Gehard Cartay Ramírez: La víctima complaciente
Bien se sabe que los totalitarismos no aceptan alternativas ni otras fórmulas debido a su propia naturaleza. Entonces resulta muy claro que para el correcto funcionamiento del sistema democrático también debe existir reciprocidad por parte de quienes reciben sus garantías y el respeto al libre ejercicio de los derechos de opinar y participar. Por lo tanto, si existen grupos extremistas que no hacen suyos esos principios democráticos y la convivencia que implica ejercerlos pacíficamente, resulta natural que no tengan la misma consideración que quienes sí lo hacen. La democracia no puede ser tolerante con quienes pretenden liquidarla desde adentro. Venezuela es ahora un lamentable ejemplo de ello ante el mundo.
Tema recurrente sobre el que hay que volver, con ocasión y sin ella, es el referido al cuidado y defensa de la democracia frente a sus enemigos internos, especialmente cuando los ciudadanos no la han hecho parte de su conducta republicana.
Tal es, sin duda, una de las causas por las que hoy Venezuela se ha convertido en un trágico ejemplo al respecto, aunque no el único, por desgracia. Ahora mismo, en España los adversarios del sistema democrático están haciendo uso de todos los medios que este pone a su disposición para -paradójicamente- destruirlo desde dentro.
Porque la democracia siempre ha sido, aquí y en cualquier parte, “una víctima complaciente” frente a quienes quieren liquidarla, como la calificó el pensador francés Jean-François Revel. Por fortuna -y aquí está el mejor ejemplo para derrotar a sus adversarios totalitarios- aún existen países donde su defensa es vigorosa y eficiente, como lo está demostrando Estados Unidos, para superar a sus adversarios y derrotarlos.
Pero en el caso venezolano, las élites políticas, militares, económicas y sociales, así como buena parte de la opinión pública, nunca internalizaron la democracia, ni la hicieron parte de su conducta ciudadana durante los cuarenta años de la denominada República Civil (1959-1998), como lo señaláramos la semana pasada en este mismo espacio. Sólo así se explica que muchos de ellos votaran por un militar golpista redomado en 1998 -y lo reeligieran varias veces-, a pesar de que su único “mérito” a tales efectos era precisamente su conducta antidemocrática y militarista.
Más allá de la toma de conciencia de sus valores existe otra exigencia muy importante, que la complementa de manera lógica: la necesidad de que la democracia pueda crear eficaces antídotos institucionales que aseguren su defensa y también la derrota de sus contrarios, esos mismos que, desde adentro y utilizando sus propios mecanismos, luchan tenazmente para eliminarla.
Por desgracia, la democracia ha sido y sigue siendo demasiado generosa para dar voz y voto a sus adversarios más terribles. Fundamentándose en los principios de equidad, tolerancia y libertad que le son consustanciales ha permitido todo tipo de abusos en su contra y, lo que resulta peor aún, ha entregado a sus cancerberos los medios para que, conforme a sus siniestros propósitos, la liquiden en cuanto puedan, alegando sus fallas y vicios como razones últimas. De esta manera, esos contrarios declarados utilizan perversamente las propias garantías que les brinda el sistema democrático para sepultarlo. Sobran en la historia ejemplos en este sentido.
Lamentablemente, insisto, la democracia se ha convertido en la “víctima complaciente” de que hablaba Revel a principios de los ochenta en su libro Cómo terminan las democracias. “La civilización democrática -agregaba- es la primera que se quita la razón frente al poder que se afana por destruirla” y, probablemente, más que la fuerza de sus adversarios, ha sido mayor causante de su derrota la humildad con que la propia democracia “acepta desaparecer y se las ingenia para legitimar la victoria de su más mortal enemigo”.
