Garton Ash: La nueva cuestión alemana
La era de la caída del Muro ha quedado atrás. De manera inestable, Alemania está entrando en una fase nueva. Enfrenta a toda Europa a una pregunta vertiginosa: ¿qué saldrá del interregno alemán? Una pieza de doctrina de Timothy Garton Ash.
Los países, a diferencia de los seres humanos, pueden ser viejos y jóvenes al mismo tiempo. Tácito escribió sobre un lugar al que llamó Germania hace más de 1900 años. En su Germania del siglo XV, Eneas Silvio Piccolomini, más conocido como el papa Pío II, elogiaba las ciudades alemanas como «las más limpias y agradables a la vista» de toda Europa. Pero el Estado que hoy conocemos como Alemania, la República Federal de Alemania, sólo cumple 75 años este 23 de mayo. Su forma territorial actual se remonta a menos de 34 años, a la unificación de Alemania Occidental y Oriental el 3 de octubre de 1990, que siguió a la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989.
Sin embargo, la era posterior al muro ya terminó y todo el mundo, incluidos los alemanes, se pregunta qué será Alemania después. No sólo qué hará. Qué será. En su excelente nuevo libro Germany: A Nation in Its Time, el historiador germano-estadounidense Helmut Walser Smith nos recuerda cuántas Alemanias diferentes ha habido en los cinco siglos transcurridos desde que se imprimió por primera vez la Germania de Piccolomini en 1496. No sólo las fronteras estatales y los regímenes políticos han cambiado repetidamente, sino también los rasgos que se identifican principalmente con la nación alemana.
A veces el acorde dominante era cultural: la tierra de Dichter y Denker (poetas y pensadores); la «patrie de la pensée» (patria del pensamiento) descrita por Madame de Stäel en su De l’Allemagne, publicado en 1813; la Alemania que, según la gran novelista inglesa del siglo XIX George Eliot,
«ha librado la lucha más dura por la libertad de pensamiento, ha producido los inventos más grandiosos, ha hecho magníficas contribuciones a la ciencia, nos ha dado algunas de las poesías más divinas, y la música más divina, del mundo».
Tras las dos guerras mundiales, mucha gente identificó naturalmente a Alemania con el militarismo. Pero Smith muestra cómo el gasto militar, primero prusiano y luego alemán, ha sido en realidad una montaña rusa durante tres siglos, con sus precipitados altibajos derivados de causas tanto internas como externas.
Sin embargo, muy a menudo se ha identificado la nacionalidad alemana con el desarrollo y la proeza económica. El historiador de Princeton, Harold James, publicó en 1989 un libro titulado A German Identity. James sostenía que, desde 1770, Alemania ha pasado por ciclos de identidad cultural, económica y político-militar. Y escribió con clarividencia que Clío, la diosa de la historia, «debería advertirnos que no confiemos demasiado en Mercurio (el dios de la economía)».
Alcanzar el fin de la historia
La Alemania posterior al muro confió en Mercurio.
Después de que Alemania Occidental, bajo el canciller Helmut Kohl, lograra inesperadamente su objetivo de unificación en términos occidentales, la antigua nueva República Federal trasladó su capital de Bonn a Berlín y se instaló para ser una potencia satisfecha con el statu quo. Muy en el espíritu más amplio de aquellos tiempos, fue la dimensión económica del poder la que prevaleció.
El historiador James Sheehan lo ha caracterizado como Primat der Wirtschaftspolitik (la primacía de la política económica), pero también fue, más específicamente, Primat der Wirtschaft (la primacía de los negocios). “El negocio de Estados Unidos son los negocios» es un comentario atribuido erróneamente al presidente estadounidense de principios del siglo XX Calvin Coolidge. Si se dijera de la república berlinesa posterior al muro que «el negocio de Alemania son los negocios», no se estaría muy equivocado. Esto implicaba la influencia muy directa de las empresas alemanas existentes sobre los gobiernos alemanes, reforzada por el característico sistema alemán occidental de relaciones industriales cooperativas conocido como Mitbestimmung. Si no eran los jefes de las grandes empresas automovilísticas o químicas los que telefoneaban a la Cancillería, eran los líderes sindicales, todos solicitando algún lucrativo acuerdo comercial. Jefes y dirigentes sindicales podían discutir después sobre cómo repartirse el pastel resultante.
Los alemanes se enorgullecían de su éxito en dos ámbitos: el fútbol y las exportaciones. En ambos, podían felicitarse por ser Weltmeister. En 2021, un asombroso 47.5% del PIB del país procedía de la exportación de bienes y servicios. El mayor crecimiento procedía de los negocios con China, de la que Alemania pasó a depender mucho más que cualquier otro país europeo. Aunque Alemania se autoidentificaba como una potencia civil, ahora exportaba muchas armas de fabricación alemana, incluidos unos 400 misiles Taurus a Corea del Sur (que tiene un conflicto sin resolver con un vecino impredecible con armas nucleares). Entre los años 2019 y 2023, Alemania tuvo una participación del 5.6% de las exportaciones mundiales de armas, por delante de Gran Bretaña aunque todavía por detrás de Francia. Marte al servicio de Mercurio.
