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George Will: «En las universidades hoy no se educa, se adoctrina»

El columnista de ‘The Washington Post’, premio Pulitzer, publica el libro ‘La felicidad en América y sus descontentos: el indócil torrente’, que contiene un sentido homenaje a Ortega y Gasset

En los escombros de la era Trump, George Will ha quedado como un faro moral para los conservadores estadounidenses, aquellos que todavía siguen los principios tradicionales de libertad económica y poca intervención gubernamental. Sus columnas, publicadas desde 1974 en ‘The Washington Post’, son capaces de desatar verdaderas tormentas políticas, como cuando en 2014 escribió sobre «la supuesta epidemia de violaciones en los campus universitarios». Las redes se incendiaron, pero le importa poco. Ahora Will (Illinois, 1941) presenta un compendio de 200 columnas publicadas entre 2008 y 2020, titulado ‘La felicidad en América y sus descontentos: el indócil torrente’, que contiene un sentido homenaje a Ortega y Gasset.

—El título de su libro se inspira en una cita de José Ortega y Gasset: «Para dominar el indócil torrente de la vida medita el sabio, tiembla el poeta y levanta la barbacana de su voluntad el héroe político». ¿Por qué este título ahora mismo, en este contexto?

—He estado leyendo mucho a Ortega y me encontré con esa cita, que me pareció que describía nuestros tiempos, llenos de torrentes, que no siempre están regulados, es decir, son indóciles. Generalmente, a los conservadores estadounidenses les gusta que las cosas no sean gobernadas. Les gusta el capitalismo sin restricciones, el libre mercado y el orden espontáneo de la sociedad. Pero esos indóciles torrentes también pueden ser destructivos.

—Ciertamente, un indócil torrente rodeó el Capitolio el 6 de enero. ¿Cómo queda el conservadurismo estadounidense tras ese torrente?

—Incluso antes del 6 de enero, el conservadurismo de este país se había desligado de las ideas. El Partido Republicano, en cierto modo, ha dejado de ser un partido político al uso. Es un culto a la personalidad que responderá a todo lo que el expresidente diga y respalde. Esto es asombroso porque cuando el conservadurismo estadounidense comenzó a avanzar después de la II Guerra Mundial, lo hizo sobre las ideas. A los conservadores en EE.UU. les gustaba mucho aquella frase de Margaret Thatcher: «Primero, ganas el debate, luego ganas la votación». Eso fue a fines de la década de los 70. Ahora parece haber abandonado las ideas. El libre comercio, el gobierno limitado y todo eso se ha ido cayendo por el camino.

«Los libros y el periodismo escrito siguen siendo los principales portadores de ideas»

—Parece que en Europa estamos más protegidos de esa deriva por la fuerza que tienen los partidos tradicionales frente a los candidatos. ¿Cree que esta corriente puede llegar también allí?

—Creo que puede suceder. Los partidos políticos nacen de determinadas circunstancias y, si no se adaptan a las circunstancias cambiantes, no sobreviven. El Imperio romano cayó. El Imperio otomano. El Imperio Habsburgo. El Imperio británico. Cayeron. Los partidos políticos duran en la medida en que se adaptan, como respuesta a unas demandas cambiantes.

—Imposible no considerar qué efecto tienen las redes sociales en la política hoy. No es que usted esté enganchado a ellas.

—No estoy enganchado y nunca he tuiteado. Alguien en mi oficina comparte en Twitter fragmentos de mis columnas dos veces por semana. Me dicen que tengo una página de Facebook, pero nunca la he visto. Simplemente, no me interesa. Creo que los libros y el periodismo escrito siguen siendo los principales portadores de ideas, pero no hay duda de que las redes sociales han tenido dos efectos. Uno es que ha facilitado la organización de masas. Más que organización masiva hablaría de histeria masiva. Por otro lado, con su brevedad, las redes sociales facilitan la difusión gratuita de vituperios, ira, histeria y estupidez. Son hostiles a una política de ideas. Hace 20 años pensamos que eran algo maravilloso, que iba a ser como juntarse alrededor de una fogata para hablar de forma razonable de las cosas. Y eso no es lo que ha pasado.