Así, por lo general, según el valedero criterio de Revel, “es menos natural y más nuevo que la civilización agredida (en este caso, agrego yo, la democracia) no solo juzgue en su fuero interno que su derrota está justificada, sino que prodigue, tanto a sus partidarios como a sus adversarios, innumerables razones para describir toda forma de defensa suya como inmoral, en el mejor de los casos como superflua e inútil, frecuentemente incluso como peligrosa”.
Agrega Revel que “el enemigo interior de la democracia juega con ventaja, porque explota el derecho al desacuerdo inherente a la democracia misma”. Se trata de una verdad monumental, como lo ha venido demostrando la reciente historia, con el añadido de que los sistemas democráticos son de data más o menos reciente. Pero ocurre que ellos conllevan una falla de origen que sus adversarios utilizan para arrasarla: “… la democracia es ese régimen paradójico -sigue señalando el pensador francés- que ofrece a quienes quieren abolirla la posibilidad única de prepararse a ello en la legalidad, en virtud de un derecho, e incluso de recibir a tal efecto el apoyo casi patente del enemigo exterior sin que ello se considere una violación realmente grave del pacto social”. En nuestro caso, la inherencia castrocomunista cubana es un ejemplo contundente.
Tal vez por esa razón, no faltan quienes sostengan que combatir y reducir a la mínima expresión a quienes quieren demolerla contradice las normas mismas de funcionamiento de la democracia, en virtud de su naturaleza pluralista y diversa. ¿Será esto cierto?, ¿o tal vez sea una forma de chantaje -muy cínico, por supuesto- de sus adversarios, por cuanto ellos se deshacen fácilmente de los suyos en caso de que amenacen su existencia, lo que casi nunca ocurre porque siempre les impide actuar, al contrario de las democracias? Bien se sabe que los totalitarismos no aceptan alternativas ni otras fórmulas debido a su propia naturaleza.
En consecuencia -y lo afirmo para tenerlo en cuenta cuando regresemos al ejercicio pleno de la democracia en Venezuela-, resulta muy claro que para el recto funcionamiento del sistema democrático también debe existir reciprocidad por parte de quienes reciben sus garantías y el respeto al libre ejercicio de los derechos de opinar y participar. Por lo tanto, si existen grupos extremistas que no hacen suyos esos principios democráticos y la convivencia que implica ejercerlos pacíficamente, resulta natural que no tengan la misma consideración que quienes sí lo hacen y permiten así su cabal funcionamiento.
Porque, en definitiva, la democracia está en la obligación de defenderse, lo que significa actuar contra quienes quieren destruirla. La democracia no puede ser tolerante con quienes pretenden liquidarla desde adentro, por cuanto arriesga su propia existencia. Ya sucedió también en el siglo pasado en Europa cuando fascistas y nazis acabaron con la democracia liberal parlamentaria usando sus propios mecanismos de elección y alternancia, para luego implantar perversas dictaduras criminales, con un saldo trágico de, al menos, 50 millones de muertos.
Por lo demás, flaco servicio se le hace a una democracia cuando en nombre de la libertad de opinión y de información se ejecutan campañas para erosionarla en la confianza de los ciudadanos, destacando sus errores y ocultando sus logros, tal como aconteció aquí en los inicios de la democracia, a principios de los años sesenta, y luego en los últimos años de la República Civil. Por supuesto que nadie en su sano juicio puede pretender que no exista la crítica y el cuestionamiento de todo aquello que resulte negativo e inconveniente. Pero cuando se trata de campañas mal intencionadas y siniestras, deliberadamente ejecutadas para derrumbar democracias no consolidadas, el resultado final casi siempre resulta en beneficio de tendencias populistas, autoritarias o totalitarias. Venezuela es ahora un lamentable ejemplo de ello ante el mundo.
Y cuando logran deponer esas democracias, el autoritarismo o el totalitarismo que las suplantan siempre trae consigo la profundización de todos los aspectos negativos que le han servido de excusa para cambiarlas, sin que sobreviva ninguno de sus aspectos positivos. El caso venezolano también resulta hoy más que evidente al respecto.