Para muchos alemanes, incluidos los millones que se trasladaron desde una Alemania Oriental cada vez más despoblada a las zonas occidentales del país, fueron años muy buenos.
Con la ampliación hacia el este de la Unión Europea y la OTAN, ya no tenía las inseguridades de un Estado en la línea del frente. Como dijo el expresidente de Alemania Occidental Richard von Weizsäcker, Alemania se liberaba así de su fatídica Mittellage (posición intermedia) entre el Este y el Oeste, ya que ahora estaba benditamente rodeada de miembros del Occidente geopolítico. En consecuencia, el gasto del país en su propia defensa se hundiría hasta el 1.1% del PIB en 2005. Esta vieja-joven Alemania también tenía mucho poder blando. En una encuesta internacional de la BBC de 2013, Alemania era el país mejor percibido del mundo. Extranjeros amistosos escribieron libros como Why the Germans Do It Better, del periodista británico John Kampfner; aunque hay que reconocer que hacerlo mejor que el Reino Unido post-Brexit no era poner la vara muy alta. Este atractivo ayuda a explicar por qué tantos refugiados y migrantes querían —y siguen queriendo—ir específicamente a Alemania.
Especialmente en las airadas polémicas entre el norte y el sur de Europa durante la crisis de la eurozona, los alemanes tendían a atribuir su éxito económico a su propia habilidad, trabajo duro y virtud. Al fin y al cabo, no se habían endeudado como los débiles europeos del sur. La industria alemana tiene, en efecto, puntos fuertes extraordinarios, como sabe cualquiera que conduzca un coche BMW, lave la ropa en una lavadora Miele, cocine su cena en un horno Bosch o use calcetines Falke. Y a principios de los años 2000, frente a los enormes costos de la unificación alemana, el gobierno de Gerhard Schröder había trabajado con los líderes empresariales y sindicales para impulsar una dolorosa serie de reformas que mantuvieron bajos los costos laborales unitarios alemanes, mientras se disparaban en el sur de Europa.
Pero ese éxito económico fue también el resultado de una serie de circunstancias externas excepcionalmente favorables. La moneda única europea, que muchos alemanes consideraban un doloroso sacrificio de su preciado marco alemán, supuso una considerable ventaja económica para Alemania, ya que sus empresas podían exportar al resto de la eurozona sin riesgo de fluctuación monetaria y al resto del mundo a un tipo de cambio más competitivo que el que habría disfrutado el poderoso marco alemán. Mientras tanto, la ampliación de la Unión Europea hacia el Este permitió a los fabricantes alemanes trasladar sus instalaciones de producción para utilizar mano de obra calificada barata en países como Polonia, Hungría y Eslovaquia, al tiempo que exportaban libremente a todo el mercado único de la Unión. En cierto sentido, se cumplía así la visión de Friedrich Naumann de 1915 de Mitteleuropa como espacio económico común dirigido por Alemania, pero se hizo de forma totalmente pacífica, en su mayor parte en beneficio mutuo, y dentro del marco jurídico y político más amplio de la Unión.
Aún más importantes fueron las condiciones externas más allá de Europa. La analista alemana radicada en Washington, Constanze Stelzenmüller, lo resumió con una fórmula aguda: «Después de 1989, Alemania externalizó sus necesidades de seguridad a Estados Unidos, sus necesidades energéticas a Rusia y sus necesidades de crecimiento económico a China».
Los países cambian, pero también manifiestan profundas continuidades. Los franceses anhelan el universalismo, los británicos se aferran al empirismo. A los alemanes se les daba bien fabricar cosas en el siglo XV (la imprenta de tipos móviles del empresario de Maguncia, Johannes Gutenberg, por ejemplo) y todavía se les da bien. Otra de esas continuidades alemanas más profundas es lo que el pensador social germano-británico Ralf Dahrendorf identificó como un anhelo alemán de síntesis. «Lo verdadero es el todo», escribió Hegel. En los primeros años posteriores al muro, el politólogo Hans-Peter Schwarz comentó la «necesidad de armonización» de sus compatriotas.
Sin embargo, con esas crecientes dependencias externas, la síntesis se convirtió no sólo en una preferencia ideológica, sino en un imperativo político. Todo debía ser compatible con todo lo demás. Los intereses alemanes debían ser también los de Europa. Más allá de Europa, Alemania podía ser amiga de Estados Unidos, pero también de Rusia y de China, todo al mismo tiempo. Y lo que es más importante, el modelo empresarial del país, basado en la exportación, también debe estar en armonía con su modelo político, basado en valores. A los alemanes les puede ir bien sin dejar de ser buenos.
En el caso de la República Federal, ser bueno tiene un significado específico.
