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Gioconda Belli: Cuarenta años después

Era el 20 de diciembre de 1975 cuando llegué a México huyendo de la dictadura somocista. Esa noche fui con mi amigo pintor, Róger Pérez de la Rocha, al taller de Gráfica Popular. Los obreros trabajaban aún afanosamente en las tarjetas navideñas. Róger, que hacía una pasantía allí, les contó que yo estaba triste pues acababa de salir de Nicaragua para evadir la persecución. Jamás olvidaré cómo aquellos hombres fornidos y cansados terminaron su trabajo y en un ático del taller me cantaron rancheras mientras tomábamos todos una botella de tequila que alguien compró en una venta cercana. Pasé cinco meses en México, recibiendo solidaridad por donde iba. Thelma Nava era entonces presidente del Comité de Solidaridad con Nicaragua. Importantes intelectuales mexicanos como Carlos Pellicer, Efraín Huerta, Juan Bañuelos, Elena Poniatowska, y otros, apoyaron nuestros esfuerzos. Jamás pensé que cuarenta años después Nicaragua volvería a vivir otra dictadura, esta vez más dolorosa pues el dictador es nada menos que uno de los que consideramos nuestros.

¿Cómo fue posible que esto sucediera? se preguntan quienes vivieron con entusiasmo la lucha sandinista, los que nos acogieron, dieron dinero, incluso vivieron en Nicaragua dando lo mejor de sí después del triunfo de esa revolución llena de música y poesía que los enamoró de un país que otra vez requiere de su solidaridad.

Me viene a la mente un ensayo de Percy B. Shelley en el que expresa su desilusión ante el Terror que siguió a la revolución francesa. ¡Tantas expectativas, tantas ilusiones frustradas!, dice. Tomó casi cien años alcanzar la República de Lamartine. Hoy en Nicaragua estamos viviendo también un Estado de Terror. Pareciera que la revolución está destruyendo a sus propios hijos, pero no hay que llamarse a error. Hace mucho que de la revolución no quedan más que los símbolos. La Revolución Sandinista se empezó a perder apenas unos pocos meses luego de la derrota electoral de 1990, cuando unos cuantos, más de los que quisiéramos aceptar, se repartieron con cuchara grande propiedades, casas y bienes del Estado. Lo que se llamó la “piñata” manchó lo que había sido una administración relativamente sana y creó una suerte de “burguesía sandinista” que debió mucho de sus bienes a Daniel Ortega, que autorizó ese proceso.

Un hombre parco, hosco, de gruesos lentes y bigote, Ortega fue elegido para coordinar la Junta de Gobierno porque en el concepto leninista que privaba se consideraba que el poder residiría en el partido. Creo que se pensó entonces que su estilo deslucido y al parecer sin grandes ambiciones lo hacía idóneo para ocupar ese puesto protocolario y burocrático. Los otros comandantes se interesaron más en posiciones de mayor influencia, como la organización del ejército, la puesta en marcha de la reforma agraria, la seguridad nacional, el consejo de Estado, la organización del partido. Pero, desde 1984, la dirección colectiva de la revolución, un hecho inédito, concedió a Daniel Ortega la representatividad del proceso al decidir que él fungiera como presidente. Fue así como él se convirtió en el vocero exclusivo, tanto dentro como fuera del país. En vez de los ardientes discursos de Tomás Borge, o de otros dirigentes que entusiasmaban a las multitudes, debimos conformarnos con las largas y aburridas diatribas de Ortega. Él representó a la revolución en la ONU, en los foros internacionales. Se convirtió en la figura que encarnaba la Revolución Sandinista, el David frente al Goliat que era Estados Unidos durante la guerra de la Contra. Fue él quien debió conceder la derrota y aceptar el triunfo de Violeta de Chamorro, la noche triste del 25 de febrero de 1990. Por primera vez habló como un estadista y dijo su mejor discurso. Pero no se resignó a ser oposición. Anunció que “gobernaría desde abajo” y se convirtió en la piedra en el zapato del nuevo gobierno, incitando huelgas y acciones violentas. Los que veíamos de otra manera la situación, en un mundo que estaba cambiando con la Perestroika y la caída del Muro de Berlín, queríamos democracia dentro del partido y un relevo de la dirigencia. En el Congreso del FSLN de 1993 el choque de posiciones llevó a la ruptura con Sergio Ramírez y un buen número de diputados, varios comandantes de la Dirección Nacional y muchos cuadros. Ortega usó su autoridad para descalificarnos, acusarnos de traidores, de habernos vendido al capital o al imperialismo. Su predominio dentro del FSLN, el hecho de que se quedara con los recursos y medios de comunicación le permitió desarrollar una guerra sin cuartel contra los disidentes. Liberado de quien cuestionara su autoridad o su derecho a erigirse como candidato eterno del sandinismo, perdió en las elecciones de 1996 y 2001. Las sucesivas derrotas lo impulsaron a una transformación radical de su imagen. Para la campaña electoral de 2006 Ortega y Rosario Murillo, que lo protegió y tomó partido por él cuando en 1998 su hija acusó a Ortega de abuso sexual, abandonaron la imagen pendenciera de comunistas y ateos, se reconciliaron con el cardenal católico, monseñor Obando y Bravo, que había sido su némesis, invitándolo a que los casara por la Iglesia. Luego asumieron un lenguaje de conversos, una mezcla de religión y esoterismo que persiste hasta hoy. Así como Ortega ofreció a Obando, como prueba de su conversión, la abolición del aborto terapéutico, un derecho de las mujeres en Nicaragua desde el siglo XIX, también pactó en 2000 con el corrupto presidente Arnoldo Alemán. A cambio de repartirse cuotas en los poderes del Estado para establecer un sistema bipartidista y de asegurarse posiciones parlamentarias que les brindaran inmunidad, Alemán concedió a Ortega los votos de su partido para una reforma constitucional que reducía el porcentaje para ganar las elecciones en primera vuelta de 45% a 35%.