—Muchos conservadores se sienten discriminados por las plataformas digitales como Facebook o Google. ¿Cree que discriminan a la derecha?

—Claramente lo hacen, no hay duda. Se puede saber por los datos. ¿A quién se elimina más de esas plataformas? ¿A quién se le añade etiquetas advirtiendo sobre el contenido? Ya sabemos la cultura de la que surgen estas plataformas. Es algo que nace de la cultura de Silicon Valley, al norte de California. Y es una cultura política monocromática. Imagino que las personas que se llaman a sí mismas progresistas superan 20 veces a las que se consideran conservadoras en Silicon Valley.

«Claramente discriminan a la derecha. Es algo que nace de la cultura de Silicon Valley, que es una cultura política monocromática», dice sobre las redes sociales

—El conservadurismo norteamericano ha hecho bandera del derecho a la libre expresión. Muchos de los acusados por la insurrección en el Capitolio dicen que simplemente ejercían ese derecho, que se manifestaban para denunciar una injusticia. ¿Qué opina?

—Es una tontería. Cuando esa multitud se reunió frente a la Casa Blanca, escuchando la arenga de Donald Trump y Rudy Giuliani, eso fue libre expresión. Cuando marcharon hacia el Capitolio, eso fue libre expresión. Pero cuando atacó el Capitolio, cuando intentó perturbar el proceso constitucional, algo que de hecho hizo brevemente, eso fue un ataque. Eso no es libre expresión. Y, por cierto, tenemos lo mismo en la izquierda. Hay gente que dice que un discurso que ofende sus sentimientos es tan dañino como las balas. En ambos extremos del espectro político se denuncia que se vulnera la libertad de expresión, es su eslogan. Creo que no hay cosa más preocupante hoy en EE.UU. que la jurisprudencia que trata de equilibrar la libertad de expresión con otras libertades que supuestamente son iguales, como el bienestar personal, el sentimiento de comunidad o el respeto en la universidad. Si usted va hoy a un campus en EE.UU. y pregunta a los estudiantes verá que no quieren libertad de expresión, lo que quieren es ser libres de cualquier discurso que les moleste, que dañe sus sentimientos.

—Usted publicó una sonada columna en 2014 sobre las microagresiones en la universidad estadounidense que provocó un debate a nivel nacional. Denunciaba que «las universidades se han convertido en víctimas del progresismo». ¿Sigue siendo así?

—Después de las guerras políticas y culturales de la década de 1960, muchos radicales de izquierda fueron contratados en las universidades, obtuvieron sus cátedras y se han estado reproduciendo por medio de contrataciones de profesores más jóvenes desde entonces. Y luego, hay una cultura académica no de educación, sino de adoctrinamiento. No se trata ya de una cultura de razonamiento que favorezca a la democracia, sino de formar a guerreros por la justicia social. Una vez abandonada la misión educativa básica, todo vale, y lo que pasa en esta cultura académica monocromática es, como digo, el adoctrinamiento a expensas de la educación. Esto es muy alarmante porque cualquier sociedad que no puede producir élites que creen en el país, que piensan que el país es esencialmente sólido y decente, y que vale la pena preservar la nación, no va a durar.

—Está España en el centro de un debate sobre su identidad nacional, sobre el Estado de derecho y sobre la colonización. Se pide a España que se disculpe ante América. ¿Tiene esto que ver con lo que acaba de decir?