Significa haber aprendido las lecciones del pasado nazi y, por tanto, defender siempre la paz, los derechos humanos, el diálogo, la democracia, el derecho internacional y todas las demás cosas buenas que asociamos con el ideal del orden internacional liberal. Cómo le ha ido a Alemania en este sentido es el tema de otro libro largo excepcional, Out Of the Darkness: The Germans 1942-2022, de Frank Trentmann, una profunda historia moral con un veredicto claramente contradictorio.
Estas reivindicaciones de síntesis y armonía se enmarcaban en una visión más amplia, predominante en gran parte de Occidente en los años posteriores al muro, pero en ningún lugar tanto como en Alemania, del rumbo que estaba tomando la historia. En pocas palabras, se trataba de la falacia de la extrapolación. Thomas Bagger, el principal diplomático intelectual alemán, observó que sus compatriotas tomaron el acontecimiento menos lineal de la historia europea moderna, la caída del Muro de Berlín, y lo convirtieron en una proyección lineal. Dicho de otro modo, tomaron la historia con minúscula, la historia tal y como sucede realmente —la interacción entre estructura profunda y proceso por un lado, y contingencia, coyuntura, voluntad colectiva y liderazgo individual por otro— y la convirtieron en Historia con mayúscula, un proceso hegeliano de inevitable expansión de la libertad. Por supuesto, en alemán no se aplica la distinción minúscula/mayúscula, ya que todos los sustantivos llevan mayúscula. El «Fin de la Historia» era una idea estadounidense, pero fueron los alemanes quienes vivieron el sueño neohegeliano.
Así que la Historia iba a nuestro favor. Alemania, Europa y Occidente en su conjunto tenían un modelo en el que los demás acabarían convergiendo. La globalización debe facilitar la democratización. Es cierto que Rusia y China no se parecían mucho a las democracias liberales actuales, pero a medida que se modernizaran, mejorarían. La inversión y el comercio occidentales les ayudarían a seguir el camino predestinado por la Historia, mientras que la interdependencia económica apuntalaría una paz perpetua kantiana.
Así, el país en el que había caído el Muro de Berlín disfrutó de los mayores éxitos, pero también alimentó las mayores ilusiones de la era europea posterior al muro.
Las fallas del modelo de Merkel
En los últimos 16 años, el modelo alemán postmuro se ha derrumbado «de dos maneras: de forma gradual y luego repentina», por recordar la famosa descripción de Ernest Hemingway de cómo se va a la quiebra. La fase gradual coincidió con una crisis general del orden europeo postmuro que comenzó en 2008 con dos acontecimientos casi simultáneos: el estallido de la crisis financiera mundial y la toma militar de dos grandes zonas de Georgia por Vladimir Putin. Lo repentino llegó el 24 de febrero de 2022,con la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Putin.
Durante prácticamente todo el primer periodo, de hecho desde noviembre de 2005 hasta diciembre de 2021, Alemania estuvo dirigida por una de las figuras más notables de la historia alemana moderna, una antigua científica de la Alemania del Este llamada Angela Merkel. Habrá que esperar a la publicación de sus memorias, previstas para este otoño, para hacer una valoración completa de su papel personal. Aunque para muchos alemanes fue una buena época, la mayoría de los problemas a los que se enfrenta hoy Alemania se fueron acumulando en esos años.
La primacía directa de las empresas significaba que ni siquiera había una primacía adecuada de la política económica, ya que el efecto era privilegiar los intereses inmediatos de las empresas alemanas existentes, como las industrias automovilística y química, por encima de las industrias del mañana. Como resultado, Alemania (junto con el resto de Europa) está muy por detrás de Estados Unidos y China en IA y otras tecnologías innovadoras, y potencialmente se enfrenta a una oleada de coches eléctricos chinos que pueden ser más baratos y mejores que los alemanes.
Dos manifestaciones extremas de conservadurismo fiscal, un «freno a la deuda» inscrito en la Constitución en 2009 y el llamado «cero negro», una insistencia plurianual del Ministerio de Hacienda en no incurrir en déficit presupuestario, han dejado al país con unas finanzas públicas excepcionalmente saneadas, pero también con una infrainversión crónica en infraestructura. El ejemplo más visible son los ferrocarriles alemanes, la Deutsche Bahn, a los que se infligieron feroces recortes en preparación de una privatización que nunca llegó a producirse. En mi propia experiencia, hay que contar con que un tren interurbano de la Deutsche Bahn llegue tarde o se cancele.
La decisión apresurada de abandonar toda la energía nuclear civil tras la catástrofe de la central nuclear japonesa de Fukushima en 2011 ha dificultado aún más la transición a la energía verde, requerida urgentemente por la crisis climática, al mismo tiempo que se desteta al país de los combustibles fósiles rusos. La decisión de Merkel de dejar entrar a un millón de refugiados en 2015-2016 fue admirablemente humana, y la mayoría de los recién llegados se han integrado con éxito en la economía alemana, ayudando a paliar la grave escasez de mano de obra calificada. Pero el temor a que la inmigración ilegal procedente de países lejanos y a menudo mayoritariamente musulmanes estuviera «fuera de control» y transformara el país culturalmente con demasiada rapidez dio un gran impulso a la ultraderechista nacionalista Alternative für Deutschland (AfD).
