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Gehard Cartay R.: La oposición y sus pecados originales

 

Fue imperdonable la equivocación de aquellos que creyeron domesticar a los golpistas de 1992, a sabiendas de dónde venían y cuáles eran sus objetivos una vez alcanzado el poder; años más tarde los sectores democráticos desconocían la verdadera naturaleza del monstruo en ciernes, y apoyaron a Chávez en 1998. Pero todo eso fue posible porque nuestras instituciones republicanas y democráticas no estaban consolidadas, luego de 40 años. Muy caro nos ha resultado que la dirigencia opositora no haya frenado a tiempo la verdadera naturaleza del castrochavismo, incluso hoy cuando existen algunos ingenuos y cínicos que aún creen en sus procesos electorales, olvidando una regla básica de la guerra y de la política: Conocer al enemigo casi tanto como a uno mismo.

 

Alguien levantó las tapas del infierno, donde varias generaciones, al costo de exilios, cárceles, muerte y torturas, habíamos encerrado en 1958 los demonios del militarismo… ¿Cuántas décadas costará volverlos a encerrar?”

Ramón J. Velásquez, a propósito del 4 de febrero de 1992.

 

Se dice que ya estamos saturados de diagnósticos y se exigen, en cambio, propuestas concretas para salir de nuestra gran tragedia nacional.

No estoy muy seguro de lo primero porque, a pesar de la abundancia de análisis sobre la actuación de la oposición democrática en estos 21 años del régimen chavomadurista e, incluso, de los inmediatamente anteriores a su llegada al poder, pareciera que algunos de esos diagnósticos no han sido acertados, como lo demuestran los hechos que nos han traído hasta aquí. Y esa conclusión no es poca cosa -a pesar de que pueda parecer “llover sobre mojado”-, sino la causa fundamental de tantos errores tácticos y estratégicos en todo este largo tiempo.

Un primer error gravísimo fue no haber entendido en toda su magnitud la peligrosidad potencial que envolvía la participación del chavismo en las elecciones de 1998, vistos sus antecedentes antidemocráticos. Mientras unos lo subestimaron, otros se apresuraron a utilizarlo pensando en sus propios fines. Los más, irresponsablemente, no se detuvieron a analizar y sopesar su carga destructiva y antiinstitucional.

“¿Ese mundo político, partidista, civil, intelectual y académico que los apoyó en 1998 ignoraba los proyectos de decretos que los golpistas hubieran promulgado de haber triunfado la asonada militar del 4 de febrero de 1992?”

Todos, desde luego, se equivocaron y, al final, terminaron siendo manipulados por el teniente coronel Hugo Chávez y su logia militar, posteriormente convertida en civil y electoralista, su gran acierto. Pero la equivocación de aquellos que creyeron domesticar a los golpistas de 1992 fue sencillamente imperdonable, porque sabían de dónde venían y cuáles eran sus objetivos una vez alcanzado el poder.

¿O es que ese mundo político, partidista, civil, intelectual y académico que los apoyó en 1998 ignoraba los proyectos de decretos que los golpistas hubieran promulgado de haber triunfado la asonada militar del 4 de febrero de 1992? Pienso, por ejemplo, en ciertos ex rectores de prestigiosas universidades, en destacados filósofos y científicos, en juristas de alto vuelo, en intelectuales reconocidos, en empresarios consagrados y en medios de comunicación social que se suponían comprometidos con la institucionalidad. Todos ellos, escudándose en su condena a los errores de los gobiernos “puntofijistas”, terminaron apoyando la “medicina” electoral chavista, que resultó peor que la enfermedad, como está demostrado suficientemente.

Fue así como Chávez pasó de ser candidato de una minoría irrisoria a triunfador en las elecciones de 1998, todo ello en menos de nueve meses. Algunos de sus promotores y electores le absolvieron su felonía de apenas seis años antes, aunque luego cargarían todas las culpas -propias y ajenas- al sobreseimiento de Rafael Caldera en 1994, cuando el golpista ni siquiera figuraba en las encuestas.

Problemas de conciencia aparte en quienes lo eligieron presidente en 1998 -y algunos lo reelegirían durante los siguientes años-, advino luego el segundo error, una vez que aquel ganó las elecciones de 1998. Entonces se produjo la imperdonable cobardía institucional que le abrió las puertas a su proyecto autoritario y militarista a partir de 1999. Comenzó el mismo día de su toma de posesión como presidente, cuando juró sobre la “moribunda” Constitución de 1961, como entonces la denominó.

