Gascón: Todos somos liberales
Los enemigos del liberalismo y algunos de sus partidarios se han esforzado en caricaturizarlo: la Iglesia católica fulminaba contra una visión que defendía la libertad individual y en los últimos años se ha popularizado una idea que lo reduce a una doctrina económica. Por Daniel Gascón
El liberalismo es una forma de organizar las diferencias que existen en las sociedades modernas a través de una canalización institucional. Como señala Edmund Fawcett en Sueños y pesadillas liberales (Página Indómita), asume el conflicto de intereses y valores, busca limitar el poder, tiene confianza en el progreso humano y presenta cierta vocación de respeto cívico. Es un proyecto de coexistencia mutua, dice John Gray: una manera de gestionar nuestras diferencias sin matarnos. No surge tanto de la filosofía como de las guerras de religión: tiene algo de optimismo pero también de escarmiento. Los grandes filósofos liberales del siglo XX eran herederos de las tragedias de su tiempo. Judith Shklar escribía del liberalismo del miedo: para ella, el objetivo primordial es evitar el sufrimiento; el liberal cree que la crueldad es el peor crimen.
Sus enemigos y algunos de sus partidarios se han esforzado en caricaturizarlo: la Iglesia católica fulminaba contra una visión que defendía la libertad individual y en los últimos años se ha popularizado una idea que lo reduce a una doctrina económica. Recientemente Ana Iris Simón escribía: “El liberalismo que se fingía conservador y familiar, patriótico y puritano, resultó ser solamente el huevo de la serpiente del que se suponía su antagonista: un liberalismo amoral, transgénico, transgénero, transespecie y transedad, drogadicto y abortero, posmoderno y poshumano, apátrida y luciférico”. No es fácil entender el origen de todas las etiquetas, y en algunos casos la lista parece obedecer más a la prosodia que la argumentación. Pero asumo que la crítica principal tiene que ver con la disgregación y la pérdida de vínculos. Manuel Toscano ha escrito en esta página web que el liberalismo no tiene que ver con la caricatura que presentan muchos críticos, según la cual
el liberalismo defendería una sociedad atomizada, compuesta de individuos aislados, cada uno persiguiendo su propio beneficio. De creerles, el individualismo liberal sería una especie de disolvente de los vínculos y asociaciones humanas que dan sentido a la vida humana, como si el énfasis en la autonomía personal implicara contemplarlos en términos puramente instrumentales o subestimar su valor. Pero nada de esto es cierto ni hay evidencia textual que lo avale. Sería absurdo negar que nuestra concepción de la vida buena viene marcada por las instituciones sociales y grupos de los que formamos parte, de igual modo que nuestros fines e intereses se solapan y entrelazan con los de otras personas, especialmente aquellas que nos son más próximas. Ningún liberal lo hará. Que tales lazos comunitarios y personales ejerzan un efecto tan penetrante y duradero hace necesario someterlos a crítica y escrutinio cuando haga falta, considerando el modo en que afectan a la vida de las personas.
Las ambigüedades del término, cuyo uso político empezó en España y que tiene sentidos algo diferentes en distintas lenguas y países, contribuyen a la confusión. En Las dos caras del liberalismo (Página Indómita), Gray habla de un liberalismo más racionalista, de inspiración ilustrada y vocación universalista, que correspondería a autores aparentemente tan distintos como John Locke e Immanuel Kant o John Rawls y Friedrich Hayek, y otro más escéptico, una tradición que contaría entre sus exponentes a Thomas Hobbes, David Hume o Isaiah Berlin y subraya que hay muchas formas de llevar una buena vida: una concepción centrada en la idea del pluralismo de valores y en la convicción de que los conflictos de valores son irresolubles. Una corriente buscaría una legitimación filosófica; la otra estaría más preocupada por prácticas y convenciones constitucionales locales. Pensar que hay una solución única para todos los problemas es contrario a cualquier versión del liberalismo, que tiende más a los parches que a la doctrina: la hubris entre 1989 y 2008, de la confianza en la desregulación a las aventuras imperiales para extender la democracia, tiene algo de herejía. (El énfasis en un solo elemento para resolver todos los problemas está también en muchos libertarians.) Esa arrogancia y sus consecuencias han obligado a la autocrítica, que a veces requiere revisar la propia tradición: políticos liberales fueron decisivos para la creación del Estado del bienestar en Alemania y en el Reino Unido. La igualdad de oportunidades también es una cuestión liberal.
Otro elemento importante del liberalismo es su flexibilidad: puede incorporar otras preocupaciones, como el feminismo y el ecologismo. Indalecio Prieto escribió “El socialismo es la perfectibilidad liberal”. Robert Frost decía que el liberal es alguien demasiado amplio de miras como para colocarse en su propio bando en una disputa. Pero también hay liberales apasionados. Del mismo modo que en Europa todos aceptamos ciertos principios socialdemócratas, también los renglones donde escribimos nuestros debates son renglones liberales, por buenas y viejas razones de emancipación y convivencia.