Sorprendentemente, la AfD está actualmente por delante de los socialdemócratas en las encuestas de opinión a nivel nacional. Lo está haciendo aún mejor en los estados federales de Alemania Oriental, como Sajonia y Turingia, donde parece probable que sea el claro ganador en las elecciones estatales de otoño, junto con una nueva agrupación «conservadora de izquierda» encabezada por la política de Alemania Oriental, Sahra Wagenknecht. Aunque se han producido inversiones masivas y un importante crecimiento económico en Alemania Oriental, la brecha psicológica entre el Este y el Oeste ha aumentado en lugar de disminuir, incluso cuando la propia canciller era alemana oriental. Muchos alemanes orientales sienten que son tratados como ciudadanos de segunda clase.
El cambio por consenso ha sido una de las claves históricas del éxito de la República Federal, tanto en la política como en las relaciones laborales. Pero con la fragmentación del panorama de los partidos, que se deja sentir a nivel federal también a través del Bundesrat (la cámara alta que representa a los estados federados), y las importantes intervenciones del poderoso Tribunal Constitucional Federal, se ha hecho más difícil lograr el consenso o el cambio.
Mientras tanto, aquellos otros países que debían converger delicadamente hacia el ideal democrático liberal se han movido en la dirección opuesta, incluso en la vecindad inmediata de Alemania. Empezando ya en 2010, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ha demolido sistemáticamente la democracia en un país en el que la industria automovilística alemana tiene grandes inversiones. En China, el giro ha sido aún más brusco, desde las grandes esperanzas de liberalización gradual que acompañaron a los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008 hasta el duro autoritarismo del gobierno actual de Xi Jinping.
Sin embargo, las empresas alemanas han seguido realizando importantes inversiones en estos lugares, a menudo haciendo la vista gorda ante cualquier conflicto con los valores proclamados por su propio país. Alentada por el régimen chino, Volkswagen, que ahora depende en un 40% de sus ventas en China, abrió una fábrica en Xinjiang en 2013. Pero China ha aplicado posteriormente políticas en Xinjiang que han sido calificadas de genocidio, con un gran número de uigures internados en campos de «reeducación». Acusado de la existencia de estos campos por un entrevistador de la BBC en 2019, Herbert Diess, el entonces jefe de VW, dijo «no estoy al tanto de eso». Cuando más recientemente señalé al jefe de otra gran empresa automovilística alemana que la Hungría en la que acababa de anunciar otra enorme inversión ya no era una democracia, barrió la objeción con un airoso gesto de la mano. “Podemos tener condiciones diferentes», dice en mi cuaderno. “No pasa nada».
El error de apreciación más dramático tuvo que ver con Rusia. Merkel, que tenía un retrato de Catalina la Grande —gobernante rusa de origen germano-oriental— en la pared de su despacho de canciller, fue la principal opositora a la propuesta de 2008 de la administración de George W. Bush de iniciar un Plan de Acción para la Adhesión de Ucrania a la OTAN. El compromiso resultante entre las posturas alemana y estadounidense produjo lo peor de ambos mundos, aumentando la sensación de amenaza de Putin sin mejorar la seguridad de Ucrania.
Posiblemente se podría argumentar que el acuerdo de Minsk 2, en cuya negociación Alemania desempeñó un papel decisivo en febrero de 2015, tras la anexión de Crimea por Putin y el inicio de la guerra en el este de Ucrania en 2014, era lo mejor que se podía hacer para estabilizar la situación en un momento en el que las defensas ucranianas se estaban derrumbando. Sin embargo, es completamente indefendible el fracaso de la política alemana para cambiar después de ese momento, reevaluando de forma realista la amenaza rusa. La prueba más elocuente es que, lejos de reducir su dependencia energética de Rusia, Alemania en realidad la aumentó, de modo que en 2020 un asombroso 55% de su gas, 34% de su petróleo y 57% de su carbón procedían de Rusia.
Para completar el trío de grandes dependencias extraeuropeas, Alemania dependía más que nunca de Estados Unidos para su seguridad. Incluso el desafío frontal de Donald Trump a los socios europeos de la OTAN durante su primera presidencia solo produjo un lento y reticente ajuste al alza del gasto alemán en defensa. Merkel pronunció un discurso en una tienda de cerveza en un suburbio de Múnich, diciendo que «los tiempos en los que podíamos confiar completamente en los demás han pasado en cierta medida». Pero no hubo ningún cambio fundamental de política.
Todo esto ocurrió bajo el mandato de Merkel, pero durante 12 de esos 18 años sus demócrata-cristianos estuvieron en una llamada «gran coalición» con los socialdemócratas. Los peores errores en las relaciones con Rusia fueron en gran medida responsabilidad de los socialdemócratas, especialmente el gasoducto Nordstream 2, que se negoció, acordó y construyó trasel inicio de la guerra ruso-ucraniana en 2014.Y durante todo el último mandato de Merkel, su ministro de Finanzas y vicecanciller fue un antiguo alcalde de Hamburgo llamado Olaf Scholz, que en diciembre de 2021, tras una sorprendente victoria electoral, la sucedió como canciller.
