García Márquez periodista
En su sueño de ingenuo hasta celebró la Cuba de Fidel como una fiesta heroica donde faltaba todo, menos el valor de ser felices contra los desmanes yanquis.
“Cuba será el primer país desarrollado de Latinoamérica en 1980”, profetizó García Márquez en una crónica de 1975, y se felicitó, el autor de la fábula de lupanar de Mustio Collado, porque al fin en Cuba se habían acabado las putas, o por lo menos ya no se prostituían “por unos zapatos de Nápoles”. Y dijo otras ingenuidades. Como que Cuba inventaría “una prensa nueva, democrática, original y alegre”. Casi toda su obra periodística, desde cuando aprendió a dejar volar el genio endemoniado en las páginas de El Espectador después del dadaísmo tropical de sus notas en la prensa costeña, expresa su interés por los procesos revolucionarios. Y como muchos escritores en su generación y en la siguiente, entre quienes me conté, estuvo convencido de que el alba de la justicia estaba a la vuelta de la esquina.
Pero también deja claro, desde el principio, un recelo que ocultó de modo magistral, por miedo de caer en lo que entonces llamaron “desviacionismo” los publicistas del imperio soviético.
Su primera visión de la sociedad comunista en Alemania del este resuda tristeza. Le pareció que había algo resquebrajado desde dentro en el experimento. Pero prefirió reprimirlo y mantenerse fiel a la quimera. Y en su sueño de ingenuo hasta celebró la Cuba de Fidel como una fiesta heroica donde faltaba todo, menos el valor de ser felices contra los desmanes yanquis, aun después de que el socialismo real se convirtiera en el diablismo regresivo que fue en todas partes, sin contar los reinos de siervos de Rusia y China: el comunismo solo dio frutos visibles en países con una tradición de servidumbre. La civilización liberal tiene necesidad de ponerlo todo en entredicho, incluidas las buenas intenciones que pavimentan a veces el camino del infierno. Pero por la cautela del ortodoxo García Márquez se negó a decirlo en voz alta.
Sus notas de prensa dejan además la rara impresión de que, preocupado con bondad camusiana por la historia de su siglo, fue admirador declarado de Camus, hubiera terminado bajo el hechizo de las historias ocultas de los peores pistoleros. Habiendo tanto boxeador vencido si se trata de celebrar peleas perdidas, y tanto bobo más digno de atención que nuestros guerrilleros latinoamericanos, se dejó seducir por el brillo del bandidaje. Los hombres de poder, las putas y los delincuentes ejercieron una extraña influencia en su alma de poeta. Y los más canallas le inspiraron algunas de sus páginas más brillantes. Entonces sus crónicas lucen el estilo de la mejor novela policíaca con sus telarañas de minucias horarias, sus citas a punto de incumplirse que un azar recompone, sus fugitivos en aviones comerciales con la identidad resguardada detrás de un libro de ajedrez, o en avionetas privadas que se pierden en la jungla como en el repaso de los últimos días de Jaime Bateman, uno que mezcló el gusto por la violencia con el amor por la hija de Rojas Pinilla.
García Márquez no cayó solo en la fascinación por el crimen siguiendo su pasión revolucionaria. Un montón de escritores en estos pagos del subdesarrollo filosófico aún corren con una grabadora, pendientes de los labios de algún matón cebado, atraídos por la morbidez del machismo-leninismo de revólver, ranchera y vivas a cualquier idolatría indecente y vistosa, y por la inclinación que lleva a muchos al papel tragicómico de redentores porque ignoran que el autosacrificio es una tontería ornada con las flores de papel del ideal. Acaba de brotar de las ratoneras de la clandestinidad uno con el alias de Matías Aldecoa. Como el sosías de León de Greiff, el más singular de nuestros poetas. Solo falta que aparezca alias Aureliano Buendía. Para vengar con un abuso más la mala hora cuando García Márquez escribió, en otra crónica obnubilada por el espejismo revolucionario, “que las Farc se crearon para defender a los campesinos inermes de la voracidad de los terratenientes”.