Historia

¿Genialidad o locura? Lo que no te cuentan del infierno que vivió Aníbal al cruzar los Alpes

Sí, el general cartaginés puso en jaque a la República romana con su ejército, pero también es cierto que tuvo que superar una infinidad de penurias y perdió cientos de hombres y bestias en el camino

Aníbal vencedor contemplando por primera vez Italia desde los Alpes (1770), óleo sobre lienzo de Francisco de GoyaABC

 

Aníbal Barca fue un genio militar capaz de hacer estremecerse a Roma en su poltrona; un verdadero rayo de la guerra dispuesto a todo por lograr que Cartago se convirtiese en una potencia del Mediterráneo. Y la frase no es en balde. Cuando el calendario marcaba el año 218 a.C., el general ideó un plan entre osado y suicida: cruzar los Alpes con un colosal ejército formado por mercenarios, jinetes… ¡y hasta elefantes! En su mente había una idea: llevar la guerra hasta el territorio de la Ciudad Eterna, levantar a sus pueblos contra el Senado y, en última instancia, tomar la capital del imperio. Y no le salió mal; aunque tan cierto como esto es que superó un camino de desolación y penurias en su viaje a través de las montañas.

Lo que Aníbal decidió no se parecía a ninguna gesta acometida antes por el ejército cartaginés. La dificultad no radicaba solo en atravesar los Alpes, sino en resistir las gélidas temperaturas que iban a padecer en las montañas, recabar una ingente cantidad de comida para el trayecto y evitar que los animales de carga y los paquidermos falleciesen antes de arribar a las puertas de Roma. Por ello, narra Tito Livio que el aguerrido militar reunió a todos sus generales y les comunicó la noticia de dos formas: «recriminándolos» por el miedo que sabía que albergaban en sus corazones y «animándolos» a lanzarse de bruces a esa aventura que les permitiría entrar en la historia.

El autor clásico recogió en su magna ‘Historia de Roma desde su fundación’ parte de la arenga que el cartaginés dio a oficiales y soldados antes de iniciar el camino. «¿Qué otra cosa son los Alpes más que montañas altas? […] Sin lugar a duda no hay tierra que toque el cielo ni que sea inaccesible para el género humano; los Alpes seguro que están habitados, son cultivados, producen y sustentan seres vivientes; si son transitables para unos pocos, lo son también para los ejércitos»Aníbal también recurrió a las penurias pasadas durante el asedio de Sagunto con el objetivo de motivar a sus hombres. Si habían podido tomar la urbe hispana tras ocho meses de hambre y combates, podrían superar aquella eventualidad.

Como sucede siempre, existe cierta controversia a la hora de cifrar el número concreto de soldados cartagineses que atravesaron el río Ródano, ubicado al sur de la Galia, en dirección a los Alpes . El mismo Tito Livio afirma en sus escritos que «los historiadores que dan las cifras más altas escriben que eran cien mil de a pie y veinte mil de a caballo», mientras que aquellos más comedidos hablan de «veinte mil de a pie y seis mil de a caballo». Luncio Cincio Alimento –político, militar y escritor del siglo III a.C., además de prisionero de Aníbal– refiere ochenta mil infantes y diez mil jinetes, aunque mezcla algo los datos al incluir a las tropas auxiliares de galos que acompañaban a los invasores.

En todo caso, existe más acuerdo con respecto a los paquidermos: fueron entre 30 y 40 los que acometerían el viaje a través de las montañas. Aunque, en contra de lo que se ha extendido, aquellos elefantes no eran las gigantescas bestias que todos tenemos en mente, sino una variedad mucho más pequeña y característica de Cartago: el loxodonta africana pharaonensis. Estos animales medían entre dos y tres metros de altura, destacaban por sus grandes orejas y –a pesar de sus contenidas dimensiones con respecto a sus hermanos mayores– habían causado pavor en Hispania. «Los celtíberos y sus caballos, que jamás habían visto elefantes en ningún combate, fueron presa del pánico [en muchos combates]», escribió el historiador clásico Apiano en ‘Historia de Roma sobre Iberia’.

Guerras en las alturas

Lo que sí conocemos a la perfección fue la respuesta de la República romana. Y no fue la más acertada. Tres jornadas después de que Aníbal cruzase el Ródano, el cónsul Publio Cornelio llegó con sus legiones al que había sido el último campamento del general cartaginés. Lo halló vacío. «Al ver las defensas abandonadas y ver que no podía dar alcance fácilmente a quienes llevaban tanta delantera, retorna a las naves, al mar, con la intención de hacerle frente a Aníbal con mayor seguridad y facilidad cuando descienda los Alpes», añade el autor clásico. El plan era perfecto hasta este punto. Pero al buen oficial le pudo la codicia y, en lugar de marchar con el grueso de sus hombres, destinó a una considerable parte de ellos a Hispania, «que le había tocado en suerte como provincia». Eligió asegurar sus dominios en lugar de salvaguardar la Ciudad Eterna.

