García Larralde: Suicidio
¿En qué cabeza cabe que quien devastó al país, arruinó su economía, destruyó los servicios públicos, provocó la migración de una cuarta parte de la población, acabó con la posibilidad de que las mayorías disfrutasen de medios de sustento dignos, reprimió y se burló de la gente con promesas que jamás cumplió, pudiese ganar unas elecciones libres? ¿Cómo creer que el pueblo venezolano, tan sufrido, haya premiado en las urnas al peor gobierno que ha conocido la historia del país?
Los fascistas jamás se pasearon por estas interrogantes porque, para ellos, nunca tuvieron sentido. Siendo expresión de los mejores intereses del pueblo -por “revolucionarios”-, la elección no podía sino confirmar a quien pusieran ellos de candidato. Se llama a votar, sí, ¡pero no para elegir a otro! Desde hace meses se dieron a la tarea de cometer cuanto abuso y atropello se les ocurriera, inhabilitando candidatos, inventando conspiraciones para apresar a figuras opositoras, hostigando a activistas, obstaculizando, como sea, las movilizaciones populares, impidiendo la llegada de observadores internacionales, acaparando medios y mintiendo, mintiendo y mintiendo. Pero lejos de amilanar las ansias de cambio de la gente, las exacerbó aún más. Conscientes de que iban a ser derrotados de manera fulminante, decidieron, entonces, tirar la parada definitiva.
Y montaron el sainete del cual somos testigos. Primero, no le entregarían a los testigos de oposición copias de las actas de escrutinio en aquellos centros en que podían salirse con las suyas. Luego, prohibirían la entrada de Delsa Solórzano a la sala de totalización del CNE. Antes, en horas en que todavía transcurría la votación, grabarían a Jorge Rodríguez y a Diosdado Cabello, sonrientes, felicitando al “pueblo” por la jornada, a la par que Schemel (Hinterlaces) lanzaría –a pesar de la supuesta prohibición de dar a conocer resultados antes que el CNE– un “exit poll” señalando un “triunfo” de Maduro en las mismas proporciones en que anunciaría finalmente Amoroso. Y todo ello, a pesar de que video tras video en circulación los desmentían con la gente celebrando, en cada centro de votación, la contundente victoria de Edmundo sobre Maduro que arrojaba el conteo de votos: 2 a 1 o 3 a 1. Confirmado, además, por los exit polls confiables que se fueron dando a conocer. Pero no, ¡ganó Maduro! El cinismo, la falta de escrúpulos y el desprecio por la voluntad de la gente se pierde de vista.
Una de las características más odiosas de las autocracias de inspiración ideológica –como la fascista en Venezuela– es la soberbia y la prepotencia con que se conducen. Dueños de una verdad indiscutible construida a partir del imaginario con que justificaron su ascenso al poder, son impermeables a todo cuestionamiento. Sus críticos son basura. Creyendo haber descubierto los misterios del devenir histórico al haber liderado una “revolución”, despliegan una pretendida superioridad moral para burlarse de todo aquello que refuta su retórica. En posesión de la maquinaria del Estado, desconocen los derechos de todo aquel que no se sume a la buena nueva, amparados en la convicción de que el único rasero de lo “Justo”, de lo que distingue lo correcto de lo que no lo es –es decir, entre el bien y el mal– lo pauta su funcionalidad para con el avance del poder “revolucionario”. Y como la “revolución” son ellos, la defensa de sus intereses –sus privilegios, inmunidad y los despojos de que se han apoderado– absuelve todo atropello ejecutado con ese propósito. Los fines trascendentes involucrados convierten a la Historia en juez supremo. Y ellos son sus custodios. Y, mientras más poder acumulan, más necesitan refugiarse en las argucias con que justifican el desmontaje del Estado de derecho y la imposición de un ejercicio despótico en el que, por antonomasia, la razón siempre estará de su parte. La anomia del poderoso.
Los griegos clásicos se referían a posturas semejantes de soberbia y prepotencia como hibris o hubris, una desmesura y falta de modestia respecto a sus propias limitaciones, que pervierten el trato de una persona con otros y con los elementos de su entorno. Es la soberbia que enceguece a los dictadores, porque, emborrachados de poder, confunden las posibilidades reales de que algo suceda con sus pretensiones particulares. Y cometen errores, minando su posición de dominio. Subsumidos en su burbuja ideológica, pierden la capacidad (o el interés) de corregirse. Es la realidad la que debe adaptarse a sus designios. La razón de la fuerza por encima de la fuerza de la razón.
A estas tempranas horas nadie sabe si los fascistas podrán salirse con la suya. Esperemos que no. El liderazgo democrático siente, en estos momentos, el enorme peso de la responsabilidad que le toca asumir en la conquista de la libertad. Ya las primeras reacciones a nivel internacional le exigen a Maduro las cuentas claras. Difícil que el pueblo se resigne a un escamoteo tan grosero.
¿Qué “legitimidad” conquistaron los chavo-maduristas con tan vulgar fraude? ¿A quiénes creen engañar? ¿Se conquistó “la paz y la tranquilidad”? ¿Se allanó el camino para atraer inversiones y generar empleo? ¿Los países aledaños pueden confiar en que no se incrementará el flujo migratorio hacia ellos? ¿Se levantarán las sanciones? ¿La Corte Penal Internacional y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU desistirán de sus investigaciones ante estos resultados? ¿Quedará todavía abierta la puerta de una justicia transicional, condicionada al retorno a la democracia?
Repito, es muy difícil saber qué va a ocurrir. Pero tengo la convicción de que, lejos de un triunfo que el fascismo merecería celebrar, el sainete que montaron parece, claramente, su suicidio. ¡La Historia NO los absolverá!