Desde hace algo más de 20 años el régimen chavista viene liquidando la soberanía popular, mediante la utilización de los Poderes Públicos bajo su control y con el apoyo de la cúpula militar.
Así ha logrado lo que durante mucho tiempo hizo el Partido Revolucionario Institucionalista (PRI) en México. Ello supone realizar aparentes procesos electorales donde la gente vota pero no elige, dentro de un entorno de corrupción, fraudes, abusos, violación de leyes y, lo que resulta peor, desprecio absoluto de la propia voluntad popular.
En nuestro caso, esta tragedia se exacerbó por la mentalidad militarista del teniente coronel Chávez Frías, quien conceptuó su elección en 1999 como una batalla militar ganada contra sus enemigos, que ponía a Venezuela bajo exclusivo dominio suyo y de su claque.
Y todo ello a pesar de que en 1998 obtuvo menos votos que Lusinchi en 1983 y CAP en 1988. Su paranoia, sin embargo, le hizo creer que la suya era una victoria absoluta, nunca antes vista. Lo demás lo agregarían sus resentimientos y taras psicológicas, que luego justificarían algunos civiles lame botas, émulos de Vallenilla Lanz, autor de la tesis gomecista del “gendarme necesario”.
En sus inicios aparentó disposición al diálogo, pero sólo para instalar el Congreso de la República electo en diciembre de 1998 –donde su partido era minoría–, cuando pactaron un acuerdo interpartidista, y facilitar así la toma de posesión del nuevo presidente. A los pocos meses, una vez que armaron su trampa constituyente (ayudados por el suicidio de aquel pusilánime parlamento elegido en 1998 y de una acobardada Corte Suprema de Justicia que, desconociendo la Constitución de 1961, le abrió las puertas a su proyecto totalitario), entonces el chavismo inició su tarea de destrucción de la soberanía popular imponiendo su modelo totalitario.
Recordemos lo que pasó en 1999 cuando fue escogida una constituyente convocada violando la vigente Carta Magna y en cuya elección participó apenas el 46% de los electores, con una abstención récord del 54%. El chavismo obtuvo 122 constituyentes con el 25% de los votos, mientras la oposición eligió sólo 8 constituyentes con el 20%, lo que significaba el estreno de su vocación fraudulenta con el famoso “kino”. Finalmente, el proyecto de Constitución fue aprobado en diciembre de 1999 por el 32% de los electores inscritos y con una altísima abstención que oficialmente se contabilizó en un 57%, aunque fue mayor, por haber coincidido con el deslave del estado Vargas y fuertes tormentas en el centro del país. Esos resultados resultaron una pírrica victoria.
En todo este tiempo han continuado en esa misma línea de desconocimiento de la soberanía popular. Desde 2003 su TSJ viene adueñándose sistemáticamente de la atribución constitucional que autoriza a la Asamblea Nacional para designar el Consejo Nacional Electoral.
En 2015 descuidaron sus trampas y la oposición ganó por mayoría absoluta la Asamblea Nacional. Pero inmediatamente su TSJ “anuló” la elección de tres diputados opositores por Amazonas, a fin de desconocer aquella mayoría. Luego declaró a la AN “en desacato”, figura que no existe en la Constitución, y luego judicializaron a Copei, BR, PPT y Podemos para entregarles las tarjetas y los símbolos de esos partidos a unos lacayos suyos. Enseguida bloquearon el revocatorio y postergaron las elecciones regionales.
Más recientemente, en 2018, adelantaron a su conveniencia una supuesta elección presidencial, que resultó un fraude gigantesco. Ahora, en este mismo mes de junio, han vuelto a nombrar un CNE a su medida –en contra de la Constitución– y han continuado el secuestro del resto de los partidos opositores para entregarles sus tarjetas electorales y símbolos a fichas al servicio del régimen (AD, Primero Justicia y próximamente Voluntad Popular).
Son demasiados hechos concretos que demuestran que estamos ante un régimen que ha liquidado la soberanía popular y consiguientemente la Constitución, el estado de Derecho y la legalidad. ¿Harán falta más pruebas de su talante antidemocrático frente a quienes todavía hablan de negociar con el régimen y llegar a acuerdos, cuando la verdad es que este siempre ha despreciado el diálogo con sus adversarios y destruido todos los puentes de entendimiento? Los hechos hablan por sí solos.
Por supuesto que en una democracia normal el diálogo, los acuerdos y las negociaciones –interpretadas en su mejor acepción– son mecanismos necesarios para discutir acuerdos y lograr la resolución de problemas en función de los intereses del país. Pero esto no es posible bajo un régimen de fuerza, de espaldas a la legalidad y la soberanía popular y que desde sus inicios canceló cualquier intento de diálogo, acuerdo o negociación con sus adversarios.
La verdadera oposición venezolana está ahora ante un tremendo reto histórico. Debe asumirlo en unidad, con coraje e inteligencia y por sobre los inmensos obstáculos que tiene ante sí. Sólo así podrá derrotar al régimen que ha destruido Venezuela y sacrificado el presente y el futuro de sus hijos.