Gehard Cartay Ramírez: Venezuela no se ha arreglado, sino africanizado
Resultaba inconcebible, hace apenas veinte años, que algún régimen pudiera detener y mucho menos revertir el desarrollo que en todos los órdenes experimentaba Venezuela desde la década de los años cuarenta del siglo pasado.
Entonces se pensaba, tal vez por razones aparentemente valederas, que nuestro proceso de modernización no tendría pausas de ningún tipo. La mayoría creía que se trataba de un ciclo sostenido y sólido, ese mismo que en menos de 50 años logró crear la clase media más poderosa e influyente de Latinoamérica, al mismo tiempo que mejoró los datos económicos más importantes y la calidad de vida de los habitantes de aquella Venezuela emergente.
En paralelo, se consolidaba un sistema democrático como pocos en nuestro continente, gracias a una exitosa transición política realizada luego de la caída de la dictadura perezjimenista el 23 de enero de 1958. Tal objetivo fue posible a pesar de que, desde ese mismo momento, hubo insurrecciones armadas e intentonas golpistas de la extrema derecha y de la extrema izquierda –y en ocasiones de ambas unidas– y, posteriormente, acciones del terrorismo urbano y de la guerrilla castrocomunistas contra la naciente democracia. Todas estas aventuras violentas fracasaron política y militarmente en poco tiempo, gracias al apoyo popular que lograron los gobiernos democráticos y a la lealtad institucional de las Fuerzas Armadas.
Por supuesto que no todo resultó perfecto, algo imposible tratándose de una singular empresa humana como aquella. Pero sin duda alguna fue un período de progreso y desarrollo como nunca antes en Venezuela. Por desgracia, al lado de sus indiscutibles logros, hubo también indiscutibles errores que, sin embargo, no opacaron a los primeros. Y es que a partir de la segunda mitad de la década de los setenta comenzó a deteriorarse aquel estado de cosas, como consecuencia del crecimiento del Estado, de la deuda externa y de la corrupción, todo lo cual trajo consigo también la expansión de la pobreza y del escepticismo de muchos venezolanos frente al sistema democrático y sus actores.
Para resaltar tales problemas, la antipolítica, el golpismo y las campañas de descrédito contra la democracia venezolana hicieron todo cuanto estuvo a su alcance en función de desestabilizar el sistema, mientras la clase política también contribuía al respecto, sin darse cuenta de lo que se avecinaba, con notables excepciones, entre ellas las tempranas advertencias de Betancourt y Caldera.
Así fue como el chavismo se coleó en medio de aquel despropósito antidemocrático y ganó las elecciones de 1998, aunque detrás de la abstención, lo cual no era poca cosa. E inmediatamente, al asumir el poder, comenzó este proceso destructivo en todos los órdenes. La verdad es que ninguno de sus líderes –y menos su más importante jefe– tuvo real disposición por construir a partir de entonces algo provechoso y útil para los venezolanos, mucho menos ánimo sincero para resolver sus problemas más acuciantes. Siempre los movió un mero afán destructivo, derivado del resentimiento y del odio que se incubó en la mente de casi todos ellos.
Tal vez allí residan los motivos por los cuales han terminado profundizando aún más los problemas que encontraron a su llegada al poder, sin haber resuelto ninguno, agravándolos todos y, por si fuera poco, creando nuevos inconvenientes, entre ellos, el terco empeño de pretender imponernos la camisa de fuerza de su descabellado proyecto político, su siembra permanente de odio y exclusión y la cada vez más comprometida situación de Venezuela como factor de perturbación en el mundo, contrariamente a lo que había sido su política exterior durante mucho tiempo.
Uno de los mayores males que ha traído consigo el chavomadurismo es la destrucción de nuestro sistema democrático y la demolición de todas sus instituciones, comenzando por la del sufragio. De la democracia nacida en 1958 queda muy poco, por no decir casi nada, y comparada con este régimen autoritario y militarista aquella resulta sin duda fortalecida en el recuerdo y en la opinión de las grandes mayorías, incluyendo a los jóvenes, a pesar de que no la vivieron.
Sin embargo, la mayor tragedia es la que han provocado en el plano humanitario, social y económico: el empobrecimiento generalizado y acelerado de la población, la destrucción del aparato productivo nacional, la crisis de la salud, la ausencia de seguridad social a casi todos los niveles, la gigantesca corrupción y el saqueo de nuestras riquezas, la mega inflación más alta del mundo –que ha convertido los sueldos y salarios en sal y agua–, la decadencia del sistema educativo, la distorsión de los valores fundamentales y la diáspora de más de seis millones de venezolanos, muchos de los cuales no retornarán, aparte de la monumental pérdida de capital humano en cuya formación Venezuela invirtió recursos y esfuerzos considerables.
No menos grave resulta la destrucción de la infraestructura física construida durante décadas y que hoy está en pésimo estado: hospitales, universidades, liceos, escuelas primarias y preescolares, carreteras y puentes, edificaciones públicas, así como el caos del sistema eléctrico y del suministro de agua potable, etc.
Todo esto ya lo sabemos, me dirá el lector, y es cierto. Pero hay que repetirlo, con ocasión y sin ella, porque esta tragedia no la originó ningún conflicto bélico ni tampoco un desastre natural, ni mucho menos viene de siglos atrás. No. Esta colosal crisis la ha provocado el actual régimen desde hace apenas 20 años. Y no ha sido consecuencia de la pobreza crónica de este país, ni de la falta de educación y formación de sus clases dirigentes en el pasado inmediato. No. Este fue y sigue siendo un país con extraordinarias potencialidades y riquezas naturales, pero desde hace dos décadas un proyecto político y económico ruinoso ha venido sumergiéndolo en una crisis de escandalosas proporciones.
Ahora algunos propagandistas del régimen pretenden crear una matriz de opinión según la cual “Venezuela se está arreglando”, y basan tal mentira en ciertos elementos que no muestran la monumental crisis nacional: bodegones repletos de artículos importados (¿y el bloqueo?) al alcance de unos pocos, camionetas blindadas de la oligarquía chavomadurista, fiestas, jolgorios y banquetes en el Humboldt o en los tepuyes, etc. Pero la única verdad es que aquí nada se ha arreglado.
Todo lo contrario: hoy somos una nación casi africanizada, sin que en nuestro caso sus causas hayan sido las mismas que sumieron aquel continente en la pobreza, el atraso y la violencia, después de siglos de dominación colonial y de un sin número de guerras intestinas posteriores. Hoy parecemos África porque, aparte de la tragedia humanitaria, la ruina social y económica y la ausencia de democracia e instituciones, en la mayor parte del país también carecemos de servicios públicos elementales como la energía eléctrica y el agua potable, nuestro proceso educativo ha sido liquidado y la formación de un nuevo capital humano luce lejana en el tiempo. Por si fuera poco, la presencia de intereses extranjeros, grupos terroristas y mafias organizadas en buena parte del territorio representan una gravísima amenaza a nuestra existencia como nación, tal como también acontece en algunos países africanos.
Resulta inaudito que aquella promisoria Venezuela que se abría paso hacia el futuro haya devenido en esta de ahora, hundida casi en los precipicios del hambre, la pobreza y la violencia, tal como acontece en la mayoría de los países africanos.