Scholz: el canciller del interregno
Y de repente, el 24 de febrero de 2022, Putin lanzó su invasión a gran escala de Ucrania. El comienzo de la mayor guerra en Europa desde 1945 redujo los supuestos básicos de la Alemania postmuro —políticos, económicos y militares, pero también morales— a escombros menos visibles inmediatamente que los de la ciudad ucraniana de Mariupol, pero no menos reales. En el campo donde, ocho décadas antes, las fuerzas nazis alemanas habían pulverizado ciudades y aterrorizado a civiles, la Rusia de Putin asaltaba ahora las mismas ciudades y pueblos, a veces incluso a los mismos seres humanos. Boris Romanchenko, por ejemplo, que en su adolescencia había sobrevivido a cuatro campos de concentración nazis, incluidos Buchenwald y Bergen-Belsen, fue asesinado por un misil ruso en Jarkov.
Profundamente conmovidos por este horror, un grupo de académicos, empresarios, políticos y activistas de la sociedad civil firmaron en marzo de 2022 un llamado en el que pedían al gobierno alemán que presionara a la Unión Europea para que boicoteara inmediatamente los combustibles fósiles procedentes de Rusia. El texto, redactado por nuestros colegas alemanes, reconocía que sería «una hazaña enorme» desde el punto de vista económico. Pero se apoyaba en argumentos históricos:
«Recordando su historia, Alemania ha jurado en repetidas ocasiones que NUNCA MÁS debe haber guerras de conquista y crímenes contra la humanidad. Hoy ha llegado la hora de cumplir este juramento. Debemos intentarlo todo para detener la maquinaria bélica de Putin con nuestros medios políticos y económicos».
El gobierno de coalición dirigido por Olaf Scholz decidió no dar ese paso radical.
La forma en que Scholz expuso el argumento fue reveladora. Sumiría a Alemania y a Europa en una recesión, dijo: «Cientos de miles de puestos de trabajo estarían en peligro, ramas enteras de la industria al borde del abismo». Entre otros, habrá estado pensando en grandes empresas químicas alemanas como BASF, que por sí sola representa alrededor del 4% del consumo total anual de gas del país a través de su propio gasoducto especial. Y entonces Scholz dijo —pues recuerden, todo debe estar en armonía con todo lo demás— «no se sirve a nadie si, con los ojos bien abiertos, ponemos en riesgo nuestra sustancia económica» (el subrayado es nuestro). Pero si de repente se hubiera privado a Putin de una fuente principal de financiación para su maquinaria bélica, se habría servido a alguien: al pueblo ucraniano.
Los altos cargos del gobierno con los que hablé en aquel momento argumentaron que el daño económico resultante habría amenazado el consenso social en Alemania, incluido el que respaldaba el apoyo a Ucrania.
Era mejor convencer poco a poco a la indecisa opinión pública alemana, ya que la guerra iba a ser larga.
Algunos expertos replicaron que, en realidad, el descenso global del PIB alemán por el cese de las importaciones de energía habría sido probablemente inferior al 3% (aunque, por supuesto, BASF se habría visto mucho más afectada). Pero aceptemos el argumento, esgrimido también por el ministro responsable, Robert Habeck, del Partido Verde, de que el mal menor era que Alemania se desprendiera de los combustibles fósiles rusos lo antes posible, sin sufrir ese gran golpe económico. Se trata, según la famosa distinción de Max Weber, de la «ética de la responsabilidad» en lugar de la «ética de la convicción». Todavía hay que tener claro cuál ha sido el costo resultante y quién lo pagó.
Según la evaluación independiente más cuidadosa, en el primer año de la guerra a gran escala, Alemania pagó a Rusia unos 28.5 billones de euros por gas, petróleo y carbón. En realidad, parte de esa cantidad se habrá destinado a la producción y el transporte de esos combustibles. Pero los precios del gas y del petróleo se dispararon como consecuencia de la guerra de Putin, de modo que Alemania pagó más de lo que había pagado en los 12 meses anteriores, y por menos gas, petróleo y carbón, a medida que el destete avanzaba a buen ritmo. Dado que el sector energético ruso es parte integrante del régimen de Putin, es razonable concluir que estos pagos contribuyeron significativamente a financiar la guerra de terror de Rusia en Ucrania. Para dar una idea de la escala, el presupuesto de defensa de Rusia para 2022 se estimó en unos 86 mil millones de euros.
Al mismo tiempo, y para su gran crédito, Alemania se convirtió en uno de los principales partidarios de Ucrania. Según el rastreador de ayuda más fiable, Alemania comprometió unos 22.1 billones de euros en ayuda militar, económica y humanitaria a Kiev entre finales de enero de 2022 y finales de octubre de 2023, sólo superada por Estados Unidos, con otros 10.5 billones de euros prometidos, principalmente en compras de la industria de defensa, en los cuatro años siguientes. Para 2024, el canciller alemán incluso estaba sermoneando a otros países europeos sobre cómo debían hacer más por Ucrania.