Fueron varias las contiendas que libró Aníbal con los habitantes de la Galia antes de pisar los Alpes. Lo que nos interesa, sin embargo, es que arribó a las montañas desde el Druencia. Narra Livio que la primera vez que vio aquellas montañas, el general cartaginés se replanteó las palabras que había dirigido a sus hombres. «Aunque la fama le había hecho prever la realidad, renovó sin embargo sus prevenciones ante la altura de las montañas contempladas de cerca, y las nieves casi confundidas por el cielo, y las cabañas irregulares excavadas en la roca». El ganado y las monturas se encogieron por el frío y a los hombres, «desgreñados y desaliñados», se les torció el gesto ante aquella imponente estampa. Pero ya era tarde para arrepentirse y volver a los viejos campamentos.

Poco se ha hecho referencia a los enemigos contra los que se tuvo que batir. Y es que, tal y como él mismo previó, las montañas estaban plagadas de tribus asentadas en pequeñas aldeas. Los primeros días fueron los más duros. Desconcertados ante la mole de piedra, los soldados fueron atacados en repetidas ocasiones por unos guerreros que defendían un desfiladero clave para el paso de las tropas y las bestias. Conocían el terreno y supieron aprovecharse de ello. Al final, Aníbal recurrió a una estrategia que, a la postre, repitió en Roma: encendió una infinidad de hogueras para dar la impresión de que dirigía un ejército gigantesco. Le salió a la perfección e hizo que, con el miedo en el cuerpo, sus enemigos abandonaran la zona tras plantear una débil resistencia.

El clima

Después de aquella primera escaramuza, los ejércitos de Aníbal volvieron a enfrentarse a sus verdaderos enemigos, el terreno y el clima. Valgan las palabras de Tito Livio para describir la situación:

«Los caballos hacían especialmente peligrosa la marcha, pues se agitaban espantados por los gritos confusos, amplificados además por el eco de los valles y los bosques, y si por un azar eran golpeados o heridos se excitaban de tal modo que provocaban un enorme caos entre hombres y todo tipo de bagajes; el tropel hizo que se despeñaran desde una altura enorme un buen número de ellos e incluso algunos hombres armados, pues a ambos lados había gargantas verticales y cortadas a pico, y sobre todo las acémilas rodaban con sus cargas como si se derrumbaran».

Tampoco se suele narrar que, durante su ascenso hacia la cumbre, el bueno de Aníbal a punto estuvo de sufrir varios reveses militares que podrían haber puesto punto final a su aventura alpina. Uno de ellos se dio al pasar por una estrecha garganta de piedra con su ejército. En el trayecto, los montañeses les lanzaron piedras y les atacaron desde diferentes puntos, «por los lados y por la espalda». El golpe podría haber sido mortal de no ser porque el general cartaginés había reforzado las posiciones más débiles de la columna en previsión de una emboscada. «En aquella garganta se corrió un peligro extremo y se estuvo al borde de ser aniquilados», incidió Livio.

La llegada a la cumbre se sucedió tras ocho días, «no sin graves pérdidas» debido a que «los elefantes, en los caminos estrechos y empinados, se desplazaban con gran lentitud». Con todo, los paquidermos se convirtieron en la mejor arma psicológica de los cartagineses, pues mantuvieron alejados a los enemigos. «Les daba miedo acercarse más, al resultarles algo para ellos insólito», añade Tito Livio. Los autores clásicos confirman una y otra vez las calamidades a las que se vieron sometidos los combatientes. Desde «la nieve, que lo cubría todo», hasta el hielo, peligroso enemigo por provocar resbalones. «Los esfuerzos eran entonces tremendos, pues el hielo no dejaba que se afianzaran las pisadas y en las pendientes hacía que los pies fallaran antes».

Llega la pesadilla

Sin embargo, el ver desde lo alto Italia cambió los semblantes, «desganados y de desesperanza» de los soldados. El gélido viento, las batallas constantes, el dolor sufrido aquellas jornadas… Todos se vieron recompensados con la idea de hacer con la Ciudad Eterna. Así, con mucho más ánimo, la columna inició poco después un descenso igual de peligroso por culpa del terreno. Muchos fueron los animales que se despeñaron, por lo que Tito Livio recalca que los cartagineses se vieron obligados a allanar la piedra mediante un sistema tan curioso como llamativo:

«Los soldados que fueron llevados a abrir camino en la roca, único sitio por donde podía haber paso, y como era preciso cortar la peña, talaron y trocearon árboles gigantescos que había por allí cerca y formaron una enorme pila de leños, y como además se había levantado un fuerte viento a propósito para hacer fuego, los encendieron, y cuando la roca estaba abrasada vertieron vinagre y la deshicieron. Con la roca así al rojo por efecto de las llamas la abren con el hierro y suavizan las rampas con curvas moderadas para hacer posible el descenso no sólo de las acémilas, sino también de los elefantes. Se consumieron cuatro días en torno a la roca, faltando poco para que las bestias de carga murieran de hambre, pues las cumbres están prácticamente peladas, y si algo de pasto hay, lo cubren las nieves».

Cinco meses después de salir de Cartagena, y tras dos semanas en el infierno helado de los Alpes, el ejército de Aníbal pisó al fin Italia para sorpresa de las legiones romanas. A cambio, el general cartaginés perdió unos 36.000 hombres, además de una infinidad de animales de carga, caballos y elefantes. Una hecatombe que, sin embargo, no emborronó un hecho inigualable e irrepetible.

 

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