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Frankenstein, de Guillermo del Toro

Villa Diodati, Suiza. Verano de 1816

Una noche, la novelista Mary Shelley tiene un sueño: “Vi —con los ojos cerrados, pero con una visión mental aguda— al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto a la cosa que había ensamblado. Vi el horrible fantasma de un hombre tendido, y luego, con el funcionamiento de algún poderoso mecanismo, mostrar signos de vida y agitarse con un movimiento inquieto, a medias vital. Debía de ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el efecto de cualquier intento humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo. Su éxito aterrorizaría al artista; huiría de su detestable obra, sobrecogido de horror. Esperaría que, dejada a sí misma, la leve chispa de vida que había infundido se extinguiera; que aquella cosa, que había recibido una animación tan imperfecta, se descompusiera de nuevo en materia muerta; y podría dormir con la creencia de que el silencio de la tumba apagaría para siempre la existencia fugaz del horrendo cadáver que había considerado como la cuna de la vida. Duerme; pero es despertado; abre los ojos; he aquí que la horrenda criatura está de pie junto a su cama, abriendo sus cortinas y mirándolo con ojos amarillos, acuosos, pero inquisitivos”. La semilla de Frankenstein ya estaba en su cabeza.

33 años para llegar hasta aquí

Guillermo del Toro lleva toda su carrera artística trabajando para alcanzar la maestría —estética, formal, temática— necesaria para llegar a Frankenstein (2025). Todo lo que ha hecho, de Cronos (1992) a Pinocho (2022), lo preparó para llegar hasta aquí. Esta película es una consecuencia, no un punto de partida. Lo gótico, lo misterioso, lo romántico, lo monstruoso y freak: todo lo que le ha sido afín como autor está aquí reunido e intensificado en una sola obra. Si la criatura que hizo Víctor Frankenstein está hecha con pedazos humanos, la película de Guillermo del Toro está hecha con los fragmentos de su experiencia previa como autor. La madurez de su puesta en escena no es gratuita; la magnitud de su drama humano no es generación espontánea: todo ha sido cosechado. Cada filme previo, visto en retrospectiva, puede entenderse como un ensayo preparatorio de Frankenstein, que a su vez es una película síntesis: más que la suma de sus partes. Como el monstruo.
Aunque su Frankenstein es muy fiel a la novela de Mary Shelley, la mirada sobre el texto es completamente autoral, grandilocuente y exaltada. Una obra épica que no teme desbordarse, construida a la altura de los sentimientos y ambiciones de sus protagonistas, seres que deambulan entre la soberbia, la locura, el sentimentalismo, la irrealidad y el extrañamiento. La frase final de Elizabeth Harlander (Mia Goth) en la película, “Mi lugar nunca estuvo en este mundo. Busqué y anhelé algo que no podía nombrar del todo”, podría aplicarse a todos los personajes del filme: seres irredentos, consumidos por una sed —un anhelo— más allá de la comprensión racional. Víctor Frankenstein, por ejemplo, está movido inicialmente por la venganza; luego, por la arrogancia, los celos, el despecho, la desilusión y el vacío. Cada moción es más asfixiante que la anterior. Cada dolor, más agudo. Según palabras de Guillermo del Toro, él no quería un filme reposado y seguro, al estilo Merchant-Ivory: él quería una ópera. Luchino Visconti estaría de acuerdo con él.

Un modelo (humano) para armar

 

Frankenstein está dividida en un preludio y dos partes. La primera tiene como protagonista a Víctor Frankenstein (Oscar Isaac), un médico cirujano en el Londres de mediados del siglo XIX que aspira al reconocimiento de la Academia. Lo impulsa el deseo de demostrar que, como científico, está adelantado a su tiempo y que puede derrumbar los cimientos del conocimiento médico con sus experimentos sobre la materia cadavérica y la posibilidad, mediante la energía galvánica, de devolverla a la vida. Lo llamativo en la propuesta de Del Toro es la aproximación anatómica: la precisión quirúrgica con que aborda el cuerpo diseccionado, tanto en la Academia como en su anfiteatro privado.
Si en el cine mainstream el cuerpo desnudo frontal sigue siendo un tabú, los segmentos corporales son propiedad absoluta del cine gore. Del Toro pasa por encima de esas etiquetas y se apropia de los pedazos que un día fueron cuerpos íntegros para armar con ellos —literalmente— un “cadáver exquisito”: un ser que es un colectivo de restos humanos integrados, encajados, reinsertados, trasplantados, suturados, una colcha tisular de retazos. No se muestra este proceso con el morbo del gore, sino con la prolijidad tensa del anatomista riguroso, curtido ya de diseccionar cadáveres. Es “un vals anatómico”, en palabras del director.
Víctor Frankenstein está movido por la soberbia, y ante su creación revivida ve lo vano de su accionar. Víctor es la demostración de que el conocimiento sin alma ni propósito se agota en sí mismo. El monstruo late y respira, pero no parece estar a la altura intelectual de su creador. Sin entender que su cerebro se comporta como el de un niño, lo maltrata tal como su padre hiciera con él en la infancia. El círculo de maltrato y venganza se cierra y vuelve a empezar. Víctor se convierte en el padre, y el monstruo, en ese hijo que buscará superar y desquitarse de su progenitor. El médico —asustado por su creación— decide destruirla, para encontrarse con que jugar a ser Dios también implica venderle el alma al diablo. No le queda sino huir y pagar las consecuencias de ser él, en realidad, el verdadero monstruo: una criatura hecha no de miembros y vísceras, sino de malos sentimientos.

