Funesta celebración
En 2007, cuando Daniel Ortega ganó las elecciones, muchos de sus compañeros de antaño temimos su llegada al poder
Este 19 de Julio de 2018, estoy en una Nicaragua muy distante a la de aquella fecha que hoy se celebra. Cada uno de estos 39 años, he empezado el día recordando a mis amigos muertos. La sensación de pérdida de tanta gente buena e idealista caída en la lucha contra la dictadura somocista sigue doliendo como aquel 19 de Julio de 1979 cuando vestida de verde olivo, con mi pañuelo rojinegro al cuello, recorrí en la trasera de un camión la Managua jubilosa. Lloré mucho recorriendo las calles llenas de gente que nos vitoreaba. Lloré por todos los que no verían ese sueño cumplido. Hoy, en cambio, siento alivio de que no llegaran a ver lo que ha pasado con su revolución. Desde el 18 de abril, los nicaragüenses hemos vivido lo que jamás debió repetirse.
En 2007, cuando Daniel Ortega ganó las elecciones, muchos de sus compañeros de antaño, que conocíamos en carne propia su capacidad de intriga y su filosofía de que el fin justifica los medios, temimos su llegada al poder. Llegó por medio de pactos, vestido de blanco, casado por la Iglesia y hablando como un converso. Hizo lo que consideró necesario para persuadir al electorado de que ya no era el mismo. Se envolvió en las consignas que su esposa acuñó inspirada en su pasado hippie: paz y amor y la canción Give peace a chance de los Beatles con otra letra: “Lo que queremos es trabajo y paz”. El truco le funcionó. Ganó y logró amansar y hasta seducir al gran capital. Usó discrecionalmente la ayuda millonaria venezolana para consolidar con programas asistenciales una masa votante.
Durante 11 años, pareció invencible. Logró dividir a la oposición, impidió con argucias legales la participación de partidos legítimos y dominó el poder electoral para obtener resultados favorables. Pero todo el maquillaje, el ropaje, cayó cuando tuvo que enfrentar las consecuencias de la brutal represión con que intentó acallar las protestas del 18 de abril. En tres días, 23 personas, estudiantes la mayoría, fueron asesinados. Nicaragua conmovida despertó y mostró el descontento que calló durante 11 años. De las grandes ciudades a los pequeños pueblos, la protesta contra un decreto derivó en un grito unánime: “Que se vayan”.
Inicialmente sorprendido, se mostró conciliador. Llamó a un diálogo con la mediación de la Conferencia Episcopal y dejó correr la euforia de la población que por unas semanas se sintió capaz de convencerle de que debía marcharse, que debía dejar su ambición de perpetuarse en el poder o de instalar otra dinastía a través de su esposa, la vicepresidenta. Pero el verdadero Daniel Ortega no resistió mucho tiempo el desafío. Mientras el diálogo le ganaba tiempo, él se preparó para aplastar la rebelión. Sistemáticamente, pueblo por pueblo, con un ejército de paramilitares encapuchados, dominó, sin reparar en el costo humano, las barricadas que el pueblo levantó. Contra morteros, hondas, piedras y unas pocas pistolas artesanales, arremetió con armas de guerra.
En tres meses más de 300 nicaragüenses, en su mayoría hombres jóvenes, murieron asesinados. Otro tanto ha sido detenido y acusado sin debido proceso. Hay cientos de heridos y desaparecidos. Y la cuenta sube a diario. Aunque él evade su responsabilidad, el pueblo ha filmado con sus teléfonos los atropellos y sabe quién es el responsable. La condena de la comunidad internacional tardó pero llegó al fin. 21 países representados en la OEA condenaron su actuación el pasado miércoles 18 de Julio. Este 19 en la plaza, sin embargo, en la celebración del 39 aniversario, ignoró los muertos del pueblo.
Leyó solamente los nombres de los pocos policías caídos en la ola de violencia que él mismo desató. Acusó a los sacerdotes de golpistas, de guardar armas. Demonizó a quienes se le oponen llamándolos satánicos, terroristas y delincuentes. Calificó de golpe la rebelión, la atribuyó a intereses externos. Flanqueado en la tarima por invitados de Cuba y Venezuela, repitió su discurso de paz y llamó a sus partidarios a defender esa paz mortífera a toda costa. La rebelión ha amainado, reducida a sangre y fuego, pero él, como el cuento de Anderson, El traje nuevo del emperador, ha quedado desnudo, ha revelado su esencia de dictador ante su pueblo atribulado y el mundo.