Sin embargo, a cada paso, Scholz daba largas al envío de sistemas de armamento más potentes, ya fueran vehículos de combate de infantería Marder, tanques Leopard o (más recientemente) los misiles Taurus con los que Ucrania podría amenazar las líneas de suministro rusas a Crimea. Se esgrimieron múltiples argumentos, a menudo cambiantes, pero el hilo conductor fue el temor a una escalada por parte de una Rusia con armas nucleares. Aunque Scholz se unió al presidente francés Emmanuel Macron para hablar de «soberanía europea», su gobierno, a diferencia de los de Francia y Gran Bretaña, se aferró a los faldones de Washington, sin hacer nada en apoyo militar de Kiev a menos que la actual administración estadounidense también lo hiciera.
Para explicar la postura de Scholz, hay que entender su propia biografía y personalidad, pero también la presencia de una tendencia al apaciguamiento con Rusia en su partido, más visiblemente representada por su líder parlamentario, Rolf Mützenich, que recientemente pidió que se «congelara» la guerra en Ucrania. Sin embargo, Scholz también puede considerarse en cierto modo una figura representativa de Alemania en esta época de transición, un Otto Normalscholz, dividido entre viejas certezas que ya no son válidas y nuevos rumbos aún por establecer.
Una desorientación similar puede verse en otros ámbitos, como el enfoque alemán hacia Israel durante la guerra de Gaza y su incipiente debate sobre cómo responder a un presidente Trump 2.0.
Alemania ha derivado dos imperativos de su responsabilidad histórica por el Holocausto: un compromiso particular con Israel, encapsulado en la afirmación de Merkel de 2008 de que la seguridad de Israel forma parte del Staatsräson (interés nacional existencial) de la República Federal, y un compromiso universal de defender en todas partes los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. En los últimos diez años, Alemania ha sido responsable del 30% de las importaciones de armas de Israel, sólo superada por Estados Unidos, y aumentó rápidamente el suministro de armas tras el horrible atentado terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023. Pero la forma brutalmente temeraria en que Benjamin Netanyahu ha conducido la guerra de autodefensa de Israel contra Hamás, que ha conllevado lo que claramente han sido graves violaciones del derecho internacional humanitario, ha llevado a esos dos imperativos, el particular y el universal, a un doloroso conflicto.
Luego está la posibilidad de que Donald Trump sea reelegido el 5 de noviembre —cuatro días antes del 35 aniversario de la caída del Muro de Berlín— y ponga en entredicho el compromiso de Estados Unidos con la garantía del Artículo 5 de la OTAN de «todos para uno y uno para todos» para defender a los Estados miembros europeos. Este febrero, Trump se jactó en un mitin de campaña en Carolina del Sur de que, como presidente, había dicho a los líderes de la OTAN que «animaría» a Rusia a hacer «lo que le diera la gana» a los países europeos que no pagaran más por su propia defensa. ¿La respuesta en Alemania? Durante varios días, los medios de comunicación se llenaron de especulaciones sobre cómo se podría crear una disuasión nuclear europea que cubriera a Alemania. Un país que acababa de abandonar la energía nuclear civil hablaba ahora de repente de tener armas nucleares.
Los politólogos Ivan Krastev y Stephen Holmes han observado perspicazmente que la crisis del orden internacional liberal se ha convertido en una crisis de la identidad alemana. Las viejas suposiciones se han desmoronado; aún hay que encontrar nuevas direcciones.
Gran Alemania, ¿y ahora qué?
El último capítulo de la excelente historia global de Alemania entre 1500 y 2000 de David Blackbourn se titula «La respuesta a la cuestión alemana». Sin embargo, termina anticipando el advenimiento, en el nuevo milenio, de una cuestión alemana «de un nuevo tipo». Efectivamente, esa última variante de la cuestión alemana ha llegado. Así que, adaptando el título de la célebre novela de Hans Fallada de 1932, Little Man – What Now?, debemos preguntarnos: Gran Alemania, ¿y ahora qué?
Dado que este ensayo ha sido crítico con el historial alemán, es importante subrayar que otras democracias occidentales importantes merecen críticas aún más agudas. Alemania no ha cometido ningún acto de locura nacional comparable al «Brexit» británico, que también está perjudicando a Europa en su conjunto. Nadie puede empezar a competir con los franceses cuando se trata de la fusión de intereses nacionales y europeos. Las versiones italianas de la AfD gobiernan el país, y la primera ministra posneofascista de los Fratelli d’Italia, Giorgia Meloni, es considerada moderada en comparación con su socio de coalición, Matteo Salvini, de la Lega. Si Donald Trump regresara a la patria de su abuelo, Friedrich Trumpf, tendría cero posibilidades de ganar unas elecciones nacionales, mientras que en Estados Unidos tiene unas posibilidades alarmantemente serias de ser reelegido.
