Democracia y PolíticaHistoria

Gehard Cartay Ramírez: Falsificaciones históricas

 

Son frecuentes las falsificaciones históricas, esa tendencia a “reescribir” los hechos buscando acomodar “la verdad” de los interesados a sus propias conveniencias.

Desde hace tiempo, pero ahora con mayor énfasis por la conmemoración que partidarios suyos quieren hacerle, con toda justicia, a Carlos Andrés Pérez con motivo del centenario de su natalicio, algunos pretenden hacer creer que luego de su destitución y enjuiciamiento sobrevino en nuestro país la debacle en todos los sentidos. Y eso, sencillamente, no es cierto.

No es nueva esta pretensión de falsificar la historia. En Venezuela se han ido formando verdaderas supercherías que algunas veces se han incorporado a nuestra “historia oficial”. Entre ellas, tal vez las más destacadas lo sean la “traición” de Páez a Bolívar en 1830; la pretensión de calificar como revolucionaria la Guerra Federal; el supuesto carácter democrático de los gobiernos de los generales López Contreras y Medina Angarita; la condición de “Padre de la Democracia” que se le ha endilgado a Rómulo Betancourt –quien seguramente debió haber estado en desacuerdo con tal exageración–; o el carácter “bolivariano” del actual régimen, por citar algunas de esas falsificaciones históricas. En realidad, se necesitaría la extensión de un libro para las explicaciones de cada caso y otros más.

Por ahora me referiré solamente a la ya señalada posición de algunos, según la cual con CAP todo iba bien hasta que lo destituyeron en 1993 y de allí en adelante sobrevino el desastre actual. Afirmar tal cosa no tiene asidero histórico, entre otras cosas porque si habría que ponerle una fecha concreta al verdadero momento en que se inició la tragedia venezolana de ahora, la misma debería coincidir con el comienzo del actual régimen en 1999, sin dejar, desde luego, de considerar sus antecedentes, que por cierto se remontan al primer gobierno de Pérez entre 1974 y 1979.

Se trata, pues, de un proceso con varias etapas y un desenlace trágico, como lo es la llegada del chavismo militarista, autoritario y corrupto al poder en 1998. Pero habría que recordar también que nuestra economía sufrió efectos perturbadores cuando se produjo el alza inusitada y considerable de los precios del petróleo en 1973 y su manejo dispendioso y desordenado en el primer gobierno de CAP, cuyos resultados colaterales, absurdos e ilógicos –entre ellos el crecimiento de la deuda externa y del tamaño del Estado– se prolongaron en los dos períodos constitucionales siguientes.

La segunda elección de Pérez se produjo en medio de graves dificultades financieras y sociales, maquilladas por la hábil propaganda del gobierno de Lusinchi y la pésima oposición que se le hizo. Esta circunstancia y la esperanzadora campaña electoral de CAP con su promesa central de volver a los tiempos de abundancia de su primer gobierno, facilitaron su nuevo arribo al poder en 1988. Pero aquella burbuja estalló a los pocos días de estrenarse como presidente, con los desórdenes y saqueos que caracterizaron el llamado Caracazo en febrero de 1989.

CAP trató de campear aquel temporal, apoyándose en calificados equipos técnicos, pero desdeñando lo social y lo político, y aunque hubo algunos resultados positivos a nivel macroeconómico, su gobierno naufragaría ante el descontento de la mayoría de los venezolanos. En medio de ese colosal desprestigio –que revelaron en su momento todas las encuestas–, se produjeron los fracasados intentos golpistas de febrero y noviembre de 1992. Aunque emergió airoso de tales eventos, Pérez estaba condenado a salir de la presidencia y tal circunstancia la demostró su destitución y enjuiciamiento como presidente en mayo de 1993, con el apoyo parlamentario de su propio partido –del cual, por cierto, fue expulsado entonces– y la actitud neutral de las Fuerzas Armadas, además de la orfandad popular que sufrió ante tales hechos. Eso también hay que recordarlo ahora, pero dentro de aquel contexto, porque hoy se juzga tal decisión como un error, aún cuando en su momento la mayoría la concebía como una medida necesaria.

Sin embargo, el país siguió su marcha institucional, como lo demostró la presidencia interina de Ramón J. Velásquez, quien hábilmente mantuvo bajo su control a los jefes militares, desactivando incluso algún brote conspirativo en los altos mandos, manteniendo la paz política y social y logrando la realización de las elecciones presidenciales de 1993 con toda normalidad, en las que resultó electo el ex presidente Rafael Caldera.

Sin embargo, Caldera tendría que enfrentar algunas situaciones residuales en el ámbito militar, producto de las intentonas golpistas de 1992. Pudo conjurarlas mediante dos medidas puntuales: remover todo el alto mando militar anterior, lo que no ocasionó entonces ningún problema en la institución armada, y terminar de sobreseer a algunos jefes golpistas, medidas que ya había iniciado el propio CAP en 1992 y luego continuaría Velásquez en 1993, por lo que podría decirse que fue una política de Estado.

Podría afirmarse que entre 1994 y 1998 el país recobró su institucionalidad democrática y la presidencia de la República su autoridad y prestigio, hubo paz política, social y laboral, calma en el frente militar y signos importantes de recuperación en las actividades económicas y financieras. A pesar de las indudables dificultades que tuvo entonces el país nunca podrían igualarse con las que hemos sufrido durante el régimen chavomadurista. Aquel era, sin duda, un país mejor que el que tenemos ahora. Y esa distinción merece la pena resaltarla.

Se preguntará el lector, con toda razón, ¿y entonces por qué ganó Chávez en 1998 y AD y Copei perdieron el favor electoral que habían tenido en el pasado? Para responder esa pregunta harían falta otros artículos de opinión. Pero señalemos, por ahora, que ya en las elecciones de 1993 ambos partidos habían sido derrotados por Caldera, lo cual era un antecedente de lo que ocurriría en 1998, es decir, se venía operando un acelerado desgaste de ambas organizaciones, y sus dirigentes, al parecer, no pudieron o no quisieron percatarse del mismo.

Y ocurrió entonces que en el último año de aquel período, apoyada por poderosos intereses mediáticos y financieros, creció la candidatura del golpista en ciertos segmentos del electorado, especialmente en la clase media, lo que facilitó su victoria electoral en 1998. Al año siguiente vendría la rendición incondicional del anterior establecimiento político, legislativo y judicial, quienes permitieron la ilegal disolución del Congreso elegido ese mismo año; apoyaron una Constituyente que no estaba prevista en la Carta Magna de 1961; y, por si fuera poco, la extinta Corte Suprema de Justicia le facilitó la tarea al chavismo al permitir esa convocatoria inconstitucional. En otras palabras, la República Civil prácticamente se suicidó.

De modo que esta tragedia, si bien tuvo sus antecedentes, sin duda se agravó de manera terminal con la llegada del chavismo al poder en 1999 y ha sido desde entonces profundizada exponencialmente durante estos fatídicos 23 años.

 

 

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