Frente a la tragedia que ha creado el chavomadurismo en estos 21 años, aparece otra con la crisis de liderazgo que experimenta la oposición democrática.
En realidad, su gran error ha sido no haber entendido la verdadera naturaleza del chavomadurismo. En sus inicios, muchos de sus dirigentes creyeron que la democracia seguiría la senda de los 40 años anteriores. No captaron entonces lo que se proponía hacer quien había sido elegido presidente en 1998, a pesar de que todos conocían su pasado golpista y sus grotescas amenazas en plena campaña electoral. Lo más grave fue que cuando ya estaba dando demostraciones de autoritarismo y tendencias hegemónicas desde el poder tampoco la dirigencia opositora creyó que se trataba de un proyecto dictatorial, militarista y caudillista.
Tan grave error de percepción los indujo a pensar que la confrontación futura sería en términos democráticos y civilistas. La oposición de entonces, en lugar de frenar el despropósito en marcha, actuó con una ingenuidad increíble. Su demostración inicial la dio aquel Congreso elegido en 1998 –donde tenía mayoría– y también aquella insólita Corte Suprema de Justicia que actuó como cómplice de un Chávez que, al iniciar su mandato en 1999, se creía un emperador y no un simple presidente, electo, por cierto, con muchos menos votos y menor porcentaje que los que obtuvieron Lusinchi en 1983 y CAP en 1988.
Ya se sabe que ese parlamento, tan legítimo como la insólita elección del golpista de 1992, decidió suicidarse vergonzosamente para dar paso a una Constituyente espúrea e inconstitucional, mientras que el entonces alto tribunal le pavimentaba también el camino al proyecto chavista de darse una Constitución reeleccionista, militarista y a la medida de los siniestros planes del nuevo presidente.
Esa confusión fue tal que terminó arropando a la dirigencia de AD y Copei. Ante tal anomia, la base opositora resolvió, casi que por inercia, votar por el candidato Francisco Arias Cárdenas, otro ex teniente coronel golpista de 1992, quien había roto relaciones con Chávez. (Como se sabe, volvería a apoyarlo, luego de haberlo llamado “asesino” y “gallina”.) Esa decisión de las bases opositoras, dictada por el clima de incertidumbre que se vivía, fue otro eslabón de la larga cadena de errores en estas dos décadas.
Luego vino la chapucería del 11 de abril de 2002, no atribuible, por cierto, al liderazgo político, sino a una alianza entre empresarios y militares. Tal vez porque tampoco hubo verdaderos políticos entonces, aquella situación –luego de la renuncia de Chávez– no pudo estabilizarse. Los resultados, por todos conocidos, convirtieron en una victoria chavista lo que era desde el principio una contundente derrota suya. En 2007, ya el descontento popular frente a Chávez era tan poderoso que perdió un referendo consultivo para aprobar la reelección presidencial indefinida y otras reformas peligrosas. Pero le importó un bledo. Violando la Constitución convocó en breve tiempo otro referendo sólo sobre el tema reeleccionista, que esta vez sí logró hacer aprobar.
En 2006 la oposición democrática resolvió postular un candidato propio, Manuel Rosales, entonces gobernador del Zulia, pero no tuvo “pegada electoral”, ni maquinaria para combatir exitosamente. Seis años después, con un lenguaje rupturista, excluyente y generacional, haciendo suyo el discurso chavista contra la “vieja política”, postuló a Capriles en un esfuerzo importante, pero equivocado. A la muerte de Chávez, el mismo Capriles enfrentó a Maduro en unas elecciones reñidas a tal punto que pareció que el candidato opositor había sido despojado del triunfo, mediante un fraude orquestado desde dentro del propio organismo electoral. El error entonces fue no haber hecho respetar la voluntad popular.
Vino luego el clamoroso triunfo opositor en las elecciones parlamentarias de 2015, aprovechando un estado general de descontento contra el régimen como nunca antes y, de paso, su descuido ante unos resultados que no pudo entonces manipular. Pero casi inmediatamente, la Asamblea Nacional chavomadurista que moría ese mismo año nombró un TSJ a su medida, sin que tuviera tal atribución, para acosar al nuevo parlamento, desconociendo la mayoría absoluta que había obtenido la oposición, declarando nulas todas sus decisiones y avalando la detención, secuestro y persecución de numerosos diputados opositores.
Siguiendo esa tendencia fraudulenta, ahora han convocado unas nuevas elecciones parlamentarias, con graves implicaciones inconstitucionales e ilegales, las cuales no resolverán nada, pero cuyo objetivo es sacudirse a Guaidó y a la oposición democrática y hacer aprobar sus convenios antipatrióticos con países que le han otorgado financiamiento y ayuda económica. Sobre este tema hemos abundado en anteriores artículos.
Lo cierto es que, a estas alturas, hay una evidente crisis de liderazgo en la oposición. Falta de madurez, vanidades fatuas, ambiciones bastardas y ausencia de grandeza para entender que la unidad es fundamental para enfrentar el actual régimen. Todo eso y mucho más han desnudado a ciertos dirigentes –que no líderes- como unos enanos en su comprensión de la descomunal crisis que afecta a los venezolanos y en la formulación de una estrategia común frente al adversario.