Vivir hecho pedazos

 

La criatura que Guillermo del Toro nos presenta está inspirada en una versión de la novela de Mary Shelley ilustrada en blanco y negro por Bernie Wrightson (1948–2017) y publicada originalmente en 1983. El artista recibió reconocimiento en los créditos del filme, pues el monstruo de Wrightson no se inspiró en referentes cinéfilos ni literarios: fue una creación original que desafió los estereotipos preestablecidos y que le dio a este ser una dimensión sobrehumana que impresionó a Del Toro. Su monstruo iba a parecerse a ese. Interpretado por Jacob Elordi —un actor de 1,96 m de estatura—, el personaje adquiere unas dimensiones físicas enormes y temibles; y, a diferencia de los monstruos de Frankenstein que recordamos, este no tiene suturas: tiene cicatrices. Su padecer no es agudo, es crónico: arrastra en un solo cuerpo todos los dolores pretéritos y toda la agonía de los seres que, al perder la vida, contribuyeron involuntariamente a generar la suya. La herida en el costado le da un simbolismo cristiano inocultable. Unas cicatrices que le cruzan lateralmente el rostro hacen que se asemeje al maquillaje facial de David Bowie en su época de Aladdin Sane, como para recordarnos que ambos son, sencillamente, sobrenaturales.
Es connatural a su obra fílmica que Guillermo del Toro se ponga del lado del freak; ese es su credo personal. A propósito del estreno de La forma del agua (The Shape of Water, 2017), declaraba en una entrevista con Heather Wixson para Daily Dead que, al ver a la criatura de Frankenstein, sintió que tenía el mismo aire trágico que Jesús colgado en la cruz y pensó: “Este es un mesías que puedo comprender”. Para él, los monstruos se convirtieron en mártires de la normalidad, sacrificados por el bien de la gente común. “Ahora entiendo a los monstruos”, concluía. Esa empatía lo lleva a humanizar a la criatura de Frankenstein, sensibilizándola progresivamente, haciéndole adquirir no solo vocabulario, sino, ante todo, consciencia de sí y un sentido de lo moral y de lo justo. Va a encontrar, en los brazos compasivos de Elizabeth —ella se ve reflejada en él— y en las palabras de un anciano ciego que lo acoge, el antídoto contra el daño físico y espiritual que su creador le infligió cuando más vulnerable era. Víctor Frankenstein no crece como ser humano: pierde la oportunidad de comprender la magnitud técnica y metafísica de su logro; por el contrario, la criatura sí entiende la dimensión de su drama y el peso de su soledad. Su dolor y sus anhelos son, al fin, profundamente humanos. De ahí su rabia y su frustración cuando por primera vez lo vemos.
                                                                   

Dioses y monstruos

 

Este tour de force dramático está sostenido en unos valores de producción enormes. Rodada en Ontario (Canadá) y en Escocia, la película está elaborada a la escala de la ambición de Víctor Frankenstein. Estamos en su mundo alucinado: su madre viste de rojo, su laboratorio rezuma caos, excesos médicos y trozos humanos; la torre donde conducirá su experimento supremo se erige en un paraje desolado; Elizabeth está vestida con atuendos de esplendorosa y etérea belleza; el fuego le sirve de purgatorio, el Ártico es su última frontera. Todo esto es cierto, pero también es reflejo de las pretensiones estéticas y del perfeccionismo de Guillermo del Toro como cineasta. Personaje y autor se entremezclan: Víctor es la criatura del director, hecho a su imagen y semejanza. Ambos juegan a ser Dios. Ambos terminan construyendo un monstruo.
©Todos los textos de http://www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

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