Gehard Cartay Ramírez: La campanada que pocos oyeron
Este próximo 27 de febrero se cumplen 32 años de aquel evento que los periodistas de entonces denominaron El Caracazo.
Ese día ocurrió una revuelta popular en Caracas y sus aledaños. Algunos dijeron entonces que fue espontánea pero, a estas alturas y visto lo que vino después, resulta difícil admitir una observación como esa. Lo cierto es que el recién inaugurado segundo gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez no imaginó que ese día comenzaba su calvario.
Pérez se sentía entonces -y también después- sobrado y con plena confianza en su liderazgo. Apenas 25 días antes había tomado posesión de la presidencia. Lo había hecho de manera fastuosa, como si estuviera en los tiempos de la Venezuela saudita que había dirigido en la primera ocasión.
“La coronación” llamaron algunos perspicaces aquel singular evento, al constatarse su altísimo costo y exagerada espectacularidad, jamás antes vistos en un acontecimiento como ese en nuestro país. Fiestas y banquetes pantagruélicos y la presencia de numerosos mandatarios extranjeros como nunca antes se habían reunido en Venezuela, cuya vedette fue -¡vaya paradoja!- el dictador Fidel Castro, de elegante smoking y asediado por representantes de la oligarquía caraqueña y los medios de comunicación.
Sin embargo, y en contradicción con los abrumadores festejos de su “coronación”, en aquel discurso inicial CAP señaló que asumía el cargo “con modestia, pero sin temor”. Se confesaba, a continuación, “persuadido de las inmensas dificultades que tendremos que enfrentar y convencido de que se ha acabado el plazo de las equivocaciones”.
El discurso era premonitorio. El ahora presidente hablaba radicalmente distinto del hasta hace poco candidato. No estaba renovando sus promesas de volver a la abundancia, con las cuales embelesó a sus votantes, sino pidiendo comprensión frente a sus próximas decisiones. En lugar de decirle al país cómo regresaríamos al sauditismo de su anterior gestión, ahora su promesa era, vagamente, la de que enfrentaría “las dificultades y los sacrificios”. Y lo decía sin pensar en aquel momento en el protocolo suntuoso, de mucho boato, ostentación y vanidad, que brindaría a sus invitados extranjeros, una vez finalizada la ceremonia de asunción.
Visto ahora todo aquello resulta inexplicable. Porque CAP en ese mismo discurso había hecho “la autopsia del gobierno de Lusinchi”, como en su momento lo declaró Eduardo Fernández, quien lo había adversado en las elecciones de 1988. CAP criticó entonces a su compañero de partido y antecesor la manera cómo se había renegociado la deuda externa, la dramática situación de las reservas internacionales, el desaceleramiento del desarrollo y el evidente deterioro a todos los niveles. Criticó también las políticas de empleo y denunció la falsedad de las cifras oficiales, así como la falta de estímulos en la agricultura y la industria de la construcción, los altos índices inflacionarios, el elevado déficit del gasto público y el perverso mecanismo de distribución de las divisas preferenciales, a través de Recadi.
Lo cierto era que aquella difícil situación económica y social que heredaba CAP no podía sino ser el apropiado caldo de cultivo para una explosión social en ciernes, si no se asumían las medidas correctas que la crisis reclamaba.
Y así fue: el 27 de febrero de 1989, apenas 25 días después de CAP haber tomado posesión de la Presidencia de la República, se produjo en Caracas y en distintos sitios del país una insurgencia que, en principio, parecía espontánea, no dirigida ni liderizada por organización o grupo alguno en particular, sino producto de la ira de algunos sectores populares. Fue conocida como el Caracazo y produjo centenares de muertos y desaparecidos, miles de heridos y detenidos, incontables saqueos y milmillonarias pérdidas económicas.
El 16 de febrero, ocho días antes, el presidente Pérez se había dirigido al país para anunciar aquel conjunto de decisiones, duras y difíciles, que sus tecnócratas aconsejaban. Al lado de algunas medidas razonables (nuevo esquema cambiario, único y flexible; disciplina en el gasto público; contención del crecimiento de la burocracia, etc.), hubo otras que suscitaron inmediatamente un amplio descontento, como los aumentos inconsultos del servicio eléctrico y telefónico, de la gasolina y de las tarifas de transporte público. Y aunque hubo algunas medidas compensatorias del shock que produciría el paquete de medidas (nuevos salarios mínimos urbanos y rurales y el aumento del 30% del sueldo de los funcionarios públicos), el descontento generalizado cundió por todo el país.
Pareciera que al presidente Pérez y a su gobierno, sin embargo, no les preocuparon mucho las consecuencias que, a los pocos días, sobrevendrían a propósito de aquellas decisiones. Tal vez en ese momento, como lo seguiría haciendo después hasta su derrumbe en 1993, CAP estaba confiado en su liderazgo para imponer las duras medidas anunciadas. Se dijo luego -y no me consta tal hecho- que se habría jactado de que sólo él, por su liderazgo, y el general Pinochet por ser un dictador, podían entonces ejecutar un severo paquete de medidas como aquél. Pero el shock fue muy fuerte y los hechos luego comprobaron que aquello no era tan fácil como él lo suponía.
Fue una campanada que muy pocos escucharon entonces. Pero era apenas la primera de las muchas que luego tañeron, sin que la dirigencia venezolana de esos días y los siguientes se percataran de la tragedia que sobrevendría después.