Pero nuestro tema aquí es Alemania, y Alemania es la potencia central de Europa. Tiene más de una sexta parte de la población de la Unión y produce más de una quinta parte de su PIB. Su economía duplica la de Rusia. ¿Es eso una hegemonía? Heinrich-August Winkler, decano de los historiadores alemanes, ha sugerido que, como la Alemania de Bismarck, la República Federal tiene una «posición medio hegemónica» en Europa. La frase capta el clásico problema geopolítico de la Alemania moderna: su tamaño intermedio, demasiado grande, pero también demasiado pequeña.
Sin embargo, no cabe duda de que la República Federal es el país más poderoso de la Unión Europea. Puede que Berlín no siempre consiga lo que quiere, pero muy pocas cosas ocurren si Berlín no quiere. Herman van Rompuy, que fue presidente del Consejo Europeo de líderes nacionales de la Unión entre 2010 y 2014, escribe con toda naturalidad en un volumen de próxima publicación que explora «el ascenso y los límites de la hegemonía alemana en la integración europea»: «En los años de mi mandato, sólo hubo una ocasión en la que la posición del Consejo Europeo no se correspondiera con la posición de Alemania». Así pues, el camino que tome Alemania importa más a Europa que el rumbo futuro de cualquier otro país europeo.
En los 75 años de la República Federal, ha habido tres grandes momentos de decisión estratégica alemana: la decisión de su canciller fundador, Konrad Adenauer, de vincular firmemente la incipiente República Federal al Occidente transatlántico en la década de 1950, la llamada «Westbindung»; la «Ostpolitik» del canciller Willy Brandt, la política de distensión de Alemania Occidental hacia el bloque soviético aplicada en la década de 1970; y el compromiso del canciller Helmut Kohl de integrar la unificación alemana en los nuevos pasos de la unificación europea en la década de 1990.
En cada uno de estos puntos de inflexión hubo «caminos no tomados», por citar el título de una esclarecedora exposición en el Museo Histórico Alemán de Berlín. La opinión pública alemana de la época no tenía claro que ese fuera el camino correcto, y las decisiones fueron muy discutidas.
En cada una de ellas confluyeron tres elementos: un líder individual, un debate interno y un contexto internacional. “En el principio fue Adenauer», por citar la frase inicial del libro seminal de Arnulf Baring sobre la Cancillería-democracia de Adenauer, pero la elección del gran padre fundador se produjo en el contexto internacional de una división de Europa por la Guerra Fría que se profundizaba rápidamente. Brandt fue un líder inspirador, pero su Ostpolitik era también la versión alemana de las políticas de distensión aplicadas por Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. El papel personal de Kohl, al igual que su estatura física, era inmenso, pero también actuó en un momento de gran entusiasmo por la integración europea y en respuesta a las demandas de los socios europeos, sobre todo Francia.
El contexto internacional exige hoy positivamente un cambio estratégico. En cuanto al liderazgo, Scholz parece una figura de transición, pero puede surgir otra persona, a más tardar después de las elecciones nacionales previstas para otoño de 2025. Adenauer, Brandt y Kohl no llegaron a la Cancillería como grandes estadistas europeos, sino que crecieron en el cargo.
Queda el debate nacional, que ya se está produciendo. Casi todas las cuestiones que he planteado en este ensayo han sido planteadas, a veces incluso de forma más aguda, por periodistas, expertos y académicos alemanes. La controversia incluye un nervioso metadebate sobre lo que se puede o no decir sobre Israel y Gaza. Los expertos alemanes en Rusia y Europa del Este han criticado abiertamente la fracasada política rusa de Berlín y su poco entusiasta apoyo a Ucrania. En muchos sentidos, esto me recuerda al fermento intelectual de los años sesenta que dio origen a la nueva Ostpolitik.
Desgraciadamente, hay menos indicios de que los políticos y empresarios del país estén escuchando. Sin embargo, el cuerpo político alemán necesita hoy un pensamiento abierto y crítico tanto como un hombre de mediana edad con sobrepeso necesita hacer ejercicio. Las cuestiones individuales que componen la nueva cuestión alemana son todo un reto.
Si el antiguo modelo empresarial basado en la exportación es cada vez más incompatible con el modelo político basado en los valores del país, ¿cuál es el nuevo modelo empresarial? ¿O volverá Berlín, como anticipa el mordaz comentarista económico Wolfgang Münchau, «a su vieja práctica de llegar a acuerdos con dictadores euroasiáticos por el bien de la industria alemana»? De regreso de un reciente viaje a China, el dirigente bávaro Markus Söder tuiteó su satisfacción por haber servido de «escolta» política a las empresas alemanas, añadiendo: «Hacemos Realpolitik en lugar de Moralpolitik». ¿Cómo puede lograrse el cambio a través del consenso con la fragmentación del panorama de partidos y la multiplicación de pesos y contrapesos institucionales? ¿Qué hacer con los partidos políticos extremistas como la AfD, que cuentan con un gran apoyo público?
