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Gideon Rachman y la deriva autoritaria del siglo XXI

El periodista británico analiza en su último libro el auge de global de los líderes fuertes y las amenazas a la democracia

Gideon Rachman y la deriva autoritaria del siglo XXI
El reconocido periodista británico Gideon Rachman. | World Economic Forum

De Washington a Budapest, de Ankara a Pekín, de Moscú a Delhi, una generación de líderes autoritarios ejerce el poder con desprecio manifiesto a las reglas democráticas, cuando no con directa conculcación de las mismas. El mapa de la actualidad es la geografía de una conmoción, esa sacudida que caracteriza el mundo que vivimos. Y no hablamos de países marginales, sino todo lo contrario, desde la nación hegemónica (Estados Unidos) hasta la que amenaza su dominio mundial (China), pasando por la menguante. pero aún poderosa. Rusia y diversas potencias emergentes en Asia y América. En otros términos, millones de personas (la mayor parte de la población mundial) viven bajo regímenes que recortan o, lo que es más frecuente aún, niegan la libertad.

La tendencia es tan evidente que las señales de alarma se multiplican en los más variados foros de los sistemas democráticos, que resisten a duras penas el embate de los nuevos tiempos. En un puñado de años, la bibliografía que ha generado esa situación es ya ingente. Algunas obras han gozado de aceptación generalizada y se han convertido en best-sellers. Baste recordar Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, El camino hacia la no libertad, de Timothy Snyder El ocaso de la democracia: la seducción del autoritarismo, de Anne Applebaum. Por las razones que quiero explicar aquí, creo que La era de los líderes autoritarios, de Gideon Rachman (edición española en Crítica, traducción de Efrén del Valle), prestigioso columnista de temas internacionales de Financial Timesmerece un lugar destacado entre las reflexiones sobre la deriva política de estos primeros decenios del siglo XXI.

Desde el comienzo, Rachman pone el foco no tanto en un deterioro generalizado e impreciso del sistema democrático cuanto en una —¿inevitable?— perversión del propio sistema: el surgimiento de líderes fuertes y carismáticos que, tarde o temprano, terminan reclamando menos contrapesos a su poder. De modo complementario, en países no democráticos, la presencia de un caudillo —un nuevo Duce, Führer, salvador providencial o padre de la patria— resulta consustancial a un régimen autoritario. En este punto se produce un juego de reflejos. En uno y otro sistema la pulsión autocrática deviene tentación irresistible, por su pretendida eficiencia.

No puede resultar sorprendente por ello el subtítulo que Rachman le ha puesto a su ensayo: Cómo el culto a la personalidad amenaza a la democracia en el mundo. Con ello está dicho todo. El lector interesado en esta temática recordará un libro reciente de Frank Dikötter, que ponía el acento precisamente en ese mismo factor para explicar las dictaduras más longevas: Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX (Acantilado, traducción de J. J. Mussarra). No hace falta cuestionar dicha preeminencia para destacar igualmente la trascendencia de otros factores que ayudan a conformar esta era de autocracias declaradas o vergonzantes.

Moisés Naím esquematizaba esos otros factores en un ensayo que apareció también hace poco en el mercado español: La revancha de los poderosos. Cómo los autócratas están reinventando la política en el siglo XXI (Debate, traducción de M. L. Rodríguez Tapia). El famoso politólogo venezolano se refería a la confluencia de las tres pes: populismo, polarización y posverdad. Como las esquematizaciones son siempre interpretaciones parciales, bien podríamos pues añadir a las tres pes de Naím otros tres ingredientes del liderazgo autoritario, tanto en las dictaduras como en los regímenes todavía democráticos: al mencionado culto a la personalidad añadiríamos la incentivación de identidades grupales y la hábil instrumentalización de las pasiones nacionalistas.

Perspectiva global

Todos estos factores aparecen naturalmente en el ensayo de Rachman. De hecho, uno de los alicientes de su obra es precisamente su voluntad de dar una visión de conjunto y descubrir, más allá de la irrebatible especificidad de cada uno de los casos que analiza, los paralelismos, concomitancias y, en definitiva, el trasfondo común a todos ellos. Hay una voluntad manifiesta de abarcar la totalidad sin perder por ello la plasmación de los detalles significativos, con instinto periodístico. Imposible dar cuenta de todo ello. Se comprenderá así que, de los tres objetivos declarados de su examen —origen del proceso, causas y características— me centre básicamente en estas últimas y me detenga en aquellos aspectos que más pueden afectar a los ciudadanos que vemos cómo se va deteriorando a pasos agigantados nuestro régimen de libertades.

Acabo de señalar que una de las virtudes del libro es su perspectiva universal, pero no puedo silenciar que ésta puede ser precisamente su talón de Aquiles. Al privilegiar las vertientes de liderazgo autoritario y culto a la personalidad de modo global, el autor adopta la cuestionable decisión de difuminar la barrera entre regímenes democráticos —con todas las limitaciones que se quiera— y aquellos que no lo son. Por supuesto, Rachman reconoce la diferencia, pero la contempla más como una línea continua, una gradación. «En un extremo hay autócratas indiscutidos como los líderes de China y Arabia Saudí. Luego hay figuras en medio como Putin y Erdogan (…) Luego están los políticos que viven en democracia pero muestran desprecio por las normas democráticas y parecen decididos a erosionarlas. Trump, Orbán, Modi y Bolsonaro pertenecen a esa categoría».