En 2007 Ortega ganó con el 38%. Cada vez con menos ética y escrúpulos, guiado por la filosofía de que el fin justifica los medios, privatizó la ayuda venezolana de 500 millones de dólares anuales, construyó un monopolio de medios comprando canales de TV y radio que administran sus hijos, cambió el precepto constitucional de no reelección a la reelección indefinida; ha convertido el partido en una masa obediente y sin vida interna, ha comprado y sobornado funcionarios, cedido la soberanía de gran parte de nuestro territorio a un empresario chino para la construcción de un canal interoceánico, hecho fraude en las elecciones, impedido el funcionamiento de partidos competitivos, y desmantelado la institucionalidad y la incipiente democracia del país hasta llegar al colmo de llevar a su mujer a la vicepresidencia, amenazándonos de facto con una nueva dinastía. La rebelión que empezó el 18 de abril, 2018, tuvo su antecedente en la abstención masiva en las elecciones de 2016, pero la ficción de esta dictadura que se jactaba de crecimiento económico, seguridad ciudadana y otras estadísticas amañadas, así como de su pacto con la empresa privada y el gran capital, colapsó con las protestas que acompañaron un decreto de reformas a la Ley de Seguridad Social. De manera inmisericorde los ciudadanos que protestaban fueron vapuleados por matones portando las camisetas coloridas de la Juventud Sandinista. La paliza con hierros y patadas fue grabada en celulares y difundida a través de las redes sociales y las pocas televisoras independientes. Los estudiantes que protagonizaban las protestas se refugiaron en las universidades y fueron atacados por francotiradores. En tres días hubo 23 asesinatos. Los jóvenes estudiantes muertos, los heridos, las historias de horror fueron registradas y vistas por la población. El régimen canceló la señal de TV de los que transmitían la matanza. Rosario Murillo estaba al mando. Daniel Ortega regresó de Cuba, canceló las reformas, restituyó la señal a los medios censurados y llamó a un diálogo nacional. Pero ya era demasiado tarde. El clamor popular enardecido por los asesinatos trascendió las reformas y se convirtió en un grito repetido en todo el país: ¡Que se vayan!

Desde el 18 de abril más de 300 personas, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, han muerto violentamente en Nicaragua. Para sustituir al ejército que se mantuvo al margen Ortega armó hordas de paramilitares con armas de guerra y, acompañados por la policía, los lanzó sin compasión contra la población desarmada que se protegía del asedio y protestaba tras altas barricadas usando morteros caseros y hasta sencillas hondas. El diálogo nacional se estancó. Con un lenguaje orwelliano el gobierno compuso un discurso acusando a los indignados de delincuentes, crimen organizado y terrorismo. La leal asamblea de Ortega pasó a toda prisa una ley antiterrorista. Cientos de personas han sido detenidas sin proceso legal, torturadas y llevadas a juicio a puertas cerradas donde no se les concede más abogado que los defensores públicos que el régimen les asigna. La juventud ha sido blanco de esta cacería y muchos han tenido que huir del país. Managua es ahora una ciudad donde pululan los encapuchados que, impunes, disparan y causan la muerte hasta de niños inocentes. Después de las seis de la tarde pocos se atreven a salir de sus casas. En los hospitales los médicos que se negaron a acatar la orden de no atender a los heridos de las protestas fueron despedidos en masa. Los obispos, heroicos en su defensa de la población, han sido acusados de golpistas, amenazados de muerte y en una ocasión asediados por una turba que les agredió con furia, rasgándoles la ropa e hiriendo a algunos con arañazos y golpes.

Daniel Ortega se ha convertido en un nuevo Somoza. Repudiado por su pueblo, rota su alianza con los empresarios, la economía en crisis, la ayuda venezolana mermada, desprestigiado internacionalmente, reprendido por la OEA, y castigados varios de sus leales funcionarios por la Ley Magnitsky impuesta por Estados Unidos, se ufana en vano de haber derrotado el supuesto golpe de Estado y retornado el país a la normalidad. Pero nada es normal en Nicaragua. El pueblo se resguarda, pero no olvida; conoce por experiencia el destino de los tiranos.

 

Gioconda Belli
Poeta y novelista. En 2009 recibió el premio Sor Juana Inés de la Cruz de la FIL Guadalajara. Ha publicado, entre otras obras: La mujer habitadaEl país bajo mi piel y Sobre la grama.

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