estilo de la novela realista del siglo XIX. La teatralidad de sus planos abunda en objetos con carga simbólica, y por ello al ver sus películas el espectador quiere muchas veces anticipar el curso que va a tomar la trama (como el lector de una novela negra que quiere saber antes de tiempo el nombre del asesino), ya que la puesta en escena —casi más protagónica que los protagonistas y en la cual a veces los actores forman parte del escenario como un elemento más del plano— va dejando rastros, migajas de pan para un espectador que oscila entre el voyeur y el detective.

Es curioso constatar que, pese a su entrañable relación con lo escrito, en los rodajes de Truffaut los guiones cambiaban varias veces y en ocasiones se escribían minutos antes de grabar la escena, “en caliente”, pues un filme es también “un ser vivo”. De hecho, él consideraba que todos los rodajes conllevan el riesgo de una apuesta pues, como confiesa el personaje del director que él mismo encarna en La noche americana, sucede “como el trayecto de una diligencia en el lejano Oeste. Al principio, uno espera hacer un buen viaje, pero pronto se pregunta si llegará a su destino”.

Al hablar de la música en una de sus múltiples entrevistas, Truffaut confiesa cómo el armazón del artefacto literario está presente dentro de su concepción cinematográfica que integra imagen, movimiento, música y ritmo: “Para mí, la música de una película es como una cuestión de gramática. Si aceptamos la comparación entre una película y una novela, yo pongo música en mis imágenes cuando pasamos del presente al imperfecto.9

El genio de Truffaut estriba en su sapiencia para construir una estructura cinematográfica desde la crítica y la narración literaria, pues al comenzar a escribir para Les cahiers du cinéma, ya sabía que quería hacer una filmografía depurada del estilo académico, desmarcada de las pálidas adaptaciones de la literatura francesa y en la cual los niños fueran realmente niños y no infantes impostados con un pensamiento adulto. Por esta vía, el metteur en scène supo disponer a su alrededor todo un universo y concretizar la ambición última del artista decimonónico: producir una obra cuyas piezas se comuniquen naturalmente entre sí, haciendo de ella un mundo en sí mismo. Por si fuera poco, sus películas alcanzaron un público de un rango notablemente variado, ya que su temática y su manera de abordar el conflicto oscilan entre lo ligero y lo grave pero son accesibles casi para cualquier persona, virtud de la cual no pueden presumir muchos de sus contemporáneos. En fin, su labor pedagógica llegó no solo al público cinéfilo, sino a una infinidad de futuros vástagos en la realización cinematográfica. Su poética de la errancia infantil, inmortalizada en la secuencia final de Los cuatrocientos golpes marca una transición en la concepción de la imagen cinematográfica como movimiento puro, movimiento en sí mismo, escape y huída10 no solo de los marcos fijos y la conceptualización, sino también de los barrotes políticos y autoritarios que frustran la libertad creativa y la libertad de vida.

 

Así pues, a través de las letras, Truffaut supo como nadie hasta entonces, permear la esfera del espectador, tejiendo un puente entre la crítica y la creación. Dejó su máxima sobre la crítica, que impera hasta nuestros días y le sobrevive: “El crítico debería ser, en general, el intermediario entre el autor y el público, explicando al segundo las intenciones del primero, dando a conocer al primero las reacciones del segundo, ayudando a uno y a otro a ver más claro”.11

Camilo Rodríguez
@Cajme


1 El texto original, tomado del Quotidien Paris, del 2 de mayo de 1975, dice : « Je ne peux pas me défaire de l’écriture. Dans tous mes films, il y a des gens qui s’envoient des lettres, une jeune fille qui écrit son journal. Je ne peux pas non plus me déplacer d’un point à un autre sans l’expliquer sur une carte. Ça ne se fait plus du tout, mais c’est dans mon caractère, laisser même une personne non informée me gêne. Le goût de l’écriture me poursuit depuis le temps où je m’attachais à la forme du scenario, en tant que critique. Je ne pensais pas devenir cinéaste, mais plutôt scénariste ».

2 «Qu’on écrive un roman ou un scénario, on organise des rencontres, on vit avec des personnages ; c’est le même plaisir, le même travail, on intensifie la vie », tomado de su entrevista con Frank Maubert en 1982.

3 El retrato publicado en L’express el 6 de febrero de 2012 es muy ilustrativo al respecto: https://www.lexpress.fr/culture/cinema/francois-truffaut-portrait_1078716.html

4 https://www.uhu.es/cine.educacion/cineyeducacion/temaspequenosalvaje.htm

5 En el original, se lee : «J’ai 17 ans. Trois films par jour, trois livres par semaine, des disques de grande musique suffiraient à faire mon bonheur jusqu’à ma mort. Mes parents ne sont plus pour moi que des étrangers. Je ne fixe pas longtemps le ciel car lorsque mes yeux reviennent au sol, le monde me paraît horrible.» Tomado de : https://www.lexpress.fr/culture/cinema/francois-truffaut-portrait_1078716.html

6 «J’aimais trop le cinéma pour rester dans la critique». Disponible en línea en: https://www.youtube.com/watch?v=Jq51gq4s5r4&t=5s

7 «Ça a été en juin que je me suis aperçu que la compagnie des femmes m’était indispensable, sinon leur compagnie en tout cas leur vision ». Disponible en línea en: https://www.youtube.com/watch?v=eDRS4Wufvas

8 El retrato realizado por Telerama.fr y titulado “Cómo Truffaut se enamoró de sus actrices” resulta bastante explicativo al respecto: http://www.telerama.fr/cinema/comment-truffaut-tombait-il-amoureux-de-ses-actrices,117571.php

9 “Pour moi, la musique de film, c’est comme une question de grammaire. Si l’on accepte de comparer un film à un roman, je mets de la musique sur mes images quand nous passons du présent à l’imparfait.”Tomado de : http://www.georges-delerue.com/francois-truffaut/

10 Acaso aquello que el filósofo Gilles Deleuze denominó como Imagen-movimiento en su reflexión estética sobre la imagen cinematográfica, en Gilles Deleuze, Estudios sobre el cine 1: La imagen movimiento, Madrid, Visor, 1985.

11 https://www.citation-et-proverbe.fr/auteur/francois-truffaut

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