El mundo político gira a tal velocidad que algunos de los líderes autoritarios de los que habla Rachman, como el último citado, ya no están en el poder. Sin embargo, lo que más me llama la atención es precisamente lo contrario, la persistencia de ese tipo de liderazgo, señal de que no estamos encarando un fenómeno pasajero. Putin lleva casi un cuarto de siglo en el poder. Erdogan, desde 2003. ¡Hasta Trump, que muchos daban por amortizado, ha vuelto! La pregunta crucial es: ¿hacia dónde vamos? Algunas de las respuestas de los especialistas son algo más que inquietantes. John Gray, un reputado politólogo, acaba de publicar un libro que es toda una señal de alerta: Los nuevos leviatanes. Reflexiones tras el liberalismo (Sexto Piso, traducción de A. Santos). Su punto de partida no puede ser más demoledor: «Los Estados del siglo XXI se están convirtiendo en leviatanes».

Para combatir la perplejidad que siempre nos causa el porvenir, hacemos lo opuesto, volvemos la vista atrás y procuramos extraer enseñanzas del pasado. Ardua tarea, sembrada de trampas. La historia no se repite ni estamos condenados a vivir nada de nuevo, como pretenden algunas proclamas, no por simples menos repetidas. El supuesto paralelismo con los años treinta del siglo pasado no deja de ser también una esquematización abusiva: hay tantos factores asimilables como otros muchos disímiles. La propia terminología analítica —¡esa etiqueta omnipresente de fascismo!— delata las limitaciones en la comprensión del fenómeno, que es nuevo en algunos aspectos, pero con muchos elementos del pasado más rancio, desde el populismo al nacionalismo.

Fragilidad de la democracia

Ahora bien, eso no significa que no podamos aprender del pasado. Todo lo contrario. Una obra ejemplar en este sentido, Sobre la tiranía, de Timothy Snyder (Galaxia Gutenberg, traducción de A. Pradera) lleva el revelador subtítulo de Veinte lecciones que aprender del siglo XX. Entre la primera, «No obedezcas por anticipado» y la última, «Sé todo lo valiente que puedas», 18 llamadas que subrayan la responsabilidad de cada uno de nosotros, como ciudadanos de un régimen democrático, en preservar nuestras libertades y nuestro sistema de valores.

El llamamiento es importante porque a ninguno se nos escapa que vivimos una fase de profunda desconfianza en el régimen parlamentario. Este es el caldo de cultivo para todo lo demás. Ya de por sí la democracia es frágil e inestable en su esencia: genera y da alas a una permanente insatisfacción. Lejos de las estimaciones superficiales acerca de su solidez, en la mayor parte de los países se nos revela precaria y asediada por múltiples enemigos. Conviene además no menospreciar el atractivo que generan sus críticos, como subraya Rachman. Las fervientes adhesiones que despiertan la mayoría de los autócratas —o los aspirantes a serlo— no se producen a pesar de ser autoritarios sino precisamente por serlo.

El matiz no es baladí y tiene además consecuencias nada banales. Ello explica por ejemplo la fascinación de la izquierda —incluso buena parte de la izquierda democrática— por muchos autócratas hispanoamericanos, desde López Obrador a Evo Morales, pasando por los líderes bolivarianos. Otro tanto podría decirse con la derecha, desde el propio Trump, sin ir más lejos, hasta Netanyahu. Ciertamente son casos distintos y no faltará quien ponga el grito en el cielo por lo que considere equiparaciones inadmisibles, tendiendo a ver más la paja en el ojo ajeno. A lo largo de su recorrido, el propio Rachman se hace eco de esas objeciones, aunque mantiene que hay «ciertas características del liderazgo del hombre fuerte que engloban a democracias y dictaduras».

El libro termina con una reflexión que puede parecer al mismo tiempo esperanzadora y decepcionante. En 1945 había solo 12 democracias en el mundo. A comienzos de nuestro siglo eran 92, «superando así al número de autocracias por primera vez en la historia». Desde entonces, sin embargo, ha cambiado la tendencia. Paradójicamente, tras la pesadilla de la Guerra Fría. Vivimos una fase en la que cada año que pasa se perciben más recortes y ataques a la libertad política, incluso en países con una fuerte tradición democrática. Sostiene Rachman textualmente: «Ahora nos hallamos en medio del ataque global más prolongado que han sufrido los valores democráticos liberales desde la década de 1930». Esto no quiere decir que estemos condenados a cien años de autocracia. Lo más probable es que, como ha pasado a menudo en la historia, esta tendencia política experimente también su declive. Pero nada indica que sea pronto. Aquí y ahora parece que seguiremos viviendo las próximas décadas en La era de los líderes autoritarios. Al menos, conviene estar preparados.

 

 

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