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Gioconda Belli y Henry Kissinger, una pareja muy improbable

 

Allende la noria venezolana del pleito chiquito y miope –y a veces bastante narcisista y perverso, para usar palabras prestadas de la profesión de mi esposo– hay un mundo lleno noticias que fomentan la reflexión. Esa capacidad humana de analizar parece haberse perdido entre la cultura de la cancelación o la crítica arrogante y denigrante, aunque en ambos casos son un síntoma del poco respeto que se tiene por las ideas, la libertad de pensamiento, y en definitiva por el ser humano, valores esenciales para la política, para la convivencia de una sociedad, o de los países entre sí.

Justamente, el pasado 29 de noviembre, mientras los venezolanos permanecían enfrascados en un ejercicio de propaganda malsana, dos hechos muy opuestos y distantes me salvaron del cortisol que hacen destilar las redes y me permitieron descubrir y entender mejor el mundo de hoy desde dimensiones distintas.

Una de las noticias fue muy alegre, muy positiva, al ver a Gioconda Belli, consagrada escritora y poeta nicaragüense, ser galardonada con el Premio Reina Sofía de la Poesía Iberoamericana por su expresividad creativa, su libertad y su valentía poética.

Gioconda Belli vive en Madrid, donde fue acogida como española, pues fue impedida de regresar a su país en el 2021 y posteriormente despojada de su nacionalidad, como otros 300 nicaragüenses, por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Este premio, además de poner de relieve su extraordinaria trayectoria literaria, es un claro mensaje de apoyo a la causa democrática nicaragüense y de los derechos humanos, porque al igual que nuestro Rafael Cadenas que el año pasado ganó el Premio Cervantes, ella trascenderá los tiempos a diferencia de los dictadores que se aferran al poder, quienes tendrán, si acaso, un lugar oscuro en la historia de su país.

Educada en Europa y Estados Unidos, Belli regresó a Nicaragua a ponerse al servicio de su país desde una intelectualidad feminista, muy acorde con su tiempo y con el orden geopolítico de su juventud. Su narrativa ha estado marcada por su afirmación de quién es tanto como por el activismo político. Fue durante ese activismo político en contra de una dictadura corrupta y represiva como fue la de Somoza, que estableció contactos internacionales para promover la revolución sandinista y conseguir el apoyo de la izquierda mundial, en especial de gobiernos europeos, así como del mundo académico y cultural, lo que le permitió, entre otras cosas, traficar armas para Nicaragua. Luego del primer triunfo de Daniel Ortega marcó sus distancias con él y sus derivas, y aunque ha seguido siendo una mujer de izquierda se le ha opuesto firmemente, al punto de haber sido desterrada.

Pero Belli es sobre todo una escritora insigne, una poeta y novelista que utiliza la palabra para romper barreras. Las de las mujeres, las de las sociedades atávicas e impermeables, las de la religión. De hecho, fue a través de dos de sus libros La mujer habitada y El infinito en la palma de la mano que empecé a seguirla y conocer más de su obra.

En lo particular, respeto y admiro sus luchas, aunque procedamos de generaciones distintas y de ideologías contrarias –ella del sandinismo y yo de la democracia cristiana– porque coincidimos en los valores esenciales para una convivencia pacífica: el compromiso con la justicia, la búsqueda del bien común, el respeto a las ideas, a los derechos, a la pertenencia, en definitiva, a la libertad individual. Temas universales que parecen siempre ser de actualidad. Con sus palabras llenas de humor y color, Belli plantea asuntos complejos de manera sencilla, sin dejarse encasillar, y menos aún instrumentalizar.

Como mujer, como parte de una diáspora desterrada y exiliada, me identifico con Belli al contar su último periplo, y recordar en su poema “Despatriada” que allá quedan su cielo, sus paisajes, sus mascotas, sus muebles, su “ropa yerta”, pero que “ni Dios” la haría tragarse sus palabras, porque escoge la libertad.

El mismo día 29 de noviembre, otro hecho fue noticia mundial. La muerte del hombre de Estado Henry Kissinger, un personaje tan fascinante como controversial, seguramente oscuro para la propia Gioconda Belli, pero que, sin duda, al igual que ella, trascenderá los tiempos y su legado será referente para todo aquel que estudie diplomacia, estrategia o relaciones internacionales, porque ya en vida fue un referente.

Kissinger, alemán de nacimiento, perseguido judío, huyó de la Alemania de Hitler, otro sanguinario dictador, y fue acogido junto a su familia en Estados Unidos, donde también recibió la ciudadanía de ese país.