“No se dieron cuenta que no tenían frente a sí un presidente democrático e institucional, sino un caudillo militarista y antidemocrático”

Obvio, digno de Perogrullo, era que esa Constitución vigente no podía ser “moribunda” mientras no fuera reformada o sustituida por otra, conforme a sus propias disposiciones, las cuales, como se sabe, se violaron descaradamente. No hubo entonces, por cierto, un sólo senador o diputado que protestara en ese preciso instante aquella gravísima falta. Alguien podría, antes o ahora, restarle importancia a lo que de manera simplista se califica como “formalismos protocolares”. El problema es que no lo son propiamente, sino que -por el contrario- constituyen la expresión indiscutible de la voluntad del mandatario de someterse a Carta Magna, a su eficaciadefensa y respeto.

Después vendría lo peor: La manera como la extinta Corte Suprema de Justicia “autorizó” la Constituyente chavista en 1999, sin estar prevista en la Constitución de 1961, algo que un estudiante de Derecho Constitucional sabe que no puede hacerse. Se inventó entonces toda una tesis sobre “la supraconstitucionalidad” (¿?), y así se soltaron los demonios que trajo consigo la convocatoria de una Constituyente inconstitucional como la que se realizó en 1999 y las consecuencias respectivas.

Todo ello, insisto, demostró que los sectores democráticos desconocían la verdadera naturaleza del monstruo en ciernes, como seguramente tampoco lo conocían quienes de buena fe apoyaron a Chávez en 1998, dicho sea esto por aquello del “beneficio de la duda”. Pero todo eso fue posible por otra razón mucho más lamentable: Que no era cierto que nuestras instituciones republicanas y democráticas estuvieran consolidadas, luego de cuarenta años ininterrumpidos. Lo demostró también el lamentable capítulo siguiente: El suicidio del entonces Congreso de la República, electo en noviembre de 1998, al auto disolverse -sin estar obligado a ello- a los pocos meses para facilitarle la tarea al futuro dictador y su Constituyente espuria.

El tercer error de la oposición democrática fue no haber implementado una política militar desde 1999 y, en consecuencia, descuidado este importante frente como política de Estado, a la usanza de la República Civil. Recuerdo que entonces los partidos tenían sus especialistas en esa materia: Arístides Beaujón (Copei) y Ángel Borregales (AD), por ejemplo, conocían en profundidad cuanto ocurría en las Fuerzas Armadas y estudiaban su oficialidad, a fin de analizar los ascensos a los últimos grados, los cuales eran autorizados por el Senado, luego de su proposición formal por el Ejecutivo Nacional. Y no se trataba de conspiraciones o algo parecido. Como cualquier democracia que se precie de serlo, se cuidaba entonces, de manera transparente y pública, la política militar por ser fuente de estabilidad y permanencia. Así lo aconsejaban también tiempos pretéritos en estos lares donde las dictaduras militares han sido males endémicos de vieja data.

“Lo peor: La manera como la extinta Corte Suprema de Justicia ‘autorizó’ la Constituyente chavista en 1999, sin estar prevista en la Constitución de 1961”

Pero, una vez aprobada la Constitución de 1999, la política militar pasó a ser materia exclusiva del presidente de la República, quien la ejerció en solitario. Entonces, los dirigentes opositores y sus parlamentarios se desentendieron del asunto, lo cual fue, sin duda, un garrafal error: No se dieron cuenta que no tenían frente a sí un presidente democrático e institucional, sino un caudillo militarista y antidemocrático. Con esa irresponsable actitud arrojaron por la borda todo el esfuerzo que Betancourt y Caldera habían hecho desde 1959 para convertir a las Fuerzas Armadas en un firme aliado del sistema democrático.

El cuarto error ha sido no haber combatido con suficiente fuerza y decisión la inherencia castrocomunista en nuestro país desde sus inicios. No se sabe por qué extraña razón son pocos los dirigentes opositores que han insistido en este tema. Pareciera que hay un cierto complejo al mencionarlo o si en verdad existen quienes piensan que se trata de algo que no es esencial para enjuiciar nuestra trágica experiencia nacional, siendo todo lo contrario. Pero, sea cual sea la razón, es obvio que no asumir el asunto muestra un análisis incompleto al respecto.

Finalmente admito que no estoy descubriendo la pólvora. Por desgracia, otros, antes y después, plantearon todas estas preocupacionesJorge Olavarría, entre ellos, tan temprano como el 5 de julio de 1999, en un certero y lúcido discurso ante el antiguo Congreso. Había apoyado a Chávez, y cinco meses después profetizaría el desastre que sufrimos desde hace dos décadas, escandalizando incluso a cierta oposición mojigata.

Sea como fuere, muy caro nos ha resultado que la dirigencia opositora no haya descubierto -y frenado a tiempo- la verdadera naturaleza del castrochavismo, incluso hoy cuando existen algunos ingenuos y cínicos que aún creen en sus procesos electorales y demás mentiras, olvidando una regla básica de la guerra y de la política: Conocer al enemigo casi tanto como a uno mismo.

 

 

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