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Gehard Cartay Ramírez: La amenaza populista

 

Las elecciones de Perú -gane quien gane-, al igual que las últimas presidenciales de Bolivia, parecen demostrar que el populismo latinoamericano goza de buena salud.

Y es que, a pesar de la flamante victoria del liberal Guillermo Lasso en Ecuador sobre el candidato populista del ex presidente Correa, hay elementos preocupantes en el horizonte inmediato. Así, por ejemplo, la victoria “chucuta” de López Obrador en las recientes elecciones parlamentarias y regionales de México, mismas que, aunque le resten capacidad de maniobra a su creciente autoritarismo, lo ratifican como la primera mayoría. No menos preocupante resulta la elección de la Asamblea Constitucional en Chile -auténtica Caja de Pandora-, dominada por independientes cuya real definición no se conoce, y por sectores de la izquierda radical, que también lograron ganar algunas importantes alcaldías.

Por si fuera poco, los eventuales triunfos de Gustavo Petro en Colombia y de “Lula” da Silva en Brasil son otra demostración cierta de que Latinoamérica no ha aprendido todavía lo que significa la maldición del populismo. Y eso para no referirme a los gobiernos populistas de Nicaragua y El Salvador, aparentemente de distintos signos ideológicos, pero con iguales propósitos autoritarios.

Ya antes, la vuelta del peronismo al poder con la Kirchner y su candidato presidencial demostró que la perversión del legado de Juan Domingo Perón y del peronismo sigue hipnotizando a muchos argentinos, luego de 70 largos años. Lo grave es que, a pesar de haber arruinado un país en desarrollo a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, hoy la psicología social de una gran mayoría de sus compatriotas no se ha liberado aún del influjo de Perón.

El populismo encanta a la gente con todo tipo de promesas, al tiempo que echa mano a prejuicios, resentimientos y odios atávicos para alcanzar el poder. Esa fórmula la hemos conocido y padecido aquí desde 1999, cuando algunos decidieron salir de AD y Copei votando por un militar golpista, cargado de rencores y complejos. Aquella invención nos ha salido muy cara y hoy, sin duda, el “remedio” que buscaron ha resultado “peor que la enfermedad”.

En todas partes donde el populismo ha engañado a las mayorías para tomar el poder el resultado ha sido siempre el mismo, aunque en algunos casos más graves que en otros, justo es decirlo. Pero, en general, ofrecen políticas demagógicas y asistencialistas para redistribuir la riqueza, pero sin crearla, y “así acabar la pobreza”. Al final, como bien se sabe, solo se enriquecen ellos e igualan a los demás, empobreciéndolos exponencialmente. Sus dádivas y limosnas tal vez pueden ayudar en algún momento, pero nunca resuelven la situación de miseria, indigencia y subdesarrollo, sino que más bien la agravan. Pero es el camino más fácil para seducir a muchos ingenuos y para eternizar a los gobernantes.

El mensaje del populismo siempre es aquel que la gente quiere escuchar, salpicado de engaños y mentiras. En cambio, decir la verdad por dura que sea y no engañar con falsas promesas, exigir esfuerzos y sacrificios -si fuera el caso-, ofrecer trabajo justo y bien remunerado y no ayudas demagógicas, imponer disciplina fiscal, decencia administrativa, reducción del tamaño del Estado y crecimiento del sector productivo privado, nada de eso les gusta a los populistas.

Por eso mismo, se dedican a liquidar la iniciativa privada, golpear la economía de los particulares, arruinar industrias y empresas, en fin, destruir el aparato productivo que no sea propiedad del Estado. Por eso, las expropiaciones y confiscaciones se convierten en medidas indispensables para ejercer finalmente su dominio sobre los demás. No quieren que el Estado comparta su poder con la sociedad, porque los debilita, e impide su dominio vitalicio. El caso venezolano actual es fiel ejemplo de tal propósito.

Electoralmente, el populismo también se sustenta en la demagogia y la mentira cuando busca el poder. Ocurrió así en Perú y Venezuela en los años ochenta del siglo pasado.

En Perú, en 1990, el escritor Mario Vargas Llosa perdió las elecciones presidenciales porque con toda honestidad les adelantó a sus paisanos que, si triunfaba, su gobierno tomaría duras medidas y tendrían que apretarse los cinturones porque vendrían sacrificios para sacar al país adelante. En cambio, el otro candidato presidencial, un ingeniero de raíces japonesas y rector de una universidad privada, de nombre Alberto Fujimori, ofreció que con él las cosas mejorarían y que habría abundancia y progreso, todo ello sin decir cómo lo haría. Al llegar al poder, aplicó el programa de gobierno de Vargas Llosa, y la verdad es que, al cabo de algunos años, no le fue mal al Perú, al menos en términos de su economía. Pero la elección de Fujimori entonces la había producido una mentira populista descomunal, así como la derrota de Vargas Llosa se debió a su sinceridad con los electores. A los peruanos, como a la gran mayoría de los seres humanos, no les gustó que entonces les pidieran sacrificios, sino todo lo contrario. Eso es el populismo, aunque, al final, sus resultados siempre empeoran la situación.

En nuestro caso, ya habíamos experimentado las promesas electorales populistas. En 1988, Carlos Andrés Pérez llegó al poder ofreciendo un programa de improbable ejecución: retornar a la abundancia de la “Venezuela Saudita” de su primer gobierno, cuando se dispararon como nunca los precios petroleros y las arcas fiscales se anegaron de petrodólares. Pero eso era algo absurdo 15 años después: Venezuela, bajo el gobierno de Lusinchi, estaba endeudada, los precios del petróleo habían bajado y las reservas internacionales estaban agotadas. Y CAP lo sabía. Lo sabía tanto que, en tal ocasión, al lado de aquel programa de gobierno que prometió, tenía bajo la manga otro, con duras medidas económicas y sociales que, por supuesto, ocultó mientras fue candidato de AD. La denuncia la hizo internamente por aquellos días Humberto Celli, entonces secretario general de AD, y luego se la ratificó a Mirtha Rivero, quien la incluyó en el libro “La rebelión de los náufragos” (Editorial Alfa, 2010, Páginas 64-71).

Ya se sabe lo que ocurrió durante aquel gobierno de Pèrez: “El Caracazo” en 1989, los dos intentos de golpes de Estado en 1992, su defenestración y enjuiciamiento en 1993, la debacle simultánea de AD y Copei y el triunfo de Caldera ese mismo año.

Apenas cinco años después, llegó el populismo chavista. En 1998 el teniente coronel Hugo Chávez ofreció a cada quien -convertido en un buhonero que oficiaba como candidato presidencial-, lo que cada quien quería. A la plutocracia caraqueña, ya “cansada” de AD y Copei, la embelesó con sus teatrales cualidades de manumiso. A la clase media, que votó mayoritariamente por él, le ofreció “villas y castillos”. Y a la gente de abajo les dijo que como los de arriba los robaban, él, moderno Robin Hood, les devolvería todo. Lo increíble fue que toda esta puesta en escena la hizo simultáneamente, porque entonces cada quien oía sus particulares “cantos de sirena”, sin poner atención a los otros.

En todo caso, ya sabemos la colosal tragedia que trajo consigo el populismo chavista -ahora madurista- que hemos sufrimos los venezolanos en estas dos décadas. ¿Habrá que agregar algo más sobre el populismo como “encantador de serpientes” y productor de todo tipo de desgracias, allí donde triunfe y gobierne?

 

 

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