Gina Montaner: Las huellas de las redes sociales
Hace unos años en Madrid, Nick Bilton me deslumbró en un foro sobre tecnología. Desde entonces he seguido sus escritos en The New York Times con el interés del alumno aplicado pero sabedor de sus limitaciones para entender la materia.
Bilton, un joven gurú del mundo del Internet y las redes sociales, ha publicado su última columna después de 14 años en el NYT, y en su despedida antes de incorporarse a Vanity Fair defiende los beneficios de la tecnología frente a los perjuicios que pueda causar.
El periodista reconoce los peligros de la invasión a la privacidad, la promiscuidad en las redes, el potencial aprovechamiento de grupos extremistas para captar adeptos en la telaraña virtual; pero, en un tributo inesperadamente sentimental viniendo de un techie, alaba esa capacidad infinita que tienen las redes sociales para mantener vivo el contacto con los amigos y las personas que más apreciamos.
Bilton expone dos ejemplos que dan mucho que pensar: se refiere al fallecido David Carr, magnífico periodista del NYT que falleció recientemente, y a su propia madre, también fallecida. Carr era un ágil tuitero y su cuenta en la plataforma del pajarillo que nunca duerme permanece imperecedera en las nubes. La nostalgia y el recuerdo de su amigo y colega lo llevan a leer de cuando en cuando los tuits de 140 caracteres en los que Carr comentaba sobre lo terrenal y lo divino. Allí han quedado las bromas que ambos intercambiaron a lo largo de los años.
Lo mismo le sucede con su madre, quien le enviaba correos electrónicos (los emails han sustituido a las cartas en folios que llegaban en el correo), así como mensajes y fotos por medio de Facebook: ese muro en el que la aldea global se busca, se encuentra y, también, se desencuentra. Las redes sociales, con sus huellas imborrables, tienen la capacidad de conferirles vida a quienes ya no están con nosotros y echamos tanto de menos.
Para los escépticos, los que desprecian las redes sociales o los que tienen una visión paranoica, Bilton le añade una dimensión emotiva y acogedora a esta herramienta indudablemente útil. Y para quienes con frecuencia (a veces gran parte de día) recurrimos a Internet y sus vasos comunicantes, comprendemos bien lo que quiere decir. Además de los ríos de información que absorbemos, las actualizaciones que nos llegan de acontecimientos mundiales o los mensajes directos y cifrados en Twitter en busca de un scoop, también recibimos sobre la pantalla plana esos otros mensajes de los amigos, de la familia, de los afectos extraviados. Pueden ser oraciones cortas, instantáneas tomadas en paraísos remotos, emociones que ilustran estados de ánimo: caras que sonríen o lloran; corazones palpitantes; alegres bailarinas de flamenco; un ramillete de flores virtual que llega antes y mucho más barato que Interflora.
Se puede ser un cínico a la hora de analizar las redes sociales. Un purista esnob que las repudia. O un alarmista que ve en ellas el fin de la civilización. En realidad todas estas manifestaciones de resquemor son pataletas tan inútiles como reivindicar los preciosistas libros iluminados frente a la irrupción de la imprenta. El universo de Internet que se expande con sus luces y sus sombras, tiene un espacio reservado para la añoranza, el diálogo más íntimo, la memoria recuperada.
Despertar en el medio de la noche con el tintineo de un Whatsapp anhelado. Un mensaje que llega desde un lugar muy lejano pero tan cerca. Agradecer la cálida inmediatez. Volver a cerrar los ojos con la seguridad de que los sentimientos nunca duermen.
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