—No estoy en contra de que las naciones se disculpen por los errores que cometieron, dentro o fuera. EE.UU., por ejemplo, se disculpó formalmente y pagó reparaciones por el internamiento de personas de origen japonés durante la II Guerra Mundial. Eso es parte de la confianza de una nación madura que le permite admitir que cometió un error y lamenta haberlo cometido. Sin embargo, me queda una duda: ¿Terminará alguna vez? ¿Habrá una lista interminable de quejas para que pidan disculpas? Las disculpas son adecuadas. Pero la petición de disculpas suele estar al servicio de una agenda política. Y en la medida en que las disculpas supuestamente se obtengan para avanzar una agenda política, me parece que uno debe resistirse a ellas. España tiene una larga historia de resistencia a su cohesión nacional. Es algo que precede a las dificultades actuales con Cataluña, pero hoy se refleja bien en ellas. Claro, siempre existe la tentación de pensar que ya que está en juego la integridad de la nación, los tiempos desesperados exigen medidas desesperadas. Y hay que resistirse a eso. Aquí en EE.UU. tuvimos en el sur, en la primera mitad del siglo XIX, todo tipo de medidas para prohibir la literatura antiesclavista. No dio lugar a nada bueno: 600.000 muertos en la guerra civil. Espero que España no implante ninguna restricción a la libertad de expresión por resolver una disputa que es regional, aunque sea profunda.

—Hablando de su famosa columna de 2004, y ahora que se habla tanto de cancelar a aquellos con los que no se está de acuerdo. Un diario, el ‘St. Louis Post-Dispatch’, le anuló la columna. ¿Se sintió usted cancelado?

—El ‘St. Louis Post-Dispatch’ me canceló, eso es indiscutible. Pero tenía, en ese momento, 460 diarios en que se publicaba mi columna. La turba digital en redes trató de conseguir que me cancelaran en los 460. Solo cedió el ‘St. Louis Post-Dispatch’ a la presión de esa turba. Puedo vivir con ello.

«Una de las cosas más desalentadoras del conservadurismo actual es este sentimiento populista contra las élites»

—Su propio periódico, el ‘Washington Post’, le describe de este modo en la crítica de su libro: «Es el último vestigio de vieja guardia de la intelligentsia de la costa este». ¿Concuerda?

—Espero no ser un último vestigio de nada, aunque he vivido en Washington durante más de 50 años. Crecí en el centro de Illinois, de donde es Abraham Lincoln. Así que supongo que represento a la intelectualidad de la costa este de este país, que por cierto está en constante renovación. Estoy muy contento de ser parte de ella porque creo que ha servido a la nación de manera honorable.

—Las élites, que tanta valía han tenido, están bajo ataque hoy, a izquierda y derecha. La casta, los de siempre, quiere acabar con ellas.

—Una de las cosas más desalentadoras del conservadurismo actual es este sentimiento populista contra las élites. En Francia se quejan de las élites de París. En España, estoy seguro, de las de Madrid, cuando no se quejan de las de Barcelona. Así es la sociedad contemporánea, los intelectuales se congregan en ciudades, hacen que las ciudades sean terreno fértil de ideas e innovaciones para la sociedad. Y eso genera resentimiento. Los intelectuales deben tener la piel dura, y simplemente vivir con ello porque una sociedad nunca será todo lo saludable que puede ser si no tiene a intelectuales debatiendo entre ellos.

—Por último, ¿puede repararse el daño que ha hecho Trump al conservadurismo norteamericano con su intento de perpetuarse en el poder?

—Bueno, en la medida en que continúa tentando a sus seguidores con la posibilidad de otra campaña presidencial, el Partido Republicano está paralizado. El daño lo hizo no solo la mentira constante, el antiintelectualismo, la incitación de pasiones. Más allá de eso está su completo desdén por el papel tradicional de los principios y la ideología. Las ideas dan a la política un peso y una dignidad. Y las únicas ideas de Donald Trump son solo una serie de hostilidades. La felicidad propia es la infelicidad del otro. Ahora viene Trump y degrada hasta la idea de felicidad. Llega y dice que la felicidad está en atacar a la otra tribu. Es como con Vox en España. Si se le pregunta al militante por qué está en Vox, como a muchos republicanos que apoyan a Trump en EE.UU., te dirán que porque no soportan al otro bando. Y esa forma de hacer política es simplemente patética.

 

 

 

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