Y luego está el poder militar. Si Alemania gastara sistemáticamente el 2% de su PIB, tendría el tercer mayor presupuesto de defensa del mundo. Si un presidente Trump 2.0 redujera drásticamente la presencia estadounidense, Alemania se convertiría rápidamente en la primera potencia militar de Europa. ¿Para qué servirían todos esos soldados y armas alemanes? ¿Dónde, cómo y con qué ética se desplegarían? ¿Cómo se situaría Marte junto a Mercurio?
En la Conferencia de Seguridad de Múnich de este año, se produjo un sorprendente contraste entre la retórica heroica del presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, que habló de «guerreros ucranianos contra el agresor», y el lenguaje de contador desteñido del canciller alemán. Mi cuaderno de notas recoge las palabras de Scholz en un momento dado: «Estamos realmente impresionados por la forma en que los soldados ucranianos están llevando a cabo sus actividades» (el subrayado es mío). ¿Quiere decir luchando? Pero en alemán, todo el lenguaje de la guerra ha sido envenenado por su asociación con el nazismo. En 2020, el jefe del ejército alemán causó conmoción cuando dijo que las fuerzas armadas del país debían ser siegesfähig, es decir, capaces de vencer. Esta no es una dificultad que tengan los alemanes cuando hablan de su equipo de fútbol. El ministro de Defensa dice ahora que las fuerzas armadas deben ser kriegstüchtig, capaces de la guerra. Hará falta imaginación y criterio para encontrar un nuevo vocabulario alemán apropiado para la dura tarea de estar preparado para luchar y morir con el fin de no tener que luchar y morir.
La sociedad alemana ha sido descrita como «postheroica». En una encuesta reciente, sólo el 38% de los encuestados dijo que estaría dispuesto a tomar las armas para defender su país si fuera atacado, mientras que el 59% dijo que no lo haría. Pero, a diferencia de los polacos o los estonios, por no hablar de los ucranianos, la mayoría de los alemanes todavía no cree realmente que podría necesitarlo.
Hablar de la angustia alemana, Angst, es un viejo tópico. Pero la palabra puede significar miedo o ansiedad. Son dos cosas muy distintas. El miedo puede movilizar: «huir o luchar». La ansiedad paraliza. Es este último tipo de Angst, ansiedad más que miedo, el que padece Alemania en estos momentos. El reto para los líderes políticos e intelectuales será llevar a un público ansioso a un lugar más realista, moralmente coherente y sostenible desde el punto de vista geopolítico, económico y medioambiental, sin que se produzca un brusco bandazo de un extremo a otro.
¿Y qué pasa con Europa? Aunque los alemanes hablan de Europa con gran calidez y convicción», comenta el antiguo presidente del Consejo Europeo Herman van Rompuy, «Europa no debería costarles demasiado». ¿Están dispuestos los alemanes, en su propio interés ilustrado a largo plazo, a dejar que el futuro de Europa les cueste un poco más? Dadas sus propias dudas y las de otros europeos, históricamente informadas (por decirlo suavemente) sobre la reaparición del poder militar alemán, tendría sentido que Alemania liderara el camino hacia una industria de defensa, una estructura de fuerzas y un mando militar europeos más integrados. Pero eso supondría una puesta en común de la soberanía en un área aún más vital y sensible que la desaparición de una moneda nacional en la eurozona. Se trata de retos para todos los países europeos, que siempre chocan con una tensión estructural entre políticas que deben ser europeas y políticas que siguen siendo nacionales.
A la espera de que se acuñe un término más pegadizo, yo describiría la estrategia que Europa necesita de Alemania como una Gesamteuropapolitik, una política para toda Europa, que reúna lo que en el pasado han sido las cajas separadas de la Europapolitik, es decir, la política de la Unión, y la Ostpolitik. ¿Puede Alemania inclinar la balanza de la Unión Europea hacia un auténtico compromiso estratégico que incluya a Ucrania, Moldavia, los Balcanes Occidentales y Georgia? ¿Puede aportar el pensamiento audaz e innovador necesario para que una Unión Europea reformada esté preparada tanto para la ampliación como para enfrentarse a un mundo peligroso? ¿Puede contribuir a configurar una nueva política europea realista hacia Rusia, no para los próximos 20 meses, sino para los próximos 20 años? Y luego, ¿cómo va a defender Europa en su conjunto, incluidos países como el automarginado Reino Unido, sus propios valores y su modo de vida en un mundo en el que grandes potencias y potencias intermedias a menudo antioccidentales por reflejo, como China, India, Turquía y Brasil, llevan cada vez más la voz cantante, mientras que el interés de Estados Unidos por Europa ha disminuido, está disminuyendo y seguirá disminuyendo? Alemania no puede hacer ninguna de estas cosas por sí sola, pero sin Alemania, ninguna de ellas sucederá.
He aquí la pregunta alemana de hoy, y los únicos que pueden responderla son los propios alemanes.