“Gladiador II” es ridícula, pero no lo suficiente
La película de Ridley Scott no fracasa por sus evidentes anacronismos y espectaculares exageraciones, sino por pretender, en medio de todo eso, una seriedad temática.
Es evidente que lo último que le interesa a Ridley Scott es seguir el mínimo rigor histórico. Y, en sentido estricto, ningún cineasta –bueno, malo, regular– debería preocuparse por eso. Si alguien se molesta porque, por ejemplo, en la oscareada Gladiador (2000) vemos que el indefendible heredero al trono imperial Cómodo (Joaquin Phoenix) asesina con sus propias manos a su padre, el filósofo Marco Aurelio (Richard Harris), cuando se sabe perfectamente que el autor de las celebérrimas Meditaciones murió de peste cuando estaba dirigiendo una campaña militar, pues como dirían los clásicos, “get a life!” El cine no nació para dar lecciones de historia. Y menos el cine hollywoodense de togas y sandalias, también conocido como péplum o, parafraseando a cierto cantante español, como “cine de romanos”.
Así que cuando, en una escena marginal de la tardía secuela Gladiador II E.U. – Reino Unido, 2024), vemos a un personaje que lee un periódico impreso ¡más de mil años antes de la invención de la imprenta! en una cafetería romana que parece estar ubicada en la Vía Veneto de La dolce vita (Fellini, 1960), no hay que indignarse ni pegar de gritos, sino soltar la carcajada. Me parece evidente que Scott perpetra este tipo de ridículos anacronismos como una forma de desafiante provocación para todos los historiadores profesionales y amateurs que, si salieron molestos por las no pocas libertades históricas que el cineasta se tomó en la primera Gladiador, ahora saldrán rabiosos en esta desaforada continuación en la que, más allá de inexactitudes históricas de fechas, circunstancias y personajes, hay tiburones nadando en un Coliseo inundado, un rinoceronte gigante salido de una película de Marvel y unos feroces babuinos que parecen estar intoxicados con cocaína de la mala. Si faltó una escena con una nave espacial invadiendo la Roma imperial es porque, acaso, Scott no quiso meterse en los territorios de los Monty Python y La vida de Brian (1979).
En sentido estricto, estos anacronismos no los creó el cine hollywoodense, sino la industria fílmica italiana de inicios del siglo pasado, que popularizó el cine épico-histórico-romano a partir de una serie de obras seminales como Nerón (Maggi, 1909), Quo vadis? (Guazzoni, 1912), Espartaco (Vidali, 1913), Los últimos días de Pompeya (Rodolfi, 1913), Cabiria (Pastrone, 1914) –que influiría enormemente en la Intolerancia(1916) de Griffith– y Mesalina (Guazzoni, 1923), por mencionar unos cuantos títulos. Sin embargo, desde el inicio le quedaba claro a quien quisiera verlo –especialmente a los primeros críticos cinematográficos– que la veracidad histórica no era algo necesario en este tipo de cine. Uno de los fundadores de la crítica fílmica, Ricciotto Canudo, que escribió innumerables reseñas entre 1910 y 1923, anotó memorablemente que el cine “presuntamente histórico” exigía “un mínimo de imaginación para obtener el máximo de suntuosidad pomposa (pues) los muertos no pueden defenderse”.
Este tipo de excesos no evitó que el género ganara enorme popularidad en todo el mundo, incluyendo, por cierto, a nuestro país. Por ejemplo, Quo vadis? se estrenó en México en 1913 en el Teatro Abreu, Espartaco en el Teatro Lírico en 1914 y Cabiriaen el mítico Salón Rojo en 1916. Esta última cinta épica fue reseñada, por cierto, por un tal Fósforo, el seudónimo detrás del que se ocultaba, en esos años, una pareja de aprendices de críticos de cine llamados Martín Luis Guzmán y Alfonso Reyes.
Volviendo a Gladiador II, la cinta pertenece a esa larga estirpe de películas “de romanos” que tiende a sacrificar cualquier seriedad histórica en pos de la espectacularidad y el entretenimiento. Cuando la fórmula funciona, el resultado es un culposo cine palomero en el mejor sentido del término: grandes multitudes vestidas con toga y sandalias en escenarios de cartón-piedra (ahora digitalizados), emocionantes carreras de cuadrigas alrededor de una pista semicircular, ejércitos enfrentados a campo abierto con todo y las famosas espadas cortas (o gladius) desenfundadas. Algo por el estilo sucede esporádicamente en Gladiador II, en la bien montada batalla inicial ubicada en Numidia, en algunas peleas cuerpo a cuerpo que vemos en la primera parte de la cinta y en el climático enfrentamiento final entre nuestro noble héroe Hanno (Paul Mescal) y el sacrificable general romano disidente Acacio (Pedro Pascal).
Por desgracia, en lugar de sostener este tono desbordado y hasta desenfadado, el guion de David Scarpa trata infructuosamente de dotar de una muy romana gravitas a una historia tan elemental que funciona más como un remake que como una secuela. Otra vez estamos ante un noble convertido en gladiador (el Hanno de Mescal), otra vez tenemos a un gobernante loco pero ahora por partida doble (los históricos hermanos emperadores Geta y Caracalla, interpretados por Joseph Quinn y Fred Hechinger, respectivamente), para variar tenemos el infaltable complot para dizque restaurar la idealizada república liderado por una parte del Senado (con cameo del gran Derek Jacobi, que espero haya cobrado un buen cheque) y, por supuesto, no podía faltar el discurso políticamente retrógrada que haría avergonzar al Dalton Trumbo que escribió el guion de Espartaco (Kubrick, 1960). Y es que si en aquel gran filme de romanos (¿el mejor de la historia?) nos queda claro que el imperio está más allá de cualquier redención posible y que la corrupción de las elites aristocráticas (Craso y compañía) es idéntica a las de las ascendentes elites populistas (las de un joven Julio César), en los dos Gladiadores dirigidos por Ridley Scott, la salvación viene no de abajo, de la gente común, del populacho, de los valientes esclavos rebeldes, sino de algún noble romano que sí tiene conciencia, como el general Máximo del primer filme o como el nieto de Marco Aurelio en su continuación.
Más aún: el auténtico villano de Gladiador II no es tanto la pareja de enloquecidos emperadores romanos Geta y Caracalla, como un maquiavélico y carismático regenteador de gladiadores llamado Macrino (Denzel Washington robándose impunemente la película), que alguna vez fue esclavo y que ahora, para vengarse de su antiguo dueño Marco Aurelio, quiere apoderarse del trono imperial. En palabras del siempre tan citado y tan citable Cicerón, el sueño de Macrino nunca fue dejar de ser esclavo, sino ser dueño de todos los esclavos posibles. Es decir, Macrino es un maléfico aspiracionista del que hay que desconfiar en todo momento. No lo olvide: los nobles siempre serán la salvación de las masas ignorantes.
En todo caso, más allá de su añejo discurso elitista, Gladiador II falla no por ser tan retrógrada ni, mucho menos, por abrazar con entusiasmo tanto anacronismo ridículo. Más bien, la más reciente película de Scott fracasa por intentar una seriedad temática que no encaja en lo absoluto con secuencias como las de los babuinos rabiosos o la del Coliseo convertido en guarida de Blofed, con todo y tiburones nadando en sus aguas. Para decirlo con una imagen inexacta que nunca existió en realidad, pero que de todos modos es bien conocida: frente a Gladiador II, no me queda más remedio que mover el dedo pulgar hacia abajo. ¿Por ser tan ridícula? No, más bien, por no ser lo suficientemente ridícula. ~