Dedicó su vida a la defensa de los intereses norteamericanos, al análisis académico de la geopolítica y las relaciones internacionales, y, aparte de ser el jefe de la diplomacia de su país de adopción durante el gobierno de Nixon, fue asesor estratégico de casi todos los presidentes estadounidenses y secretarios de Estado, incluyendo el actual, Antony Blinken. Su enfoque pragmático, como él mismo lo señalaba con frecuencia, se inspiraba en la historia para poder imaginar una visión de futuro. Y bajo la premisa de que los países no tienen amigos sino intereses, desarrolló una intensa carrera internacional desempeñando un papel crucial en la diplomacia con la Unión Soviética y en la normalización de relaciones con China.

No olvidemos que, durante la era de la Guerra Fría, caracterizada por una enorme tensión política y militar, aunque no ocurrían combates directos sí se desarrolló una carrera armamentista y surgieron conflictos donde Estados Unidos y la Unión Soviética influían directamente. Entre ambas potencias existía una inmensa rivalidad ideológica, así como una competencia por la influencia mundial.  Por lo tanto, las decisiones asumidas o influenciadas por Kissinger fueron múltiples, y evidentemente tuvieron consecuencias tanto positivas como negativas para el mundo, sobre todo, a la luz de la premisa de la preponderancia y supervivencia hegemónica de Estados Unidos, como potencia mundial en un mundo suma cero en el que buscaba evitar la expansión del comunismo. Ciertamente los métodos no siempre se apoyaron en la promoción de los valores democráticos ni del respeto a los derechos humanos, pero sí en la búsqueda del equilibrio de poder a través de la “realpolitik”, y en definitiva, de la preservación de la paz mundial.

Henry Kissinger fue figura influyente en la política internacional y un estratega clave en la historia de los Estados Unidos, y aunque sea calificado de halcón, ultraconservador, o mercantilista por asesorar desde su agencia de consultorías a empresas y Estados con la misma agilidad que lo hizo en el mundo político estadounidense, en los tiempos de desorden mundial como el actual, siguió resonando e influyendo a sus cien años hasta el último día, sin dejarse encasillar. Intentando -como lo hizo toda su vida- ser instrumental en el equilibrio de poder entre los distintos actores de peso global.

Lo conocí muy brevemente en sus oficinas de Kissinger Associates, en mis años mozos cuando trabajaba en Venezuela. Él y su equipo ciertamente me intimidaron por la estatura mundial y su manera frontal y directa, pero al igual que a Belli, le seguí la pista con admiración y respeto, aunque muchas veces no estuviera de acuerdo, como no lo estuve con su propuesta de neutralidad para Ucrania a fin de favorecer y apaciguar a Rusia.

A través de la historia, las relaciones políticas internacionales se han movido en tensión entre intereses y valores. A ratos, y por fortuna, coinciden ambas condiciones y florecen proyectos de largo plazo, que traen prosperidad a los pueblos. No hace falta ir demasiado atrás en la historia mundial para encontrar ejemplos. Con sus bemoles, lo hemos visto hasta ahora en el orden mundial basado en normas que nació de la Segunda Guerra Mundial y en pleno período de Guerra Fría en los albores de la segunda mitad del siglo XX, período en el que se ha desarrollado el comercio, la tecnología, se han creado mejores condiciones laborales, han salido millones de personas de la pobreza, se han alcanzado nuevos niveles de salud, erradicando enfermedades infecciosas, abordando un mejor control y prevención de enfermedades no contagiosas, y promovido, como nunca antes, los derechos fundamentales. En definitiva, el orden mundial basado en normas ha generado avances significativos en el ámbito económico, social y de salud, mejorando la calidad de vida de muchas personas en diferentes partes del mundo. A pesar de sus desafíos y áreas de mejora, ha sido fundamental para promover la cooperación global y el progreso humano en varias áreas clave.

De allí que luego de la pandemia del COVID-19, se debe ver el escenario mundial con la invasión de Rusia a Ucrania, el atentado terrorista de Hamás que ha desatado de nuevo un foco de conflicto en el Medio Oriente, al igual que la arenga patriotera del régimen venezolano frente al delicado asunto de la reclamación del territorio Esequibo, como parte de un intento más amplio para subvertir ese orden mundial. Por lo tanto, en este momento en que Venezuela es una noria, y que son muchos los que se mueven por intereses y pocos por valores, es hora de preguntarnos cuál queremos que sea nuestro sitio en el contexto mundial actual: si queremos ser parte de lo que aún se considera el mundo libre o si queremos seguir anclados a un putinismo seudosoviético.

Aunque son una pareja muy improbable con ideas muy firmes procedentes de corrientes contrarias, en el mundo de hoy hacen falta los valores de justicia, y respeto a la dignidad humana que ha perseguido Belli y la agudeza estratégica de Kissinger para forjar acuerdos en un mundo lleno de tensiones geopolíticas. Y también en Venezuela, para que favorezcan una salida democrática o incluso se eviten conflictos bélicos en nuestra región.

Para lograr la paz y la libertad, como dos caras de una misma moneda.

 

 

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